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Recordando a Paco

ADIOS.- Quede constancia de mi profundo reconocimiento a los amigos y compañeros que, generosamente, han mantenido su fidelidad a esta página durante tan largo tiempo. A todos, muchas gracias.

Los lectores de LA TOGA que, con paciencia y generosidad de consuno, hubieren sido habituales seguidores de estas contraportadas, acaso hayan advertido que, salvo en ocasiones muy puntuales, nunca he consignado nombres propios, dejando tras la nebulosidad del anonimato a los protagonistas de los lances que conforman este anecdotario.

Pero, sin renunciar a la norma que me tengo impuesta, esta vez quien desempeñó el papel principal del episodio que me apresto a narrar figurará con su nombre y apellidos. Nombre y apellidos que nada dirán a las nuevas promociones de letrados, que no alcanzaron a conocerlo, pero sí clavarán alfileres de nostalgia -lluvia de rosas sobre la sangre- en el alma de muchos de los que vamos acumulando demasiados años sobre las cansadas espaldas. Y digo nostalgia, porque la memoria de este llorado compañero va asociada a unos años en los que el ejercicio de nuestra profesión respondía a otros parámetros (creo que ahora se dice así) y se desenvolvía en un ambiente menos tenso y más apacible.

Me estoy refiriendo a Paco Gómez Casero, que en el ámbito profesional siempre fue conocido como “Paquito el de la Mutua”, porque el grueso de su quehacer como jurista estuvo consagrado a la defensa del honroso gremio de los taxistas. Paco consiguió algo que es privilegio de las almas grandes: que hubiera unanimidad en el reconocimiento de su bonhomía y que concitara el afecto sincero y hondo de cuantos le trataron. Desgraciadamente, su paso por la vida fue muy breve y su ausencia definitiva dejó una sensación de soledad y de vacío entre sus amigos.

Paco Gómez Casero era de mediana estatura, magro de carnes y de largo e insumiso pelo, que se precipitaba sobre su nuca como una cascada de hilos dorados; una frondosa barba le cubría casi por completo la epidermis facial, con la colaboración de un espeso bigote cuyas amplias guías se deslizaban más allá de la comisura de los labios; y todo este alarde piloso era tan soro que tal parecía ígneo. Toda su persona irradiaba una simpatía arrolladora, adobada con la salsa de su fino humor, que tan grata hacía su compañía.

El intrascendente episodio que me mueve a teclear hoy, con Paco de primer actor, estaba perdido en los sótanos de la memoria, pero otro entrañable compañero, cuando evocábamos personas y situaciones de tiempos pasados -los viejos vivimos mucho de recuerdos y poco de ilusiones-, lo rescató de entre las brumas del olvido.

Sucedió a mediados del mes de julio de un lejano año. Todos soñábamos con las inminentes vacaciones, constreñidas al mes de agosto, único inhábil a efectos procesales. Pero, en tanto, el que podía aprovechaba los fines de semana para alejarse del inmisericorde calor de nuestra ciudad. Paco disfrutaba este asueto en la hermosa playa de Valdelagrana, en la que compartíamos vecindad. Allí pasó aquel sábado y aquel domingo, feliz de contemplar cómo el sol vestía de novia a la luminosa mañana de la Bahía gaditana y de catar los productos que ofrece Romerijo, que dejan en el paladar un inefable sabor a olas y caracolas. Pero, ay dolor, el lunes a prima hora había de regresar a Sevilla, porque tenía señalado un juicio de faltas aquella mañana.

En este punto del relato, es adecuado y conveniente hacer una somera referencia al juez ante el que había de celebrarse aquel juicio. Un juez que dejó honda huella en la memoria de los profesionales de la época, por su singularidad y su gracejo. Todos los que tantas veces le solicitamos la venia para informar, lo recordamos con afecto, con respeto y con emoción.

Retornemos ahora a la peripecia de Paco Gómez Casero aquella calurosa mañana. Abandonó la cama muy temprano, con el propósito de hacer el viaje sin apremios y disponer de tiempo suficiente para llegar a su casa y cambiarse de ropa. En aquel tiempo no se usaba la toga para estos juicios, pero Paco, como todos, comparecía ante los Tribunales pulcramente vestido y cuidadosamente peinado. Que no era precisamente la imagen que ofrecía en la playa. Naturalmente, aquella mañana partió con el atuendo estival camino de Sevilla.

Había calculado bien el tiempo que invertiría en el viaje, pero no había previsto la eventualidad de un atasco en la carretera. Y el atasco se produjo, motivado por un accidente con la implicación de varios vehículos. El reloj avanzaba implacable y el camino no se despejaba. Dejo a la imaginación del lector la tensión a que se vio sometido el pobre Paco, que jamás había faltado a sus obligaciones. Cuando, por fin, entraba por la Palmera ya no le daba tiempo de ir a su casa a vestirse adecuadamente. Se encaminó directamente al Prado. Subió la escalera del Juzgado salvando los peldaños de tres en tres; cuando llegó a la puerta de la Sala, el agente estaba llamando a su juicio. Entró precipitadamente. Llevaba su abundosa pelambrera alborotada; vestía un pantalón de color rojo chillón; lucía una camisa multicolor con vocación caribeña y calzaba zapatillas de andar por la arena Mientras se dirigía al estrado, el juez, paseando la mirada por su figura, le dijo:

-Señor letrado, ¿a qué conjunto musical pertenece usted?

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