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La eutanasia: Derecho a la muerte, pero no a la vida (digna)

Como punto de referencia debemos partir del artículo 15 de nuestra Constitución que establece que <>. Por lo que en virtud del citado precepto constitucional podemos afirmar que nuestra Constitución no reconoce, en ningún caso, el derecho a que un individuo pueda disponer de su propia vida o, lo que es lo mismo, tener derecho a la propia muerte, en tanto en cuanto únicamente se reconoce el derecho a la vida exclusivamente en su vertiente positiva.

Por ello, si bien es cierto que el delito de suicidio no está tipificado en el Código Penal, no es menos cierto que sí se tipifica respecto a su inducción y cooperación para el mismo. Así, al respecto, el artículo 143 del citado texto legal establece que << (1) El que induzca al suicidio de otro será castigado con la pena de prisión de cuatro a ocho años.(2) Se impondrá la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere con actos necesarios al suicidio de una persona.(3) Será castigado con la pena de prisión de seis a diez años si la cooperación llegara hasta el punto de ejecutar la muerte.(4) El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo>>.

Es decir, no constituye delito que una persona ponga fin a su propia vida pero sí lo es prestar ayuda para que otra persona se suicide, entre otras cosas porque a la persona que se ha suicidado no se le puede aplicar ninguna pena. Y aún dándose un supuesto en grado de tentativa, podría aplicarse la eximente de responsabilidad criminal del artículo 20.1CP por el simple hecho de que al tiempo de cometer la infracción penal, a causa de cualquier anomalía o alteración psíquica, no pudo comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión (algo bastante típico en una persona que se quiere suicidar). Todo ello, sin perjuicio de que una pena de prisión para un supuesto de este tipo sería más inductiva(al suicidio) que reeducativa; quedando, en consecuencia, sin contenido la finalidad de las penas privativas de libertad-la reeducación y la reinserción social- que establece el artículo 25.2 de nuestra Constitución. Y sin perjuicio, además, de que el artículo 15 se pueda interpretar en el sentido de que el individuo tenga libertad para poner fin a su vida, pero no un derecho a suicidarse.

Por su parte, el Tribunal Constitucional ha dejado claro que el derecho a la vida del artículo 15 no incluye el derecho a la propia muerte. En este sentido la STC 120/1990, en su fundamento jurídico 7º -respecto a la asistencia médica coactiva por parte de la administración penitenciaria con autorización judicial a unos terroristas del GRAPO- ha declarado que <
En virtud de ello, no es posible admitir que la Constitución garantice en su art. 15 el derecho a la propia muerte y, por consiguiente, carece de apoyo constitucional la pretensión de que la asistencia médica coactiva es contraria a ese derecho constitucionalmente inexistente…Desde la perspectiva del derecho a la vida, la asistencia médica obligatoria autorizada por resolución judicial no vulnera dicho derecho fundamental, porque en éste no se incluye el derecho a prescindir de la propia vida, ni es constitucionalmente exigible a la Administración penitenciaria que se abstenga de prestar asistencia médica que, precisamente, va dirigida a salvaguardar el bien de la vida que el artículo 15 de la Constitución protege>> (También SSTC 137/1990 y 11/1991).

Por otro lado, la aplicación de la eutanasia puede dar lugar a abusos que respondan a una serie de intereses espurios. Es decir, a unos fines utilitaristas perseguidos por los poderes públicos “en interés de la mayoría”. Porque no debemos de olvidar que la aplicación de la eutanasia sin duda alguna contribuirá a “sanear”, entre otras cosas, el sistema de pensiones de la Seguridad Social. ¿Cuántas pensiones se puede ahorrar el Gobierno con la famosa “Ley de Muerte Digna”? ¿Y cuántas ayudas “a la dependencia”? Y eso por no hablar de los fines utilitaristas “privados” que se pueden dar, por ejemplo, en aquellos supuestos en los que los familiares estén ansiosos de realizar la partición de la herencia del causante y poder pagar sus respectivas deudas…¿Exageración o realidad?

Por ello, en virtud de lo expuesto no estaría mal plantearnos la disyuntiva de si sería constitucional establecer una Ley que estableciera el derecho a la muerte “digna” como un “derecho fundamental”.

En otras palabras, ¿ sería constitucional convertir el delito en derecho pese a lo que dispone el artículo 15 de nuestra Constitución y pese a los pronunciamientos que en su momento dio el Alto Tribunal respecto a la asistencia médica coactiva? En mi opinión la respuesta ha de ser negativa si seguimos la doctrina anteriormente expuesta en la STC 120/1990, por cuanto que si no existe un derecho a la propia muerte que<>, difícilmente sería viable que el Tribunal Constitucional pudiera admitir la constitucionalidad de la eutanasia.

Ahora bien, en la praxis- volviendo a lo de siempre-, probablemente la solución sería más política que jurídica. Sobre todo si partimos de la base de que un Estado de Derecho debe de tener tres caracteres fundamentales: a) ser democrático; b) tener una división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial); y c) respetar los Derechos Fundamentales. De tal modo que si falta alguna de estos requisitos no podemos hablar propiamente de Estado de Derecho.

En relación a los derechos fundamentales podemos afirmar que éstos tratan de reconocer unos derechos inherentes, inviolables, irrenunciables, inalienables, imprescriptibles y absolutos a todo ser humano. Una de las funciones que tienen estos derechos es precisamente evitar que una democracia se transforme en una “dictadura de la mayoría”, es decir, evitar que un gobierno que representa a la mayoría pueda vulnerar los derechos de una minoría representada por la oposición. Para ello, se establecen una serie de garantías como pueden ser el respeto a su contenido esencial (art.53.1 CE), el principio de proporcionalidad (SSTC 62/1982, 35/1985, 65/1986, 160/1987, 6/1988, 19/1988, 209/1988, 37/1989, 113/1989, 138/1989, 178/1989 y 154/1990), la necesidad de un procedimiento de revisión para realizar la reforma de los derechos fundamentales que exige incluso un referéndum(art.168 CE),y la necesidad de que para su desarrollo se requiera de una Ley Orgánica que exija una mayoría absoluta para su aprobación en el Congreso de los Diputados (art.81 CE).

Y todo porque, a lo largo de la historia, los principales vulneradores de los derechos fundamentales han sido precisamente los poderes públicos, y no los particulares. Por ello, no deja de resultar paradójico cómo los miembros que componen el Tribunal Constitucional son elegidos por el Congreso de los Diputados, por el Senado, por el Gobierno y por el Consejo General del Poder Judicial (art.159 CE).

Es decir, resulta que los miembros del máximo garante de los derechos fundamentales son elegidos por sus principales vulneradores. Por lo que, al no existir una división de poderes en bloque, sino más bien una división “difuminada”, difícilmente podríamos hablar de Estado de Derecho. Más bien podríamos hablar de un “Estado de Derecho con corruptelas”.

Por ello, a pesar de la gran formación jurídica que tienen todos y cada uno de sus miembros, reflejada en ocasiones en una excelente doctrina constitucional, otras veces, por el contrario, la dirección de su voto en las deliberaciones ha ido en función de la orientación política a quienes debían su nombramiento. Por tanto, no es de extrañar que, un tema con tan alto componente político como es el de la eutanasia o, en términos eufemísticos, la “muerte digna”, el pronunciamiento que diera el TC, en su caso, careciera de todo fundamento jurídico (en contraposición con su propia doctrina anterior), por lo que, en consecuencia, las personas pasaríamos a tener un derecho a la muerte “digna”, pero no tendríamos derecho a la vida (digna).

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