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Laicidad Positiva, Igualdad consiguiente

Laicidad Positiva, Igualdad consiguiente

Abstract

Abordar el contenido del artículo 16 de la Constitución española (en adelante CE) obliga a descifrar un rompecabezas con términos y principios clave. Habrá que ocuparse de la libertad ideológica y de la libertad religiosa, de la aconfesionalidad del Estado -consecuencia de que ninguna confesión tendrá carácter estatal-, de las creencias religiosas de la sociedad española y de las consiguientes relaciones de cooperación con las confesiones religiosas; términos todos ellos presentes en el citado epígrafe constitucional.

Por si fuera poco, habrá que analizar también otros términos o principios no expresamente aludidos en él, pero de obligada evaluación a la hora de desentrañar su alcance: libertad de conciencia, laicidad, igualdad, paridad, discriminación, neutralidad, tolerancia… Puede resultar paradójico que entre ellos se encuentren laicidad e igualdad, que son a los que de un modo u otro prestaremos particular atención. Habrá que barajarlos todos con cuidado, porque unos y otros solo encontrarán sentido aclarándolos en mutua referencia.

Esta dificultad inicial se verá reforzada por el convencimiento, este sí unánime, de que nos encontramos ante uno de los enconados problemas pendientes que preocupaban a los protagonistas de la transición española a la democracia. No es difícil, en efecto, constatar como signos de identidad de la Constitución de 1978 los intentos de resolver tres cuestiones: una configuración del Estado capaz de dar respuesta a insatisfechas tensiones nacionalistas, un enfoque del papel del ejército en una sociedad democrática y la históricamente identificada como cuestión religiosa.

En lo que a esta última se refiere podrá afirmarse, casi cuarenta años después, que la Constitución no ha hecho “desaparecer del todo el combate ideológico cuando lo que se discute es la regulación jurídica del factor religioso”. Reina a la vez el convencimiento de que “una convivencia política estable en España sólo será posible sobre la aceptación común de una concepción unívoca de la libertad religiosa, con todas sus implicaciones sociales y políticas”. No faltan sin embargo dictámenes más optimistas, junto a significativos términos medios.

En este peculiar contexto la búsqueda de la laicidad, a falta de presencia expresa en el texto constitucional, supondrá identificar un principio con un triple carácter: implícito y discutido pero, pese a ello, omnipresente. Hay quien la ha calificado de noción que, además de ambigua, equívoca e incluso inútil, resultaría hoy anacrónica; cabría identificarla, si acaso, con la cooperación sin descartar su abandono.

1. ¿Una Constitución Alternativa?

He dejado sentada desde el principio mi intención de ocuparme de un concreto artículo de nuestra Constitución. Es obvio que caben, lege ferenda, posibles textos alternativos. No faltan en efecto quienes adelantan su deseo de explorarlos ante cualquier oportunidad de reforma constitucional. Se genera, en el fondo, el dilema planteado por Rawls entre el consenso entrecruzado, fundamento de una razón pública, o el repliegue en un modus vivendi, propio de quienes llegan a un acuerdo “dispuestos a perseguir sus objetivos a expensas del otro y, si las condiciones cambiaran, así lo harían”. Me limitaré pues a analizar lo que la Constitución dice, dejando al margen elucubraciones sobre lo que no quiso decir.

Habrá pues que referirse a los que consideran obligado “reinterpretar la Constitución” con arreglo a sus presuntas “bases, incorporando a la reflexión los datos que ofrece el tiempo transcurrido”; aun reconociendo que “vendría a ser algo así como desandar el camino”, para recuperar una enigmática “tensión constitucional”.

No deja de resultar paradójico el fundamento de tal actitud, que se enlaza con el ya mítico consenso constitucional, característico de una transición democrática que algunos comienzan a considerar caducada. Se nos invita pues a pasar de lo que dice la Constitución a lo que, al parecer, habría dicho si hubiera podido; o sea, a los que algunos quisieran que dijera.

Se reconoce al “consenso constitucional” como “elemento informador de las soluciones constitucionales y también principio interpretativo de las prescripciones que contiene la Constitución”, pero considerando que “su aplicación es esencial para explicar el sentido de algunas soluciones constitucionales”, relativizándolas. Todo ello radicaría en el lastre derivado de que “el entramado del art. 16.3” soportaría unas “cautelas de índole política” que “el legislador constitucional, que busca el consenso en tema tan delicado”, no pudo evitar. Acabarían afectando a “la condición laica o neutral de un Estado separado de la Iglesia”, con “el riesgo de que actúen intereses dirigidos a rebajar el sentido de las prescripciones constitucionales”. Ello habría impedido llegar a “una declaración de laicidad técnicamente depurada, que es la propia de un Estado moderno respetuoso de la libertad y de la igualdad religiosas.” Nos salen pues ya al paso alusiones a una separación, un determinado concepto de laicidad y una igualdad religiosa, ajenas a la letra constitucional; al menos a la que yo he leído.

La consecuencia de todo ello sería que tales cautelas coyunturales, introducidas como “instrumentos adjetivos de un planteamiento constitucional que tiene el mérito de haber permitido superar un problema endémico en la sociedad española”, permitirían “la veleidad de sustantivizar lo que en la Constitución aparece sólo como un elemento secundario requerido por la sensata práctica del consenso y con arreglo al cual debe ser interpretado”.

El asunto acaba teniendo bastante que ver con el adecuado ajuste de las libertades, ideológica y religiosa -de las que nos habla la Constitución en el primer epígrafe del artículo 16- con la libertad de conciencia, de la que en ella no hay literal noticia. Al efecto se nos ofrecen dos claves interpretativas, no exentas de consecuencias.

Se nos reconocerá, por una parte, que “la libertad religiosa y la libertad de pensamiento -como también la libertad de conciencia- tienen una raíz común, pero objetos diferentes”. Para deslindarlos, se nos sugiere que “si a una fe religiosa se le quita la concepción ideológica y ética que puede producir, lo que le queda es el objeto estricto del derecho de libertad religiosa: el reconocimiento y garantía jurídicas de la libertad del acto de fe y del culto religioso correspondiente”.

En el enfoque alternativo la libertad de conciencia, ausente en el texto, se convierte en el elemento central, del que derivarían secundariamente las libertades ideológica y religiosa. Este nuevo angular no deja de tener repercusiones prácticas, que afectarán a los dos ámbitos problemáticos contemplados en él. En primer lugar, dentro del ámbito de la conciencia, no cabría justificar diferencia de trato entre ateísmo o agnosticismo y creencia religiosa. Consecuentemente, carecería también de sentido la prevista cooperación con las confesiones, salvo que se tratara al ateísmo como una creencia religiosa más. “El último grave fallo del artículo 16.3 de la Constitución consiste en limitarse a hablar de creencias religiosas, como si la cuestión se plantease, en términos de convivencia, sólo en el ámbito de la religión. Este texto debería haber añadido a esa expresión la frase o cualesquiera otras, a fin de proteger expresamente los derechos de quienes, no teniendo creencia religiosa alguna, deseen promover o manifestar con el soporte de los medios de difusión -especialmente los financiados por los Poderes Públicos- sus sistemas de creencias, convicciones o concepciones relativas al mundo y a la vida que sean irreligiosas o antirreligiosas”.

