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Un elefante silencioso

Cuestiones trascendentales que hace unos años provocaban debates afrontados con un mínimo rigor en los medios de comunicación, aparecen hoy tratados con la misma frivolidad con que se abordan las actividades copulares de cualquier personajillo elevado a la categoría de estrella mediática de la telebasura. Con cuatro lugares comunes y un capotazo demagógico se despachan hoy «las nuevas conquistas de la libertad y el progreso», ya se trate de la clonación de seres humanos, las bondades de la eutanasia que viene, el matrimonio entre homosexuales y su derecho a adoptar menores, o la equiparación de los embriones humanos con una cosecha de champiñones transgénicos.

En este ambiente de absoluta trivialización, un claro exponente de la descomposición de los fundamentos cristianos que construyeron y cimentaron Occidente, es el silencio impuesto sobre el aborto criminal y la permanente demagogia con que se aborda este genocidio que nunca contará con película-denuncia de Costa Gavras, ni de cualquier otro director comprometido con la defensa de los cada vez más torcidos derechos humanos. Muy al contrario, la defensa del aborto o la pasividad y el silencio absoluto ante la vigencia y expansión de las leyes que lo amparan y multiplican, suele ser el marchamo progresista con que se acreditan los voceros del llamado pensamiento débil, débil sólo en sus fundamentos porque en sus medios de comunicación y difusión resultan harto poderosos. De este modo, la opinión favorable al aborto o la indiferencia absoluta ante su escalada criminal es la prueba de fuego, más bien de sangre, con que se supera el examen del progresismo y se accede a la elite del pensamiento políticamente correcto.

Basta analizar el caso español para comprobar cómo se ha conseguido insensibilizar a la opinión pública en muy pocos años, y cómo la mayoría de políticos se desentienden de tan fundamental asunto como si se tratase de una cuestión adjetiva que en el fondo ni les concierne ni les inquieta, únicamente les incomoda. Ejercitando la memoria, esa facultad tan aborrecida por el hombre posmoderno, recordemos por un momento que en nuestra nación se aprobó el aborto únicamente como excepción al principio constitucional de respeto al derecho a la vida que tienen «todos» (artículo 15 de la Constitución), y sólo con el objetivo, eso nos decían, de que fuera permitido para unos restrictivos supuestos de naturaleza gravísima. Fue en este sentido en el que se pronunció el Tribunal Constitucional respecto a la llamada Ley del Aborto, limitando su despenalización a tres únicos supuestos: el denominado aborto terapéutico, cuyo objeto era evitar un grave peligro para la salud física o psíquica de la embarazada; el denominado aborto ético, para casos de embarazo por violación; y el denominado aborto eugenésico, cuando se presume que el feto nacería con graves taras físicas o psíquicas. Pero como una cosa es lo que dice la ley y otra muy diferente su interpretación y aplicación, la doctrina sentada por la desgraciada sentencia del TC ha sido tan expansivamente letal con los inocentes no nacidos, que la práctica totalidad de los 70.000 abortos que se ejecutaron en el 2001 en España (último año del que disponemos de datos), se realizaron al amparo del supuesto legal conocido como aborto terapéutico, pero en su vertiente más abierta, esto es: «aborto practicado para evitar un grave peligro para la salud psíquica de la embarazada», que además de precisar la certificación de un hecho menos objetivo que el exigido para los demás supuestos legales, ofrece la «ventaja» añadida de poder ejecutarse en cualquier momento de la gestación, sin límite alguno de tiempo; circunstancia que todavía parece ignorar mucha gente que aún se asombra cuando se le explica cómo funciona la maquinaria legal de asesinar criaturas no nacidas. Y así, de esta manera tan fraudulentamente consentida, el supuesto, y nunca mejor dicho, del «grave peligro para la salud psíquica de la embarazada» se ha convertido en un absoluto cheque en blanco al que se reconduce cualquier petición de aborto. Basta que la embarazada alegue haber oído extrañas voces por los pasillos de su casa invitándola a abortar (o quizás en los mismos pasillos de la clínica abortista), para que el especialista en «graves peligros psíquicos para la embarazada», y absoluto peligro para la integridad física del hijo, firme la correspondiente sentencia de muerte con forma de certificado sanitario. Se manipula el sentimentalismo social alegando la frialdad de las mazmorras y las horribles huellas que dejan en las muñecas y tobillos de las condenadas los grilletes y la bola, cuando es bien sabido que en España nadie va a prisión por un delito de aborto desde hace muchísimos años porque tanto los anteriores gobiernos del PSOE como el actual del PP, han indultado sistemáticamente a todos los condenados por delitos de aborto. Un indulto que en la práctica significa una fraudulenta invasión del Poder Ejecutivo en el ámbito del Legislativo, ya que un órgano incompetente para ello, como es el Gobierno, está despenalizando por la vía de hecho un delito. Y todo esto sin olvidar que en nuestro Código Penal, arrancar una arborescencia protegida o dificultar la reproducción de un lagarto exótico resultan conductas con mayor sanción (prisión de seis meses a dos años, o multa de ocho a veinticuatro meses) que el de «la mujer que produjere su aborto o consintiere que otra persona se lo cause, fuera de los casos permitidos por la ley» (prisión de seis meses a un año, o multa de seis a veinticuatro meses). Con este simple ejemplo comprendemos el lugar que ocupa un ser humano no nacido, en la escala de valores del legislador español.

