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La reforma constitucional anunciada

A pesar de su llamativa rúbrica, este artículo tiene una pretensión muy modesta: fomentar la lectura. Las estadísticas nos sitúan pertinazmente no ya en el vagón de cola –que abandonamos hace tiempo-, sino prácticamente en la vía muerta de los hábitos culturales europeos. Circunstancia ésta que no obsta para que los españoles seamos los europeos que más y con mayor vehemencia opinan sobre los más variados y, a veces, alejados temas; para constatarlo no hace falta dilapidar grandes sumas en estudios estadísticos. Basta subir a un autobús, entrar a un bar, asistir a una cena, en fin, encender la televisión. España –al margen de estar poblada por habitantes que poseen un curioso concepto del Derecho, pero eso es materia de otro artículo quizás- tiene el mérito de ser el país con mayor número de expertos en Religión, Cultura y Política. Mérito extremo, añado, en la medida en que una buena parte de las opiniones sobre Religión las ofrecen personas que no han leído la Biblia –mucho menos el Corán-, las de Cultura por personas que tienen pendiente una lectura de El Quijote…, y las de Política por comentaristas que, aunque la invocan de palabra tantas veces que ha pasado a formar parte de su perfil fonético, jamás tuvieron en sus manos un ejemplar de la Constitución.

Resulta lógico que todo lo antedicho pueda aplicarse casi sin variación a ese curioso colectivo de asalariados llamado “Políticos”, debido a que, efectivamente, los políticos de un país son el reflejo de los ciudadanos de ese país. La singularidad de este colectivo estriba en que sus miembros también opinan y hablan sin tregua, pero eso forma parte de su bien remunerado trabajo (no voy a decir que en eso consiste esencialmente su trabajo, pero me gustaría); y es una gran singularidad, vaya que sí. En mi humilde opinión, aunque no hay costumbre en España, es importante prestar atención a lo que dicen los políticos, de la misma forma que es importante fijarse en si la habitación de un hotel tiene las comodidades que el gerente nos describió: son personas que cobran por hacer eso y, lo que es más crucial, cobran de nosotros. Yo diría que hay dos géneros de declaraciones en un político: las valoraciones (por ejemplo cuando le preguntan qué le parece una futura y nonata ley que algún día su asesor le resumirá) y las promesas, aunque yo prefiero la palabra compromiso. En los últimos tiempos los vientos de la Política, que soplan del Norte, llenan de oxígeno los pulmones de nuestros políticos que lo expulsan en forma, no de anhídrido carbónico, sino de promesa de reforma constitucional.

Vuelvo al inicio: hay que leer. Estoy tan alejado de ser un experto en Derecho Constitucional que sólo aspiro a que algunos de los que lleguen al final de este artículo –que doy por sentado que han leído la Biblia, dominan El Quijote y tienen un ejemplar profusamente anotado de su propio puño de la Constitución- sencillamente animen a un amigo o familiar cercano a leer. Por ejemplo, el artículo 168 de la Constitución Española:

“1. Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título Preliminar, al Capítulo II, Sección I del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes.

2. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras.

3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación “

Y, por qué no, el Título II, en cuyo artículo 57 se establece:

“(…) La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo la persona de más edad a la de menos “.

Me remito a opiniones mucho más cualificadas que la mía para explicar los orígenes de esta especial protección del Título II, referido a la Corona, pero sospecho que no está relacionada con el sexo del heredero, sino más bien con lo que dice el artículo 56.3 del mismo Título: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2“. Como toda norma, la Constitución es hija de su Tiempo y está de moda utilizar esto último según convenga. Parece que, de repente, todo el mundo ha olvidado la naturaleza básica de una Constitución: su carácter de pacto. Y los abogados sabemos muy bien que lo importante de un pacto no es que sea bueno para todas las partes, algo imposible, sino que entre éstas exista la voluntad de respetarlo. Al llegar aquí, no tengo por qué referirme al Título II con el distanciamiento que se le supone a un profesional: estoy absolutamente de acuerdo con lo que se estipula en él, artículo 56.3 incluido; la cuestión es que, aunque no lo estuviera, lo respetaría (y quizás refugiaría mi desacuerdo en actividades marginales, como enviar chistecitos por la Red).

Sólo hay dos posibilidades. O el procedimiento exige, en las actuales y las futuras Cortes, el voto favorable del PSOE y el PP –que con sólo abstenerse podría bloquear la reforma- además de dos convocatorias a las urnas (¿Se imaginan la campaña electoral tras una disolución por futura reforma constitucional? ¿Se imaginan los programas de tertulia marcianos, teresianos y saturnianos?). O – la otra posibilidad- yo no sé leer. Creo que parece bien simple, aunque… ¿Seguro que es así? ¿No hay quizás una tercera posibilidad aún no mencionada?

Seguramente la hay. Yo no sé cuál es, desde luego –aún no me han convocado para asesorar a ningún político- aunque uno tiene sus intuiciones. En algún sitio he escuchado que bastaba con la extensión (esa fue la palabra utilizada) de los efectos del artículo 14, de no discriminación por razón de sexo, a todo el resto de la Constitución, Título II incluido. El sujeto en cuestión olvidó explicar cómo se articula jurídicamente la extensión de una norma; y creo que también olvidó que tanto el artículo 14 como el 57 tienen exactamente el mismo rango legal; y, por si fuera poco, el mismo nivel de protección jurídica, de forma que una extensión expresa contenida en el propio artículo 14 exigiría el procedimiento ya descrito para reformar el artículo 57. No, mi intuición es otra. Está relacionada con la vieja máxima del Rey Otón I de la Francia Media: “Si pierdes con frecuencia en el juego, cambia las reglas”. Exacto. Pero, ¿qué reglas? Las del Título X, naturalmente, referido a la Reforma Constitucional. Por ejemplo, el propio artículo 168, tan incómodo.