Resulta obvia la dependencia de esta receta de la supuesta primacía de la libertad de conciencia. Se ha apuntado con acierto que radicada “la esencia de la libertad religiosa en la esfera de la autodeterminación del individuo a través de la evolución de la conciencia” y convertida en “principio estatal”, cualquier “visión cosmológica de la existencia ‒ateísmo, agnosticismo o religión positiva‒ quedaría amparada por un derecho de libertad religiosa que impediría restricciones o manipulaciones de la conciencia personal”, a la vez que exigiría “un tratamiento de cualquier creencia bajo el parámetro de la igualdad”.

Una segunda consecuencia -ignorando la propia estructura del artículo 16 CE, cuyo tercer epígrafe se refiere a solo a las confesiones religiosas y no a los planteamientos ideológicos- será considerar rechazable que el mandato de cooperación establezca un tratamiento más positivo para las primeras que para los segundos. Se estaría obligando con ello a los poderes públicos “a mantener, sin posibilidad alguna de incurrir en dejación por su parte, una relación directa de colaboración con los grupos sociales institucionalizados” que “orientan específicamente su actuación a la persecución de fines religiosos”; “lo que no se predica, en proporción, respecto de los titulares asociados del derecho a la libertad ideológica”. Esta “decisión adoptada por el constituyente” se considera “más bien, tributaria de la consideración de la que se hacía merecedor el hecho religioso en el anterior sistema confesional”; “valoración positiva” que no podría “efectuarse en un Estado que se declare, al tiempo, laico”.

Todo ello sería, desde esta óptica, “reflejo de un constituyente que, al igual que en otras cuestiones, se mostró excesivamente cauto y trató de llegar a un equilibrio que, en la práctica, lleva más de treinta años resultando inestable”. Hasta el punto que se podría afirmar que, “en lo relativo a las relaciones entre los poderes públicos y las confesiones religiosas, nuestro país no ha completado la ‘transición’. Seguimos muy condicionados por un artículo en el que, aunque se apuesta por el carácter aconfesional del Estado, se aboga también por mantener relaciones de cooperación con las confesiones y, de manera singular, con la Iglesia Católica que es la única que aparece expresamente citada en el texto”.

La razón del problema radica, a ojos vista, en la dificultad de suscribir una laicidad positiva, que obliga a abandonar el viejo paradigma de la libertad religiosa entendida como libertad negativa, que no tendría otro alcance que la no intromisión de los poderes públicos en la privacidad religiosa. Desde luego “en un Estado hostil al fenómeno religioso, el aspecto positivo de la libertad religiosa tiene difícil salida”; mientras que “en un Estado promocionador del hecho religioso”, “la dimensión negativa de esta clase de libertad suele encontrar ciertos obstáculos”. De nuevo jugarán en el trasfondo dos elementos no explicitados en el texto constitucional: la libertad de conciencia y la igualdad religiosa.

La posible réplica pondrá en cuestión el argumento preferido por los planteamientos laicistas: su presunta neutralidad. El “Estado no puede confundir su radical incompetencia ante el acto de fe con aquellas formas de resolver el acto de fe de contenido negativo, agnóstico o indiferente”. Cuando el Estado “decide ser ateo, agnóstico o indiferente -formas diversas de laicidad decimonónica- está coaccionando o sustituyendo a sus ciudadanos, “puesto que definirse ateo, agnóstico o indiferente implica plantearse la competencia ante la fe y resolverla mediante un acto de ateísmo, agnosticismo o indiferentismo”.

Esta cuestionable neutralidad igualitaria tendría como corolario la propuesta de someter a las confesiones religiosas al derecho común, descartando posibles Acuerdos o cualquier otra fórmula de cooperación, que es precisamente el objetivo que protagoniza de modo explícito el artículo 13.3 CE. Por el contrario, lo que la Constitución con claridad señala para las confesiones es “un tratamiento jurídico específico y favorable. Es decir, la cooperación implica, por definición, una excepción a las normas generalmente aplicables. Éste ha de ser criterio hermenéutico necesario para la interpretación de la normativa concordada con la Santa Sede, los acuerdos con otras confesiones, y en general las posibilidades de cooperación del Estado con el hecho social religioso”. Se comprende que haya quien discrepe, por entender que se estaría separando al derecho de libertad religiosa “indebidamente del derecho de libertad ideológica”. Resulta coherente por lo demás que se anime a “enfrentar la reforma constitucional”, por obligada.

Parentesco con la pretendida neutralidad laicista guardan algunas referencias a la tolerancia. No viene mal pues recordar la diferencia entre ella y la justicia. Mientras esta invita a reconocer a cada uno lo que es suyo, su derecho, la tolerancia exhorta a respetar al vecino, en aras de su dignidad personal, en aquello que no ha generado propiamente un derecho; salvo que reconozcamos condición jurídica al derecho a equivocarse o a comportarse de modo considerado inadecuado. De ahí que la idea de tolerancia haya sido vinculada al rechazo de lo intolerable, aspecto que el entusiasmo por la tolerancia puede llevar a veces a olvidar. Desde ese punto de vista, he expresado más de una vez -como creyente, titular de un derecho fundamental a la libertad religiosa- mi decisión de no tolerar que me toleren.

Se nos dirá, por ejemplo, que en “una sociedad democrática la laicidad implica tolerancia de creencias, que es lo contrario de una sociedad fundamentalista. En el Estado laico, las creencias religiosas y cosmovisiones metafísicas se localizan en el ámbito privado; forman parte del derecho a la libertad ideológica y de conciencia, que alberga la libre profesión de creencias, pero también el agnosticismo y las ideas antirreligiosas”.

En no pocas ocasiones, este repliegue laicista de la religión a lo privado no llega a disimular el afán de llegar a hacer decir a la Constitución lo que no quiso. Habría que “salir al paso del asentamiento de una fórmula que favorece el tratamiento específico del factor religioso frente a lo ideológico” y al intento de convertir a la cooperación en “elemento principal”; “los dos componentes nucleares del sistema” serían “libertad de conciencia y laicidad”, entendida en clave laicista, con lo que se diluiría “la presión de la neutralidad y se propicia la inclusión de intereses específicamente religiosos en el conjunto de las obligaciones que corresponden a los poderes públicos”. Curiosamente ninguno de los conceptos que hemos resaltado figura en el texto constitucional.

