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La mentira, ¿un derecho del imputado?

Un tema recurrente en los medios de comunicación es la referencia a un presunto “derecho” a la mentira de los imputados en el procedimiento penal. Al respecto se plante al cuestión de si existe, realmente, tan novedoso “derecho subjetivo”.

El artículo 24 de la Constitución Española consagra, como es sabido, el derecho a la tutela judicial efectiva, concretando su apartado segundo dos derechos esenciales en el ámbito del procedimiento penal: el derecho a no declarar contra uno mismo y el derecho a no confesarse culpable. Derechos que deben ponerse en relación, también, con el segundo párrafo del ya citado apartado cuando se garantiza que la Ley debe regular aquellos supuestos en los que por razón de parentesco o secreto profesional, no exista obligación de declarar sobre hechos que presuntamente fueren delictivos.

Estos derechos, a saber, a no declarar contra uno mismo, a no confesarse culpable y a no tener obligación de declarar sobre hechos que puedan ser delictivos cuando existen razones de parentesco o secreto profesional, se refieren, en mi opinión, a una misma realidad: el silencio. Un silencio que surge como ámbito que rodea a quienes son titulares de estos derechos y que genera entorno a sus personas un espacio de conciencia e intimidad que sólo puede mantenerse con la no-perturbación de elementos externos que puedan desvirtuar el ámbito de protección que gira entorno a la persona. Se trata, por tanto, de una especie de “esfera” de seguridad que impide el contacto con lo más íntimo de nuestras personas en aquellos supuestos en que puedan derivarse consecuencias lesivas para los derechos fundamentales, tal y como acontece cuando una persona se ve inmersa en un procedimiento penal.

Hay quien sostiene, superando los esquemas puramente negativos que configura la Constitución, que el derecho a no declarar y el derecho a no confesarse culpable, tiene una vertiente positiva que vendría representada por un denominado “derecho a mentir”. Dejo voluntariamente al margen la vertiente, esta sí estrictamente positiva, también configurada por la Constitución cuando proclama el derecho a la defensa. Si el derecho a la defensa incluye el derecho a mentir merece una reflexión diferente a la que aquí se esboza, limitada al ámbito negativo que consagra la Constitución, en tanto que mentir consiste precisamente en no decir la verdad.

Sin embargo, desde la perspectiva del derecho positivo, parece que la Constitución no recoge tal derecho en tanto que no se refiere, en modo alguno, a la posibilidad de que la mentira se erija en derecho del imputado. Más bien parece que sólo señala que para su defensa, el ciudadano que se ve inmerso en el curso de un procedimiento penal, para evitar que el “torrente de la instrucción” pueda desbordarse en su contra (e injustamente) tiene el derecho a guardar silencio, que al fin es lo que garantiza la posibilidad de no declarar contra uno mismo ni declararse culpable. Y esto porque, en mi opinión, el Constituyente pensaba en aquél ciudadano que se ve envuelto, como decíamos, en la instrucción de un delito y que, por arte de las distintas fuerzas que interactúan en el ámbito del procedimiento penal puede encontrarse con una posible condena injusta. De ahí que para evitar “echar más leña al fuego” con confesiones y declaraciones que, interpretadas de forma poco correcta, podrían servir para enmarañar aún más la instrucción, la Constitución reconozca a los ciudadanos el derecho a guardar un prudente silencio y esperar el resultado de una investigación seria y cualificada, cual es la que generalmente se lleva a cabo en los Juzgados y Tribunales de este país.

Siendo esto así, no parece que el Constituyente tuviera en mente, al configurar estos derechos, a aquél ciudadano que, dolosa o imprudentemente, realiza un tipo penal. Baste pensar, por un momento, que sostener lo contrario podría considerarse irracional o, cuando menos, ilógico: puesto que este ciudadano infractor ha delinquido, otorguémosle instrumentos que le puedan facilitar la elusión de la acción de la justicia, dotándolo de una estrategia de defensa que le permita salir indemne de un procedimiento penal, eliminando toda opción de ser justamente castigado por los hechos cometidos. Este resultado parece intolerable desde una perspectiva constitucional porque es contrario al sentido común y, por supuesto, porque contradice y pervierte uno de los valores fundamentales del ordenamiento jurídico, consagrado en el artículo 1 de la Constitución: la justicia. Valor al que, por cierto, se refiere el artículo 30 del Estatuto General de la Abogacía, configurándolo como límite del letrado en la tutela de los intereses que le son confiados. Vale la pena recordar este precepto:

El deber fundamental del abogado, como partícipe en la función pública de la Administración de Justicia, es cooperar a ella asesorando, conciliando y defendiendo en derecho los intereses que le sean confiados. En ningún caso la tutela de tales intereses puede justificar la desviación del fin supremo de Justicia a que la abogacía se halla vinculada.