Paulatinamente hemos llegado a la aberrante situación de que la lucha en defensa de la vida contra cualquier ataque a su integridad, desde su gestación hasta su muerte natural, que debiera ser bandera común con independencia de ideologías, opiniones o creencias (aunque sólo fuera por solidaridad con la misma naturaleza humana que a todos nos une), está quedando relegada a unos pocos, que además son considerados como una especie de trasnochados radicales, fanáticos fundamentalistas, intolerantes e intransigentes. Pero no nos engañemos: la actual aceptación social y pacífica del aborto nos conduce indefectiblemente a una pérdida progresiva del valor vida humana, que resulta relegado y depreciado al enfrentarlo con cualquier otro de menor o ninguna esencia, como pudieran ser el valor «salud psíquica de la gestante», o los supuestos valores de la comodidad, estatus económico, inoportunidad del embarazo o vacaciones de verano en apartamento playero. Y si incoherente resulta la posición que adoptan en este tema las denominadas fuerzas de progreso, olvidando su cacareada dedicación de lustros en defensa de los más débiles, no menos incoherente resultan todos los que callan ante el genocidio abortista, y dan por buena la escandalosa situación a la que hemos llegado; como sucede con la mayoría de los partidos denominados hasta hace muy poco «de inspiración humanista y cristiana», que no sé si inspirarán cristianismo pero en lo que respecta a esta materia exhalan un gas letal, que con sus melifluas actitudes han contribuido directamente al fomento y desarrollo del abortismo en Occidente, manteniendo situaciones tan injustas y fraudulentas como la del aborto en España. Son los mismos que desde una mayoría absoluta, tranquilizan sus conciencias con el solo argumento de oponerse a la ampliación de un cuarto supuesto, algo que en la práctica no supondría ningún incremento real del número de abortos, porque cualquiera que conozca cómo funciona esto, sabe que se están ejecutando todos los abortos posibles (incluidos los no contabilizados que producen las diferentes píldoras abortivas aprobadas por Sus Señorías del «humanismo cristiano»). Un progresismo que establece como uno de sus objetivos principales impedir el nacimiento de seres humanos, es un progresismo que nos conduce hacia un horizonte muy diferente del progreso de la humanidad; y un denominado «humanismo cristiano» que lo consiente y abdica de su erradicación, ni es humanismo ni es cristiano. (¿Por qué será que las imágenes de un inocente ser humano, muchas veces un niño perfectamente formado, luchando en el seno materno por escapar de la mano «liberadora» de un médico convertido en verdugo, siguen siendo hoy las únicas imágenes prohibidas en los medios de comunicación?)

Como está claro que ninguna mujer aborta por gusto, ayudar a las madres con problemas ante su embarazo y dejar nacer a quienes no son culpables de nada, sí que debiera considerarse una política progresista, sobre todo respecto al progreso de tantos inocentes que acaban sus días en el cubo de basura de los hospitales, o reciclados, terrible sarcasmo, en sofisticados productos de belleza. Hay quienes piensan, desgraciadamente cada vez son más, que la cuestión del aborto es un tributo al que debemos acostumbrarnos; que si bien no es algo bonito, en el fondo afecta únicamente a la embarazada y a nadie más; que mientras la sangre no salpique y no se vea, que cada una haga de su capa un sayo y de su útero un féretro; que con la que está cayendo y con un mundo casi en pie de guerra, no hay tiempo para detenerse en nimiedades que sólo afectan a la embarazada y a su entorno o contorno abdominal. Pero el tema del aborto no es ningún asunto menor, porque se trata del derecho a la vida del ser más débil, y como nos recordaba la Madre Teresa de Calcuta: «El aborto desencadena el odio y se ha convertido en el mayor destructor del amor y de la paz, pues si una madre puede matar a su propio hijo, nadie podrá impedir que nos matemos unos a otros. Cada aborto es un doble asesinato: destruye al niño no nacido y mata la conciencia de la madre… El niño aún por nacer es el más pobre entre los pobres».

Conocida es la pregunta y conocida, la respuesta: «¿Cómo se oculta un elefante en la Quinta Avenida de Nueva York? Llenando la Quinta Avenida de elefantes». El elefante del aborto camina hoy oculto entre tantos otros elefantes que nos salen desde todas las esquinas, pero con la elefantiásica diferencia de que mientras la aparición de los demás es objeto de encendidas manifestaciones de denuncia, alarmas y cautelas, el elefante asesino del aborto es el único que se pasea silencioso sin apenas despertar reprobación. Sus pasos quedan amortiguados por un mullido suelo de seres humanos no nacidos, y por la indiferencia de un mundo incapaz de escandalizarse ya por algo que no nos afecte a los bolsillos, a nuestra tranquilidad y seguridad personal, o al mercado del negro carburante que mueve nuestros vehículos y adormece nuestras conciencias.

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