2. Quién es laico

El término laico aparece cargado de una doble dimensión semántica, en ambos casos negativa. La primera se refiere a individuos y es, paradójicamente, de origen clerical. Se consideran laicos, en las confesiones cristianas, a quienes no son clérigos: los fieles corrientes, que no habrían recibido las órdenes sagradas. La segunda se refiere a Estados, entendiendo -con sabor decimonónico- como laicos a los que evitan toda contaminación con elementos religiosos; respecto a los que pueden llegar a mantener una actitud rayana en la hostilidad.

La primera acepción resulta fiel a su raíz griega. Laico procedería del término laos, que expresa una determinada versión de pueblo ajena a lo institucional (demos). Identificaría por tanto al pueblo llano, sin connotaciones oficiales. De ahí que pasara al latín no como laicus sino como pebleius. Desde esta perspectiva habría sido acertado considerar como Estado laico al que no complica la vida a los laicos. Hoy por hoy, en perspectiva individual, el laico sería simplemente -o nada menos que- un ciudadano; aunque, al secularizarse el término, pueda entenderse por tal al no contaminado con elementos religiosos, o que incluso se muestra hostil a su presencia pública.

La dimensión negativa de la laicidad vendrá en ambos casos de la mano del clericalismo. El que no es clérigo puede acabar viéndose tratado -con excesiva fidelidad a la parábola- como una oveja del rebaño; incluso en el ámbito de lo temporal, que le es propio. Como veremos, puede acabar siendo también víctima de un clericalismo civil, cuya querencia totalitaria le invita a tratar al ciudadano como mero súbdito. En consecuencia, el Estado se apropia de lo público sin respetar la dimensión social de la actividad de los ciudadanos; que incluye la expresión de sus creencias religiosas y la comunitaria prestación de culto público, contempladas por nuestra Constitución.

En esa línea se proyecta la mentalidad laicista, que tiende a establecer una drástica frontera entre lo público y lo privado, confinando en este último ámbito cualquier manifestación religiosa. Su artificiosidad es notoria. La libertad religiosa constitucionalmente aparece, como otras, “vinculada a la libertad de asociación”, con una dimensión colectiva “que no puede recluirse” en “la esfera privada de las personas. Esto nos llevará a cuestionar la tesis de la privatización con la que frecuentemente se ha traducido la laicidad, como si el muro de separación entre lo político y lo religioso coincidiera con la división entre público y privado”. Se trata, sin duda, de “uno de los motivos de conflicto entre interpretaciones discrepantes sobre el alcance político de la libertad religiosa”.

No ha faltado quien -haciendo alarde de sentido común, aun suscribiendo el laicismo – reconozca que “muchos laicistas se aferran a un imposible político: a reducir la religión al mundo de lo privado”. A su juicio, el “problema no es si tiene expresión pública sino cuál”. “No tiene sentido apostar por un modelo laico donde la religión queda reducida a la conciencia individual y donde el espacio público sea un espacio incontaminado porque no aparece nunca ningún símbolo religioso”.

Por otra parte, un sereno conocimiento histórico lleva a constatar que la laicidad es una aportación cristiana. El “dad al césar que es del césar y a Dios lo que es de Dios” surge innovadoramente en un contexto generalizado de fusión de lo político con lo religioso, que generó no pocos mártires; empezando por su autor. Bien es cierto que “al mismo tiempo, el cristianismo afirma la supremacía de lo espiritual respecto a lo temporal y la consiguiente relativización del poder político, esto es, la subordinación de ese poder a criterios -superiores e independientes- de verdad moral, de derecho natural, de justicia, y también de tipo escatológico. Por estas razones, el cristianismo se erigió en condición de posibilidad para el desarrollo de una cultura política laica y, como veremos, por muy paradójico que pueda parecer, sigue siendo todavía hoy su garante”. Es también obvio -como se ha apuntado compartiéndolo- que las “grandes religiones tienen que apropiarse de los fundamentos normativos del Estado liberal aun cuando exista, de nuevo bajo sus propias premisas, un vínculo genealógico entre ambos (tal como sucede en el caso de la tradición judeo-cristiana)”.

En efecto, la “paradoja cristiana radica en el hecho de que el cristianismo afirma la intrínseca bondad, racionalidad y autonomía de las realidades terrenas: no las somete, por tanto, a la esfera religiosa, desde un punto de vista gnoseológico, metafísico y práctico. Sin embargo, al mismo tiempo contempla estas realidades terrenas como necesitadas de que una verdad superior las ilumine y necesitadas de redención”. No viene mal esta aclaración, dado el incierto contenido del término Estado laico, cuya “elasticidad” lo “ha convertido en un verdadero cajón de sastre, en el que cabe toda guisa de relaciones imaginables entre sociedad política y sociedad religiosa: desde el Estado hostil a la religión al Estado amistosamente cooperador y promocionador de los grupos religiosos”.

La laicidad permite poner freno a cualquier deriva totalitaria del laicismo. Más que pretender manejarla como “un concepto en gran medida técnico, y propio del lenguaje jurídico”, que cabría explicar “como se podría definir la hipoteca”, conviene resaltar cómo con frecuencia “en el debate de la laicidad hoy lo que está en juego es el rechazo a priori de una ética en la vida pública que tenga origen religioso”. La “grandeza, verdad y perenne validez” de la laicidad “residen justamente en su carácter antitotalitario o, lo que es lo mismo, en el principio de la subordinación del poder político a criterios morales externos, independientes, superiores, y en especial a criterios de justicia, que entrañan la importante particularidad de que no se encuentran a la libre disposición de quienes ejercen el poder político”.

No faltará, sin embargo, quien no se arredre a la hora de plantear una apología del laicismo, al considerarlo “un principio indisociable de un sistema político verdaderamente democrático”. De ahí que le parezca “sorprendente que multitud de gentes, y a veces muy cultivadas, ignoren realmente su esencia y sus consecuencias”. El principio laicista, postularía, “en cuanto señal y cifra de la modernidad como hito histórico irreversible del autoconocimiento y la autoliberación del ser humano, la protección de la conciencia libre del individuo y de su privacidad, desalojando radicalmente de la res publica toda pretensión de instaurar en ella un régimen normativo privilegiado a favor de cualquier fe religiosa que aspira a institucionalizarse en forma de ente público”.

