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Un Presidente de Sala y un Fiscal

A los que hace demasiado rato que salimos de quintas, nos bulle un revoltillo de recuerdos en los almacenes del alma. Esto nos permite remover entre ellos, escoger alguno y revivir un tiempo que estaba perdido en medio de las brumas de la memoria. Hoy, sin saber por qué, me he topado con la sombra de un viejo episodio ocurrido en nuestra Audiencia Provincial, al que no negaré la posibilidad de asomarse a la luz de esta página.

Poco ha de faltar para que se cumpla el medio siglo, según las cuentas de mi inicio en el ejercicio profesional. Por aquellos entonces presidía la Audiencia Provincial -con sede en el suntuoso edificio de la Plaza de San Francisco, hoy, para su ventura, asiento de una entidad crediticia- un magistrado harto aventajado en años, algo huraño y gruñón perenne, a lo que hay que añadir una progresiva sordera, de modo y manera que cuando pronunciaba la frase ritual de “visto”, siempre quedaba la duda de que también hubiera sido oído.

Como dato histórico, que la crónica general de la Audiencia Provincial de Sevilla no ha tenido el cuidado de recoger, conviene dejar anotado que ese presidente fue el primero en implantar eso de los juicios rápidos, que en nuestro tiempo se tiene por algo novedoso. Ocurrió que, al salir de la Audiencia, una tibia mañana de primavera, nuestro buen magistrado se dispuso a cumplir el sagrado rito de degustar su café de cada día en “Los Corrales”. Para ello, cruzó a Sierpes, pero un hado travieso quiso que, cuando estaba cruzando por la pendiente de Entrecárceles bajara en bicicleta un muchachito alocado, que lo atropelló. Aquel acto imprudente dio lugar al juicio más rápido de que se guarde memoria, porque sin enjuiciamiento, a saber: acto criminal, juicio, condena y ejecución. Y así, fue porque el jurista agredido asestó “in situ” varios y merecidos bastonazos al ciclista agresor.

Pero vamos ya con ese episodio que vagaba entre las sombras de la memoria y que he rescatado para esta contraportada. El presidente de la Audiencia Provincial lo era también, como es uso, de la Sala Primera de lo Criminal. No sé si adscrito a ella o no, lo que sí recuerdo es que habitualmente actuaba en esta Sala un fiscal que no se distinguía ni por su perspicacia ni por su celo en el estudio de las causas en las que había de mantener la acusación; de ahí que sus informes resultaran siempre digamos que etéreos.

Era conocido, en el ámbito forense más próximo a los interesados, que el presidente no dispensaba una especial simpatía a aquel fiscal despistado, si bien es verdad que tampoco sintonizaba mucho con aquel.

Y ocurrió durante una visita en la que el procesado era defendido -por rara vez voy a citar a alguien con nombre y apellidos- por don José Mª Domenech, a la sazón uno de los letrados más prestigiosos de la ciudad. Después de practicadas las pruebas pertinentes, correspondió informar al fiscal. Pronunció éste un informe que sería atrevido poner como modelo de pieza de oratoria forense, plagado de contradicciones y signado por la más absoluta inconsistencia.

Tan luego como el fiscal terminó su discurso, el presidente procedió al trámite inmediato:

– La defensa tiene la palabra para informar.

Pero antes de que el abogado iniciara su exposición, el presidente de la Sala hizo un comentario al oído de uno de los magistrados, que con él componían el Tribunal, pero lo hizo con ese tono de voz con que hablan los sordos, que siempre resulta alto aunque sea confidencial:

– Verás el repaso que Domenech le va a dar al merluzo éste.

Tales palabras alcanzaron a ser escuchadas por el fiscal, que, con evidente enojo, saltó a desautorizarlas:

– ¡Protesto! El señor presidente me ha llamado merluzo…

Y el señor presidente se aprestó al punto de deshacer el entuerto.

– ¡Pero, hombre de Dios, cómo le voy a llamar merluzo, si es público y notorio que es usted una de mis debilidades!

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