Una vez más debería ceder ante opiniones más autorizadas; sucede que las voces más autorizadas todavía no han sido convocadas para asesorar a nadie y no las he escuchado. En el fondo, todo es una cuestión de uso del lenguaje: en su época, nadie se hubiese atrevido a decir que las modificaciones de reglas del Rey de Otón eran, sencillamente, una forma de hacer trampa. Su gran ventaja consistía en que no necesitaba asesores, porque a ver quién era el guapo que le discutía legitimidad para ganar siempre. Hoy, la verdad, no sé. La expresión fraude de ley, aplicada a la misma modificación de una ley suena bastante esquizofrénico. Estoy seguro de que un antiguo (y excelente) profesor mío hubiese aportado un término más preciso: probablemente alguna palabra alemana de media línea que llenase mi procesador de textos de señalitas y alarmas. Y, por arte de magia teutona –la misma que poseía el bueno de Otón, fundador inadvertido del Constitucionalismo germánico- hete aquí que desaparece precisamente lo único que entendemos con claridad de todo el artículo 57 –preferencia del varón a la mujer-, a pesar de haber aprendido a contar líneas y grados en la Facultad.

Las desapariciones por trucos de prestidigitación son espectaculares y muy celebradas, aunque tienen sus riesgos: Se dice que Houdini, el mayor mago de la Historia, un buen día decidió hacerse desaparecer a sí mismo y todavía no ha vuelto a aparecer. El público se quedó mirando las aguas heladas del Río Hudson preguntándose si aquello era la culminación genial del truco definitivo o un tonto error fatal. No me gustaría que se me interpretara mal: no estoy en contra de los cambios; tan sólo creo que no deben emplearse trucos, por muy brillantes que sean, para llevarlos a cabo.

La Historia del desarrollo legislativo constitucional es casi la historia de un continuo amoldamiento del texto a las más imprevistas situaciones, muchas veces curvando hasta el límite la literalidad de la norma suprema. Como ejemplo obvio, se puede tomar el Título VIII, de las Autonomías: es como si un artefacto que se hubiese fabricado para servir monas de Pascua a exigentes clientes norteños de repente tuviera que utilizarse para producir el rancho completo de un Ejército. El ingenio, la flexibilidad y el consenso son positivos, sin duda alguna, entre otras cosas porque evitan procesos de reforma más traumáticos que sí supondrían un verdadero cuestionamiento del modelo. De hecho, todo hay que decirlo, hasta la fecha esa forma de actuar ha mantenido prácticamente virgen el texto de 1978. Pero esa no debería ser la regla sino la brillante excepción. Hasta ahora ningún asesor ha conseguido explicarme cómo el ingenio, la flexibilidad y el consenso pueden hacer encajar en la Constitución esa impagable pieza de humor (humor negro, como dice Savater) conocida como “Plan Ibarretxe”, cuya lectura, otra vez el objetivo básico de este artículo, recomiendo vivamente en momentos de depresión aguda.

En la vida todos formamos una división esencial entre las cosas que juzgamos importantes y las que no. Conforme se van cumpliendo años, esa división se mantiene, pero se matiza: las cosas importantes tendemos a considerarlas inalterables o, por utilizar una palabra que aprecio mucho, sagradas (por ejemplo, considero sagrada mi opinión de que pagar más de cien euros por un cuadro de Picasso es una broma). Serían cuestiones sobre las que nos negamos a transigir y sujetas a una especial protección, que las hace difícilmente modificables: traducido a términos constitucionales, son materias sometidas a un artículo 168, que garantiza, de forma efectiva, que nuestra naturaleza no se verá alterada por capricho. Si un día descubrimos que una parte, aunque sea mínima, de nuestro núcleo especialmente protegido ha variado (por ejemplo, si un buen día me despertara con un tremendo impulso de ver “El Guernica”), tendríamos la sensación de que en cualquier momento podemos dejar de ser lo somos; de que incluso podríamos desaparecer a manos de un mago-asesor.

En realidad, Houdini murió de peritonitis en un hospital de Detroit. Fue un final demasiado prosaico que seguramente no acabó de complacerle, de ahí que acaso diera instrucciones en su lecho de muerte a sus terminales mediáticas con vistas a la posteridad. Justo antes de fallecer, prometió a su esposa que reaparecería para la cena, realizando así una última e insuperable fuga desde el Más Allá. La sopa se enfrió y la viuda tuvo que apagar las velas de la mesa. En esta ocasión el mago no fue capaz de soslayar las aristas de ese especial artículo 168, que garantiza que todos acabaremos donde acabó Houdini. Fue una lección para los que opinan que no hay nada sagrado.

El ingenio, la flexibilidad y el consenso son positivos, sin duda alguna, entre otras cosas porque evitan procesos de reforma más traumáticos que sí supondrían un verdadero cuestionamiento del modelo.

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