En realidad, así como en la conversión de la libertad religiosa de los ciudadanos en centro de gravedad del problema radica el auténtico eje de la laicidad, la consideración del Estado como laico deriva del reconocimiento de la autonomía de lo temporal. Se ha podido pues afirmar que “es sencillamente una consecuencia del carácter profano y no sacro de la realidad estatal. El Estado, como realidad del orden natural, es por su misma naturaleza laico, en el sentido de que está sometido a sus propias leyes, como lo están igualmente las demás realidades del orden natural”; todo Estado sería pues “naturalmente un Estado laico, no confesional”. “La laicidad del Estado no es entonces una cualidad negativa del Estado para oponerse a la religión o para luchar contra ella de un modo más o menos confesado, sino que es sencillamente la consecuencia natural de lo que el Estado mismo es”.

La laicidad sería pues una característica adjudicable al Estado español, mientras que “la aconfesionalidad por ser negativa” o la “neutralidad por ser parcial, no expresan en su totalidad el ser y actuar del Estado respecto de las creencias ideológicas y religiosas; carácter que” “sí puede quedar comprendido bajo el término Estado laico”. Es obvio, por otra parte, que la problematizada neutralidad nunca podría ser absoluta en sociedades crecientemente multiculturales; en la nuestra, por el juego de la cláusula de orden público, recogida por el mismo artículo 16 CE, -en su epígrafe primero- como único límite a las libertades que ampara.

En todo caso, para que tal laicidad pueda considerarse realmente positiva será decisivo, como vimos, que la garantía del derecho de libertad religiosa se convierta de modo efectivo en el centro de gravedad del sistema. De lo contrario podría quedar reducida a retórica, siendo los ciudadanos víctimas de un clericalismo compartido, que reduciría todo a consensuar un modus vivendi entre el Estado y las iglesias. Mientras que se alcanza tal proeza en las cumbres del sinaí político, los ciudadanos (súbditos-ovejas en realidad) aguardarían al pie de la montaña la respuesta al qué hay de lo mío.

La clave del asunto consistirá pues en que el Estado renuncie a apropiarse de lo social y pase a respetarlo. Así ocurre con otras manifestaciones sociales, como el deporte, y sería deseable que ocurriera también con la cultura. Respeto en modo alguno incompatible con una cooperación no discriminatoria. Siendo la laicidad el fundamento de dicha cooperación, no tiene demasiado sentido sugerir que “los principios de igualdad y laicidad deberían operar como límite del principio de cooperación”.

Por el contrario, se puede afirmar que “la laicidad ya no es el calificativo religioso del Estado, sino el calificativo estatal de la regulación jurídica del factor religioso, entendido y tratado exclusivamente como factor social que forma parte también del bien común”. Por eso nuestro Estado está “obligado a considerar como un factor social específico las creencias religiosas de la sociedad española”.

3. Laicidad positiva. La stc 46/2001, de 15 de febrero

“El término laicidad ‘positiva’ se ha utilizado en la doctrina española e italiana para referirse al Estado que debe colaborar con las Confesiones religiosas. Esta manera de entender la laicidad deja a las claras su oposición frente al laicismo”. Arquetípica al respecto resultará la Sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante STC) 46/2001, de 15 de febrero. Con cita de sentencias anteriores nos indicará que “el art. 16.3 de la Constitución, tras formular una declaración de neutralidad (SSTC 340/1993, de 16 de noviembre, y 177/1996, de 11 de noviembre), considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener ‘las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones’, introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva que ‘veda cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales’ (STC 177/1996)”.

La dimensión positiva de nuestra laicidad constitucional queda en seguida de relieve, al señalarse que respecto a las actividades religiosas “se exige a los poderes públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar asistencial o prestacional”. La libertad religiosa deja pues de considerarse como mera libertad negativa, sin otro eco en los poderes públicos que el veto a cualquier injerencia, para poder convertirse en un peculiar derecho de prestación, como consecuencia del establecido compromiso de cooperación con las confesiones. Por otra parte, en un contexto menos técnico, se podrá insinuar que si hay una laicidad positiva es porque hay otra negativa: la propia de los planteamientos laicistas opuestos a dicha cooperación.

En todo caso, uno y otro punto de vista abren el debate sobre la existencia de un Estado que, declarándose aconfesional, exhibe una consideración positiva del factor religioso, hasta el punto de que la equiparación entre la libertad ideológica y la religiosa en los dos primeros epígrafes del artículo 16 CE desaparece en el epígrafe tercero. Aunque se distinga entre la valoración positiva del “hecho religioso” y la del “derecho fundamental de libertad religiosa”, parece claro que “en la práctica, es muy difícil deslindar la promoción de la libertad religiosa y la promoción de lo religioso”, dado que “cualquier medida de ordenamiento favorable al factor religioso puede interpretarse en clave de libertad religiosa”.

Intentando encontrar la clave de esta peculiar especifidad de trato, se ha apuntado al “interés del legislador en garantizar cierta unidad cultural del país con el paso del tiempo. El Estado se ofrece para cooperar con las confesiones religiosas en general y con la Iglesia católica en particular de modo que se configura una laicidad que no es indiferente ni neutra frente a la religión, sino que considera que lo religioso es un fenómeno importante cuya tutela requiere la intervención garantista de las instituciones”. En esto consistiría “lo que se ha dado en llamar la laicidad positiva”. No se ha descartado tampoco una dimensión más personal que colectiva. Si “el Estado tiene en cuenta las creencias religiosas significa que valora el hecho religioso como positivo, en cuanto que éste contribuye al desarrollo integral de la persona”.

En cualquier caso, el “Estado actúa ante el factor religioso sólo como Estado o, lo que es lo mismo, laicamente y no como sujeto de fe, cuando considera lo religioso exclusivamente como factor social específico y procede en consecuencia”. Lo religioso sería “entendido y tratado exclusivamente como factor social que forma parte también del bien común”. Habrá sin embargo quien vuelva a mostrarse reticente ante este argumento, si se interpreta “en el sentido de que, sólo el fenómeno religioso forma parte del bien común”, y en consecuencia “las creencias religiosas merecen una mayor protección que las no religiosas”.

Cierta querencia hacia posturas laicistas no deja de resultar lógica, ya que la ausencia de sensibilidad para lo sobrenatural inclina a interpretar toda influencia social en clave de poder. Se olvida así la distinción clásica entre potestas y auctoritas; mientras la primera implica una habilitación para ejercer acciones coercitivas, la segunda es fruto de la positiva acogida social a unas propuestas como fruto del prestigio personal o la autoridad moral. “Poder alude siempre a superioridad y dominación e implica siempre la existencia de alguien subordinado y que obedece. El poder religioso domina sobre el fiel; el secular sobre el súbdito”. Partiendo de esta perspectiva, una iglesia, sobre todo cuando es de modo acusado socialmente mayoritaria, puede aparecer como una amenaza para quien aspira a imponer totalmente su poder.