Bien es cierto que esta opinión es contestada por quienes, como CALERO MARTÍNEZ, considera «un error de fondo afirmar que las garantías procesales se establecen sólo para el inocente. Si alguien es inocente o culpable, debe determinarse después de un juicio con todas las garantías. Es decir, las garantías y derechos procesales se aplican sujeto pasivo del proceso, y porque se aplican, se puede llegar a determinar de una manera justa si es culpable o inocente» .

El problema de este razonamiento, desde mi punto de vista, es que se disuelve en el formalismo y pierde de vista que el procedimiento penal tiende al esclarecimiento de la verdad material de los hechos. El objetivo, por tanto, no es determinar una realidad formal, sino arbitrar una forma para reconocer la realidad. Distinto será que sea dicha tarea sea difícil. Me parece excesivo “aislar” tanto el delito y el procedimiento para la determinación de la responsabilidad penal, de la realidad que le sirve de sustrato, que parezca que la realidad es la formal, y no la material. La resolución justa es la que, en mi opinión, logra ajustar (valga la redundancia) a la perfección ambas realidades de modo que la verdad formal haga “evidente” y “fije” la realidad material subyacente, imponiéndola erga omnes.

Un procedimiento es justo, en mi opinión, no cuando se produce la satisfacción por sí de las garantías formales del proceso (importantísimas, sin duda), sino en la medida en que esas garantías sirven para que se produzca un enjuiciamiento justo. Me pregunto de qué serviría un procedimiento penal con todas las garantías, en el que se hubieran observado todas las formalidades legales y satisfecho todas las garantías, que terminara condenando a un inocente. ¿Podríamos hablar de un procedimiento justo?

Dentro de la línea antes apuntada, CALERO MARTÍNEZ señala que «las garantías procesales no son instrumentos que pretenden eludir la acción de la justicia, sino lo contrario: instrumentos legales sin los que no es posible ejercer de modo JUSTO, la acción de la justicia. Por eso, no solo eliminan la posibilidad de ser “justamente castigado”, sino que lo hacen posible. Es decir, las garantías procesales resultan indispensables para la existencia de un juicio justo» . Pero siendo esto cierto, es decir, que las garantías procesales resultan indispensables para la existencia de un juicio justo, tampoco es menos cierto que no son suficientes cuando un procedimiento justo termina con un resultado injusto. Me parece que predicar la justicia desde un punto de vista estrictamente procedimental (formal) se aleja de la realidad material. Esa misma realidad a cuyo esclarecimiento se dirige el procedimiento.

Volviendo a la cuestión central de esta reflexión, debe señalarse que la misma ya ha sido debatida por el Tribunal Constitucional y así en su Sentencia 142/2009 de 15 de junio se refería a la argumentación de los recurrentes, y quienes estimaban que los derechos antes enunciados y su conexión con el derecho de defensa permitía considerar que la Constitución ampara la existencia del “derecho a mentir” de los imputados en un procedimiento penal.

El Tribunal Constitucional, para examinar dicho argumento, parte de las nociones básicas que antes se han esbozado. Y así entiende que, en efecto, el citado órgano constitucional “ha afirmado que el imputado en un proceso penal no está sometido a la obligación jurídica de decir la verdad”. Ahora bien, ¿es lícito deducir de la inexistencia de obligación jurídica de decir la verdad (acto positivo, legalmente exigible) la existencia de un correlativo “derecho” a mentir? A este respecto, la Sentencia en cita ha señalado cómo la doctrina del Tribunal Constitucional (por todas, SSTC 68/2001, de 17 de marzo, FJ 5, 233/2002, de 9 de diciembre, FJ 3; 312/2005, de 12 de diciembre, FJ 1; 170/2006, de 5 de junio, FJ 4) considera que el imputado puede llevar a cabo dos conductas distintas:

1.- En primer lugar, “puede callar total o parcialmente”

2.- O bien, puede “incluso mentir”

Nótese, no obstante, en la utilización nada casual que el Tribunal Constitucional hace del verbo “poder”: el imputado puede callar, total o parcialmente, o incluso mentir. Tampoco es baladí el uso de la preposición reseñada. Pero ¿cabe deducir de este “poder” una consiguiente obligación del Estado de tutelar jurídicamente lo que no es sino el reconocimiento de una situación de hecho? En otras palabras: del hecho de que un imputado pueda mentir ¿se debe colegir la consagración de un derecho a la mentira? Cualquier persona, imputada o no, puede mentir, pero cuando se miente ¿estamos ejerciendo un derecho constitucionalmente reconocido?