Aun sin llegar a tales extremos, la laicidad positiva suscitará dudas entre quienes suscriben la propuesta laicista esgrimiendo una presunta neutralidad, que lleva a recelar de la influencia eclesiástica. Aun sin llegar a la hostilidad, la laicidad positiva resulta así de difícil digestión. “La laicidad del Estado supone que éste no deba establecer una valoración favorable ni desfavorable de ciertas creencias, o incluso del propio hecho de creer en Dios (aspectos que en todo caso le toca valorar a la propia religión, a la filosofía, a la psicología o alguna otra dimensión del saber humano)”. En todo caso, “la percepción que el Estado formula del hecho religioso es indispensable para determinar el verdadero cariz de neutralidad con que se va a presentar”; “mientras que en la laicidad existe una valoración positiva, o bien social y enteramente neutral del hecho religioso, en el laicismo, en cambio, su valoración inicial es eminentemente privatista y habitualmente negativa”; lo que obliga a distinguir entre “un Estado neutral” y uno “neutralizador”.

La crítica respecto a los defensores de una solo presunta neutralidad se ha generalizado desde autores libres de toda sospecha. La llamada Plataforma por una Sociedad Laica, por ejemplo, constituiría “un buen ejemplo de lo que podríamos denominar laicismo neutralizador del factor religioso”. Se llegó incluso a diagnosticar “una transposición de la religiosidad popular extraeclesiástica hacia un tipo de lo que podríamos definir religiosidad laica roja, que implicaría una “religiosización de políticas ateas” con aires de “sacralización”.

Se han estudiado en España con especial detenimiento actitudes dudosamente neutrales en el ámbito socialista, que se han atribuido a la concepción dominante en “la cultura socialista, para la cual la religión es un asunto privado”. Esto contrasta con una apreciación sociológica de hace años sobre “la gran base electoral católica del PSOE; según los estudios electorales existentes, el PSOE depende totalmente del voto católico, y el porcentaje de este voto es mucho mayor que el perteneciente al grupo de los indiferentes, agnósticos y ateos. Incluso el grupo de ‘católicos practicantes’ es mayor que el de ‘indiferentes, agnósticos y ateos’ en los votantes socialistas.

No es extraño que se haya dictaminado que no se puede hablar de neutralidad estatal cuando “toma como propia una ideología, una concepción de la existencia, que pretende imponer desde el poder desconociendo los derechos de las minorías, e incluso, en no pocas ocasiones, de la misma mayoría”. Más bien parece “evidente que este concepto de laicidad, que hoy es más propio denominar laicista para distinguirlo del sentido moderno, deriva en una singular religiofobia”.

La presión de una presunta neutralidad así entendida genera un fenómeno que he calificado de laicismo autoasumido; empuja a los creyentes a recluirse en lo privado, ante el temor de ser acusados -por ser mayoría- de imponer sus convicciones a los demás. El católico español acaba así encontrándose en una situación embarazosa cada vez que intenta “terciar en el debate social”; aunque utilice “argumentos rigurosamente laicos” y no invoque “en ningún momento a Dios”, sus “tesis serán tachadas sistemáticamente de confesionales”. Por el contrario, sus adversarios “creen no tener creencias”; el “ateo típico considera la inexistencia de Dios, la ausencia de cualquier propósito o plan en la creación, la aniquilación de la conciencia en la muerte física, etc., no como opiniones filosóficas suyas, sino como la expresión del ‘sentido común’ neutral, universal, accesible a todos (salvo a esos pintorescos creyentes religiosos, instalados todavía en el pensamiento mágico). El ateo medio cree no creer nada: está convencido de que él no cree, sino que sabe. En la medida en que considera sus tesis materialistas como conocimientos (y no como creencias), no se siente obligado a hacer abstracción de ellas cuando participa en debates morales o jurídicos-políticos”.

Una buena cura de urgencia ofrece la propuesta del Habermas postsecular, en su contraposición de naturalismo y religión. De ahí que se señalara que sería conveniente “explorar las posibilidades de la propuesta habermasiana en nuestro país para mejorar la convivencia y el diálogo entre laicistas que no son religiosos y católicos”; parecerá, en consecuencia, interesante la aparición de “una laicidad de reconocimiento del rol positivo que ejercen las comunidades religiosas en la vida pública y el establecimiento de una política estatal de cooperación con las mismas”.

La inclusión de la cooperación en la laicidad positiva ha llevado por otra parte, a involucrar al artículo 9.2 CE en la argumentación. Parece lógico que ello ocurra, tras el paso de la religiosa como libertad negativa, que solo exige no injerencia, a convertirse en libertad positiva con pretensiones prestacionales. Se evoca con facilidad un artículo según el cual, como es sabido, corresponde “a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”. La propia STC 46/2001 lo ha hecho con generosidad, no consciente quizá de posibles derivas interpretativas.

Se comprende pues que haya quien afirme que la “igualdad material aparece contenida en el art. 9.2 de la CE”; “su logro constituye el contenido del mandato dirigido a los poderes públicos que con su intervención deben hacer posible el ejercicio de la libertad religiosa a todas las personas. Es aquí donde encuentra su fundamento normativo la llamada neutralidad o laicidad positiva”. Con ello se minusvaloran sin embargo aspectos nada irrelevantes. No concedo mayor importancia a que el citado artículo fuera en su día acogido con cierto recelo, dado que su procedencia italiana llevó a vincularlo con el uso alternativo del derecho, entonces de moda. Más significativo sería que emparentaba a la laicidad positiva con la norteamericana affirmative action y su búsqueda de paridad en el trato a minorías marginadas. Su juego, de notable impacto en nuestra jurisprudencia constitucional sobre discriminación por razón de sexo, no tiene nada que ver con lo sugerido a los mismos poderes públicos en el artículo 16.3 CE.

No faltará en consecuencia quien se extravíe por esa equivocada paritaria vía. El problema residiría “en cifrar el sentido y alcance de esta dimensión positiva de la libertad religiosa, de manera que la colaboración material de los poderes públicos se desarrolle de una manera paritaria en el fomento de las libertades públicas”. Sin embargo, “el hecho evidente es que esta dimensión positiva de la libertad religiosa tiene en la Constitución un expreso y exclusivo cauce de desarrollo y promoción -las relaciones de cooperación del artículo 16,3-, que no aparece en la regulación de otras libertades, a pesar de que el ejercicio de las mismas demandan la necesidad de la intervención material del Estado”. Tan cierto como que olvidarlo llevará a malentender la articulación de la cooperación imperada por su artículo 16.3 CE, como habrá ocasión de comprobar.

4. Cooperación. La stc 34/2011, de 28 de marzo

Ha cambiado, por tanto, el concepto de laicidad apartándose de la connotación negativa decimonónica de impronta francesa. La laicidad positiva inseparable de la cooperación en modo alguno puede servirle de límite, aunque haya quien se mantenga reticente. El balance, sin embargo, parece claro. “La Constitución valora positivamente el ejercicio de la libertad religiosa como valora positivamente el ejercicio de cualquiera otra libertad. Pero en el caso específico de la libertad religiosa no lo hace sólo de un modo genérico, sino que dedica una parte de su normativa constitucional acerca de esta libertad a ordenar expresamente una cooperación por parte de los poderes públicos”. Sin grandes entusiasmos se constatará que, aunque parezca complejo, nos encontramos ante “un mandato a los poderes públicos: el de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. No se trata de algo potestativo, sino de un verdadero mandato legal asentado sobre un supuesto dato sociológico que la Constitución incorpora”.

Se ha señalado como significativo que “el principio de cooperación apareciera ya, prácticamente con la misma redacción que la vigente, en el borrador de la Constitución elaborado en marzo de 1978. Dicho texto fue superando, inalterado, las distintas etapas por las que pasó el texto constitucional”. Todo ello acabará considerándose constitucionalmente compatible con los afanes de neutralidad. Es “precisamente el elemento cambiante de la neutralidad el que ha transformado el sentido de la laicidad de negativa a positiva”.

Ilustrativa al respecto resultará -siguiendo la estela de la resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la caso Lautsi contra Italia – la STC 34/2011. Da respuesta al recurso de amparo de un abogado que considera que su colegio profesional sevillano vulnera objetivamente la Constitución y, de resultas, lesiona subjetivamente su derecho como no creyente al tratarle desigualmente; en sus estatutos, tras declararse “aconfesional”, reconoce que “por secular tradición tiene por Patrona a la Santísima Virgen María, en el Misterio de su Concepción Inmaculada”.

El Tribunal Constitucional recordará al respecto que en “su dimensión objetiva, la libertad religiosa comporta una doble exigencia, a que se refiere el art. 16.3 CE: primero, la de neutralidad de los poderes públicos, ínsita en la aconfesionalidad del Estado; segundo, el mantenimiento de relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas confesiones”.

En consecuencia, el Tribunal considerará obligado “dilucidar dos aspectos: primero, si el Colegio de Abogados de Sevilla está constitucionalmente obligado a la neutralidad religiosa y, en caso de ser así, si la norma estatutaria controvertida tiene una significación incompatible con ese deber” Admite que a la primera cuestión “ha de responderse afirmativamente”, ya que “todas las instituciones públicas han de ser ideológicamente neutrales” y “los colegios profesionales” son “corporaciones de derecho público”.

Entra en juego a continuación la dimensión comunitaria del problema. Ya en los primeros compases del artículo 16 CE se descarta una incidencia meramente individual del derecho de libertad religiosa y de culto, pues se lo reconoce no solo al ciudadano sino también a “las comunidades”; de hecho dos epígrafes más abajo serán las confesiones religiosas las protagonistas.

El Tribunal se adentra en la cuestión constatando que “es propio de todo ente o institución adoptar signos de identidad que contribuyan a dotarle de un carácter integrador ad intra y recognocible ad extra, tales como la denominación -elemento de individualización por excelencia-”, pero también “los emblemas, escudos, banderas, himnos, alegorías, divisas, lemas, conmemoraciones y otros”, “entre los que pueden encontrarse, eventualmente, los patronazgos, en su origen propios de aquellas confesiones cristianas que creen en la intercesión de los santos y a cuya mediación se acogen los miembros de un determinado colectivo”. Por si fuera poco, “cuando una religión es mayoritaria en una sociedad sus símbolos comparten la historia política y cultural de ésta, lo que origina que no pocos elementos representativos de los entes territoriales, corporaciones e instituciones públicas tengan una connotación religiosa”.

Enlaza así con facilidad con la doctrina sentada en Estrasburgo con ocasión del caso Lautsi contra Italia. En este una ciudadana de origen finlandés reclama la retirada de los crucifijos de las escuelas públicas por considerar tal presencia traumática para su retoño. Tras verse amparada unánimemente por el veredicto de una Sala, el fallo cambiará de signo cuando quien juzga en plenario es la Gran Sala, que decide por amplia mayoría lo contrario. Considera en efecto que “la percepción subjetiva del reclamante por sí sola no basta para caracterizar una violación del derecho invocado”. El Constitucional español abundará en ello: “todo signo identitario es el resultado de una convención social y tiene sentido en tanto se lo da el consenso colectivo; por tanto, no resulta suficiente que quien pida su supresión le atribuya un significado religioso incompatible con el deber de neutralidad religiosa, ya que sobre la valoración individual y subjetiva de su significado debe prevalecer la comúnmente aceptada, pues lo contrario supondría vaciar de contenido el sentido de los símbolos, que siempre es social”.

Por otra parte, apuntará que “debemos tomar en consideración no tanto el origen del signo o símbolo como su percepción en el tiempo presente, pues en una sociedad en la que se ha producido un evidente proceso de secularización es indudable que muchos símbolos religiosos han pasado a ser, según el contexto concreto del caso, predominantemente culturales aunque esto no excluya que para los creyentes siga operando su significado religioso”. Se apoyará en la STC 19/1985, de 13 de febrero, que lo ejemplifica en “el descanso semanal”; es hoy “una institución secular y laboral, que si comprende el domingo como regla general” es “porque este día de la semana es el consagrado por la tradición” (F, 4). El argumento no resulta inmune a la crítica.

La única salvedad, puesta ya de relieve en sentencia anterior, es que “se garantice la libertad de cada miembro para decidir en conciencia si desea o no tomar parte en actos de esa naturaleza”; “nada de esto ha ocurrido en el presente caso, en el que ni aun siquiera a efectos dialécticos ha sostenido el recurrente que venga obligado a participar en eventuales actos de contenido religioso en los que el Colegio de Abogados de Sevilla pudiera hacerse presente.

La fundamentación acude finalmente a un argumento netamente civil. “La posibilidad de que la corporación asuma signos de identidad” que fueran “en su origen propios de una u otra confesión o de ninguna, es algo que sólo a la corporación corresponde decidir democráticamente (art. 36 CE)”. Lo hará “considerando cuáles son las señas de identidad que de forma más oportuna o conveniente cumplen la función integradora o representativa buscada”; o sea la que “lisa y llanamente, satisface o responde mejor a las sensibilidades y preferencias de diversa índole de quienes con su voto mayoritario contribuyan a la aprobación de los elementos representativos de la institución”.