La respuesta, en mi opinión, debe ser negativa, y así la ya citada Sentencia del Tribunal Constitucional núm. 142/2009 de 15 de junio lo señala cuando indica que “no puede concluirse (…) que los derechos a no declarar contra sí mismos y no declararse culpables en su conexión con el derecho de defensa consagren un derecho fundamental a mentir, ni que se trate de derechos fundamentales absolutos o cuasi absolutos”. Cuestión esta que “llevaría aparejada como consecuencia la garantía de una total impunidad cualesquiera que sean las manifestaciones vertidas en un proceso, o la ausencia absoluta de consecuencias derivadas de la elección de una determinada estrategia defensiva”.

Como afirma categóricamente PÉREZ ROYO “la Constitución no reconoce el derecho a mentir. Ni siquiera al imputado en un proceso penal”. La mentira no es, desde luego, ajena al ser humano; no es una realidad etérea de la que sólo se conozca su dimensión teórica. Todo ser humano ha experimentado alguna vez la mentira (activa o pasivamente). Y todo sistema de valores y convivencia que se precie se sustenta, entre otros postulados éticos esenciales, en la consideración de la mentira como una grave falta de responsabilidad moral. Y la razón es más que evidente: lo contrario supone destruir, desde sus cimientos, el valor de la sinceridad y, por extensión, de la buena fe. Esto, que parece evidente, se subvierte de forma absurda cuando se pretende configurar el “derecho a mentir” del imputado en causa penal.

En definitiva, el marco legal existente en España no puede controlar (por razones obvias) que un imputado, un testigo, un perito o cualesquiera otros actores del procedimiento, puedan mentir. No es posible evitar, ex ante, que quien quiera mentir lo haga. Sin embargo, ¿esta mentira queda impune? La respuesta es, evidentemente, negativa, con las salvedades relativas al imputado. No parece necesario recordar aquí la regulación de los delitos contra la Administración de Justicia del Título XX del Libro II del Código Penal. Aunque conviene traer a colación algunas expresiones que se utilizan en los tipos en cuestión: “con conocimiento de su falsedad”, “temerario desprecio hacia la verdad” y ”faltar a la verdad.” Expresiones bien clarificadoras de los extremos que se han examinado, someramente, en esta reflexión.

Ciertamente el temerario desprecio de la verdad (la mentira), en el caso del imputado, es un hecho, una posibilidad a la que un ciudadano puede acudir si así lo decide libremente. Pero no porque le ampare un supuesto “derecho a mentir”, sino simplemente porque puede hacerlo, aunque éticamente no deba.

Hay quien considera que si el Ordenamiento Jurídico no impide una determinada conducta es porque la ampara y, por ende, el sujeto en cuestión tiene derecho a llevarla a cabo. Consecuentemente, no hay ninguna diferencia entre mentir “de hecho” y mentir “por derecho”. Pero, en mi opinión, existe una gran diferencia, de hondo calado: si la mentira fuera un derecho, éste devendría tutelable y, por ende, cabría exigir su satisfacción frente a conductas que impidieran su libre ejercicio. De ahí se derivaría la obligación de los órganos jurisdiccionales de reconocer el derecho que determinada persona pudiera invocar a mentir. Esta posibilidad ha sido negada, categóricamente, por el Tribunal Constitucional. Así, pues, si no puede esgrimirse ante los Tribunales el reconocimiento de un pretendido “derecho a la mentira” para la garantía de su ejercicio, es evidente que tal derecho no existe.

Ahora bien, y en mi opinión, la mentira queda extramuros del Derecho, al menos en relación con los imputados en un procedimiento penal, permaneciendo en su ámbito natural: la ética o la moral. Probablemente ahí esté el engarce con el derecho a la defensa, como aspecto positivo: el imputado puede mentir (no por derecho) pero, en atención al derecho a la defensa, el Estado renuncia a castigar dicha conducta. Pero de ahí a afirmar que existe un “derecho a mentir” va un trecho insalvable. Espero que esta corta reflexión pueda contribuir al debate entre los compañeros sobre un tema tan controvertido y polémico, a la par que interesante.

NOTAS

1. Notas de Calero Martínez, José María, no publicadas.

2. Ibid. Ant.

3. Articulo publicado en El Periódico, versión digital de fecha 05.08.2009, http://www.elperiodico.com/default.asp?idpublicacio_PK=46&idioma=CAS&idnoticia_PK=635055&idseccio_PK=1008

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