Todo el razonamiento invita a entender que el “tener en cuenta las creencias” del artículo 16.3 remite a un trasfondo sociológico, que no dejará de suscitar nuevo debate. Se apuntará, por ejemplo, que “en Estados como la República Federal de Alemania” se considera que “el único criterio que puede adoptar un Estado neutral en materia religiosa respecto de las confesiones es el criterio sociológico, renunciando a juzgar su status jurídico según criterios teológicos de la seriedad o la dignidad de su doctrina, entendiéndose que queda así suprimido el carácter privilegiado del estatuto de las grandes iglesias, porque cualquier otra confesión tiene acceso a él”. Habrá, sin embargo, quien sugiera que nuestro articulado constitucional estaría informado por un “principio de confesionalidad histórico sociológica, lo que, evidentemente, pone en guardia sobre su constitucionalidad”.

Si antes se pretendía remitir el trato con las confesiones a la legalidad general asociativa, ahora se propondrá una equiparación “legal de las confesiones religiosas españolas en el orden jurídico, fiscal e institucional”, “con el objetivo de que la Iglesia católica deje ya de ser el modelo único a seguir y se convierta en una de las formas de un modelo legal único para todas las iglesias”.

Lo que queda constitucionalmente fuera de discusión es que la cooperación no se podrá mantener necesariamente con las más de mil entidades religiosas inscritas; se “impone a los poderes públicos un mandato de cooperación en relación con aquéllas que, estando ya inscritas en el Registro, por su ámbito y número de creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en España”. Habrá quien considere que “se pretende utilizar a estas confesiones minoritarias como coartada para disimular la situación de privilegio de la Iglesia católica, extendiendo a ellas esos mismos privilegios, so pretexto del principio de igualdad”.

La verdad es que no tiene mucho sentido tachar de confesional, de modo individual o múltiple, a lo que es el mero resultado de tener en cuenta las creencias de una sociedad plural y diversa. Intentar reflejarla en una normativa genérica difícilmente podría traducir esa realidad social adecuadamente. Resulta significativo al respecto que se haya criticado precisamente la escasa variedad existente en el contenido de las leyes de 1992 destinadas a regular la cooperación con entidades religiosas tan dispares como las evangélicas, judías e islámicas. Los críticos, sin embargo, no parecen animados a tenerlo en cuenta: el “concepto de ‘notorio arraigo’ ha tenido una serie de consecuencias que sólo con benevolencia pueden ser calificadas como ‘nefastas’. Se trata de un concepto jurídico indeterminado, que introduce un enorme riesgo de discrecionalidad y arbitrariedad en la actuación de la Administración, y que incluso puede llegar a consolidar un modelo de Estado ‘pluriconfesional’ por la vía de los hechos”.

5. Igualdad consiguiente

Debemos aún ocuparnos de otro de los términos que, aun ajenos a la letra del artículo 16 CE, tienden a cobrar protagonismo en el debate sobre su alcance: la igualdad. Es bien sabido que tal principio figura ya en las primeras líneas de la Constitución española como uno de los “valores superiores de su ordenamiento jurídico”; acompañando por cierto, entre otros, al “pluralismo político”. No deja de resultar llamativo que, equiparadas la libertad ideológica y religiosa en los primeros epígrafes del artículo 16 CE, a nadie se le ocurra reivindicar una igualdad ideológica, que sonaría incompatible con el pluralismo, mientras que la reclamación de una mayor igualdad religiosa se convierta en tópica desde determinadas perspectivas. Tampoco se exige que los poderes públicos hayan de igualar paritariamente sus ayudas a todos los partidos políticos y sindicatos, sin necesidad de que ello sea expresamente indicado por el texto constitucional, que sí explicita cómo ha de entenderse la cooperación con las confesiones: la consiguiente a “las creencias de la sociedad española”, con la dimensión comunitaria ya apuntada, a la que no falta respaldo en los tratados europeos.

Una vez más resulta de interés el planteamiento de Rawls. Considera el juego de la igualdad como clave de la obligada neutralidad del Estado ante las diferentes doctrinas comprehensivas. Aun partiendo de una drástica separación entre poderes públicos y confesiones, ajena al modelo español, lo decisivo sería suscribir una “neutralidad de propósitos”. Fiel a ella, “el Estado debe abstenerse de cualquier actividad que favorezca o promueva cualquier doctrina comprehensiva particular en detrimento de otras, o de prestar más asistencia a quienes la abracen”, dando así paso a un dirigismo ideológico o religioso. Estima, en todo caso, imposible para la “estructura básica” deje de “tener importantes efectos e influencias en la selección de las doctrinas comprehensivas duraderas y capaces de ganar adeptos con el transcurso del tiempo; y es inútil tratar de compensar esos efectos e influencias, o incluso tratar de averiguar, con fines políticos, su alcance y su profundidad. Debemos aceptar los hechos de la sociología política de sentido común”.

En el caso español el debate va a girar sobre los criterios adecuados para calibrar la igualdad en la cooperación con las confesiones. Si se parte de que “el objetivo de la laicidad no es secularizar la sociedad sino garantizar la igualdad de los ciudadanos con independencia de su religión”, la “dificultad radica en establecer cómo debe garantizarse esta igualdad: o bien mediante unas instituciones ‘ciegas’ para lo religioso, o bien con arreglos institucionales que promuevan acuerdos específicos con las religiones sean estas mayoritarias o minoritarias”.

La respuesta constitucional al dilema no es difícil, dado el descarte de un laicismo nada neutral. “¡La antinomia y la negación de algo -en este caso, de la religión y de toda creencia teísta- nunca son una actitud ‘neutral’! ¡El ateísmo o el agnosticismo no constituyen, respecto a la religión, posiciones neutrales! En esta materia, representan posturas extremas y sumamente parciales, porque entrañan, según los casos, la negación de la verdad, del valor y de la relevancia existencial de toda religión, y en ocasiones incluso la afirmación de su índole nociva”. En cualquier caso, “una actitud política neutral no puede cerrar los ojos ante una religión que se presenta como hecho cultural tradicional o mayoritario en una determinada nación”.

Desde la perspectiva laicista, por el contrario, “la libertad religiosa, más que significar el derecho del ciudadano a ejercitar su religión conforme a los dictados de su propia conciencia y con los únicos límites que marque el respeto del orden y de la moralidad pública, equivaldría a la libertad -o liberación- que el Estado y la esfera pública lograrían de la religión y de su influjo”. Esta “concepción ‘laicista’ de la laicidad constituye una forma -negativa, por decirlo así- de integrismo”. Tiende a “anular la distinción entre poder y moralidad”, al “excluir, al menos implícitamente, el hecho de que existan criterios de valor objetivos, independientes del ejercicio práctico del poder político, según los cuales pueda enjuiciarse el ejercicio del poder.”.

El propio texto de la Constitución confirma el peculiar tener en cuenta el factor religioso, descartando que pueda considerarse vulnerador de la igualdad. Las críticas al respecto han de entenderse como rechazo de la opción constitucional. Se ven contrapesadas por la actitud más comprensiva de los que, siguiendo a Habermas, se muestran sensibles a “los límites de la modernidad y anhelan el complemento que pudieran aportar las religiones”. “No es que afirmen la realidad que se esconde tras las promesas religiosas, pero consideran que es difícil no interrogarse acerca de las consecuencias para la vida humana de vivir sin religión”.

Se sugerirá pues un criterio cuantitativo, que no dejará de plantear dificultades. “No todas las confesiones tienen las mismas necesidades; por eso, a partir de la definición de una cooperación aplicable a todas ellas, se puede conceder un tratamiento distinto. Pero lo que no resulta admisible es extender unas fórmulas a unas confesiones y negárselas a otras. Cabría, como mucho, admitir la diferencia cuantitativa, pero no la cualitativa”. No soluciona el problema optar por unas “actividades positivas” de los poderes públicos, “para hacer posible el efectivo ejercicio de la libertad a todos por igual”; porque lo que se pretende definir acaba entrando en la definición. Si se entendiese por igual un tratamiento paritario, se ignorarían las creencias vigentes en la sociedad. En realidad “la igualdad solamente se consigue cuando las distintas confesiones religiosas reciben un tratamiento específico por parte del legislador adaptado a sus peculiaridades”; parece obvio que cada confesión religiosa constituye un fenómeno peculiar, por lo que sería preciso adoptar una igualdad de proporcionalidad.

A la hora de llevarla a la práctica podrá planear siempre la sospecha de discriminación. “Si de lo que se trata es de facilitar el ejercicio de la libertad religiosa no se entiende por qué la firma de Acuerdos con rango de ley necesita cumplir el requisito del notorio arraigo, que por muchos esfuerzos que se hayan hecho desde la Administración para interpretarlo en sentido amplio, introduce un obstáculo al ejercicio de la libertad religiosa y puede ocasionar un perjuicio o colocar en situación de desventaja a determinadas personas o grupos religiosos, dando lugar a una situación discriminatoria. En estos supuestos no se lesiona la libertad religiosa sino la igualdad”.

Frente a ello se argumentará que “la igualdad religiosa ante la ley” consiste en “ser iguales titulares del mismo derecho de libertad religiosa”, ya que lo que “prohíbe el principio de igualdad jurídica es la discriminación, o sea, “que la desigualdad de tratamiento legal sea injustificada por no ser razonable”. Esto no impide “que el legislador pueda valorar situaciones y regularlas distintamente mediante trato desigual, pero siempre que ello obedezca a una causa justificada y razonable”.

El asunto se complicará, como ya indiqué, cuando en la argumentación entre en juego la referencia al artículo 9.2 CE. No faltan motivos para ello, al residenciarse en él las acciones positivas, destinadas a hacer reales y efectivas la igualdad de los individuos y los grupos; sin embargo, determinadas interpretaciones llevarían a sorprendentes efectos colaterales. Se nos dirá también que la “cooperación con las confesiones religiosas matiza, sin embargo, el alcance de la separación y neutralidad y hunde sus raíces en el artículo 9.2 CE”. En realidad lo que se matizará es el alcance de la neutralidad pero en modo alguno el de la separación, que es lo más contrario imaginable a la cooperación. Se añadirá con acierto que “la imperatividad jurídica de las relaciones de cooperación ha de situarse en el propio precepto que las contempla (art. 16.3) sin que pueda desprenderse directamente de la tutela prevista para los grupos del artículo 9.2”.

Cuando esto se olvida se nos propondrá una presunta “neutralidad positiva cuyo contenido entendemos que encuentra en el art. 9.2 su fundamento normativo”; haría “especial hincapié en la función que el citado precepto normativo tiene como mecanismo corrector de la desigualdad material”. O sea, que habría que tener en cuenta las creencias de la sociedad para procurar equipararlas, ignorando el pluralismo. No se trataría, “por tanto, de respetar la libertad de conciencia y religiosa de las personas en general”, sino “de garantizar -mediante medidas promocionales y de acciones afirmativas- la propia pervivencia e identidad religiosa del grupo o minoría”.

No poca influencia en el debate tuvo la alusión expresa a la Iglesia Católica en el texto del artículo 16.3 CE que venimos comentando. No estaba prevista en el anteproyecto constitucional, pero enmiendas de los grupos parlamentarios de UCD y AP encontraron un inesperado apoyo en el portavoz comunista Santiago Carrillo, lo que acabó doblegando la inicial reticencia del grupo socialista al respecto. Considero que su efecto fue sobre todo resaltar en qué medida la igualdad consiguiente al tener en cuenta las creencias de la sociedad española brindaría fundamento objetivo y razonable para un trato dispar a la confesión religiosa hegemónica.

El texto en vigor no dejó de suscitar reacciones críticas. No sé si porque, como se ha apuntado, “las tendencias actuales de nuestro tiempo amparadas podría decirse bajo el lema ‘la antorcha de la laicidad’ realmente no van por el camino idóneo de la garantía real y el respeto del auténtico derecho de libertad religiosa, ni tampoco en pro del desarrollo de la cooperación, sino todo lo contrario, en defensa de una separación a ultranza, un laicismo hostil al factor religioso”. Ello explicaría que “algunas de sus consignas, por ejemplo, ‘No queremos Concordatos’; ‘No a la Europa vaticana: separación de las Iglesias y del Estado’ se dirigen en especial contra una determinada Iglesia, curiosamente la que más miembros tiene y la que mayor obra social realiza”. Incluso voces más serenas dejarán entrever cierta frustración, mientras alguna otra sonará menos serena.

La especial sensibilidad de la sociedad española hacia la desigualdad, fruto en buena parte de sus raíces católicas, llegó a suscitar algún asomo de mala conciencia en sus propias filas. Algún autor está a punto de morir de éxito al sugerir que “el status jurídico específico de la Iglesia Católica se constituye en paradigma extensivo para las demás confesiones”. Ante inesperadas adhesiones entusiastas se vería obligado a matizar que es “importante advertir que con este concepto queremos indicar una cantidad y calidad de trato específico, pero no la aplicación a las demás confesiones ni del mismo contenido del status jurídico de la Iglesia católica, ni tampoco la de un único status, tan rico como el que goza la Iglesia católica pero unitario -para todo lo acatólico-, porque en ambos casos estaríamos ante un paradigma uniformador en el que no tendrían cabida los hechos diferenciales de la especificidad de cada confesión”.

Es lógica pues una disparidad de trato derivada de la igualdad consiguiente al tener en cuenta las creencias de la sociedad española; nada distinta a la experimentada en otros ámbitos, como el político, el sindical o el deportivo. La cooperación derivada de la laicidad positiva desemboca precisamente en una igualdad consiguiente.

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