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La mejor lección de mi Maestro

He tenido la suerte de encontrar magníficos maestros a lo largo de toda mi vida, de los que guardo un entrañable recuerdo, con la convicción por añadidura de serles deudor de una forma impagable. Desde que empecé en la Escuela en 1947 con D. José Peña, hasta que terminé en la Facultad con D. Manuel Olivencia, precisamente el día de mi santo de 1961, sería totalmente incapaz de recordarlos a todos. Y, a partir de ahí, raro es el compañero al que no le debo algo.

Pero al que le debo más es a mi padre, Luis del Castillo Romero, en cuyo bufete estudié mucho más que en la Universidad. Y más aún, porque a su lado aprendí cosas más trascendentes que indagar en la legislación o rebuscar en la jurisprudencia.

Hace veinticinco años que murió, tras ejercer la Abogacía durante algo más de cincuenta. Y ahora, en honor a su recuerdo quisiera contar esta anécdota que describe perfectamente el buen temple que tenía.

El alzamiento militar del 18 de julio, sorprendió a mis padres pocos meses después de volver del viaje de novios que tuvieron que interrumpir en Madrid cuando la quema de conventos, por lo que, cuando estalló la guerra, ya estaban viviendo en la sevillana Plaza de la Gavidia, concretamente en el número 2, es decir, enfrente de la Capitanía General donde situó su despacho el General D. Gonzalo Queipo de Llano, exactamente en el edificio que hoy ocupa la Consejería de Justicia. Ironías del destino.

En los primeros días de desconcierto, tras el golpe militar, faltó poco para que fusilaran a mi padre.

Poco tiempo antes había conseguido una sentencia de desahucio por haberse destinado una vivienda a local de negocio -concretamente un cabaret, donde había altercados casi todas las noches-. Este inmueble se encontraba en el Barrio del Fontanal (hoy San José Obrero) y lo tenía arrendado un militar.

Tras dictarse la sentencia, solicitó el lanzamiento, que quedó suspendido de hecho al interrumpirse casi todo como consecuencia del levantamiento.

Lo volvió a pedir cuando ya se normalizó, en lo posible, la vida de Sevilla y reemprendieron su marcha los Juzgados.

Un par de días después de esa segunda petición, se presentaron en mi casa dos soldados con una orden de detención contra mi padre, firmada por el mismo General Queipo de Llano.

Es fácil imaginar el estupor que debieron sentir mis padres, en aquella triste ocasión, en que se fusilaba a un hombre por sus convicciones o por un simple rumor, sin más proceso. O, en el mejor de los casos, tras la tramitación -como toda garantía procesal- de un expediente que se llamaba extra plano, consistente en un sólo folio: por un lado se consignaban los “hechos” y por el otro se dictaba la sentencia por un Tribunal Militar.

Conducido por los dos soldados, iba entrando mi padre en Capitanía, cuando bajaba las escaleras, desde el despacho de Queipo, su ayudante, el Teniente Coronel D. José Cuesta Monereo, que conocía a mi familia y, sorprendido, le preguntó:

– Luis ¿Qué es lo que pasa? ¿qué significa esto?

– Eso quisiera yo saber -le contestó mi padre, al mismo tiempo que los soldados le enseñaron la orden de detención.

Cuesta les mandó que entraran los tres un momento en su despacho, mientras aclaraba aquello con Don Gonzalo.

Al cabo de un rato lo pusieron en libertad.

– Creo que se trata de un error -le dijo Cuesta- Pero no conviene que salgas de Sevilla en unos días. No vayan a darte por huido.

– La cosa está como para hacer un viaje de placer -le contestó mi padre con su habitual buen humor. Y se volvió a casa sin saber qué había pasado y con todo el miedo que le cabe en el cuerpo a una persona.

Unos años después, recuerdo que yo estaba jugando con otro niño una mañana de domingo, en los jardines de la Plaza del Duque, cuando mi madre, roja de ira, me cogió de la mano y, casi arrastrándome, me apartó de él: «No juegues con el hijo del que quiso que mataran a tu padre».

Pero mi padre, que andaba por allí leyendo el periódico, la cortó de una forma tan dura que me sorprendió desagradablemente, prohibiéndole que me hablara de eso. Y añadió una de sus frases lapidarias: «No quiero que mi hijo le tenga odio a nadie ».

Yo, con mis cinco o seis años que tendría entonces, no entendí una sola palabra. Pero se me quedó grabada la escena. La indignación de mi madre, la tajante reacción de él, inexplicable para mí por su rudeza y, sobre todo, la alusión a que alguien había querido matarlo.

Casi no me atrevía a preguntarle a nadie. Pero, de vez en cuando, captaba alguna alusión, con medias palabras que excitaban más aún mi curiosidad, cuando alguien hablaba de aquellos años de luto para tantas familias españolas de uno y otro lado. Y de aquello que pudo haber pasado.

A mi padre no conseguí sacarle nada. Sólo me decía: «Cosas de la guerra ¿para qué quieres conocer esas bajezas?»

Ramona, la vieja tata, no quería soltar palabra. «Tu padre no quiere que lo sepas.» Y se ponía a hablar de otra cosa.

A la tía Paulina -que los otros le habían matado a su marido- se le saltaron las lágrimas cuando le pregunté y tampoco quería hablar. «Hijo, los dos bando hicieron muchas infamias. La guerra es muy mala y ha hecho mucho daño».

Cuando ya había yo terminado en la Facultad, llegué a conocer cómo habían matado a un primo de mi padre, médico. Simplemente lo acusaron de comunista porque, son su gran corazón, se desvivía por los pobres de la “Triana Roja”.

Con todos estos cabos sueltos crecía mi curiosidad. Hasta que un día le dije a mi madre que quería conocer aquella historia, que tenía derecho a saberlo todo y ella me contó lo que pudo de lo que sabía.

Meses más tarde de la detención se había aclarado el asunto. El arrendatario de la casa, militar fiel a la República, temía que, al efectuarse el lanzamiento aparecieran los papeles e incluso armas y munición que tenía escondidos en el cabaret, en realidad una tapadera para sus propósitos de intentar un contra golpe, que pronto le resultó imposible, cuando Queipo se afianzó en su feudo sevillano.

Y no se le ocurrió cosa mejor para ganar tiempo que acusar a mi padre de “rojo”, porque acudían con frecuencia a su bufete los obreros, vecinos del Fontanal, barriada que había construido su cliente, una famosa chacinera de la Sierra de Aracena.

«No puedo decirte el nombre de aquel Capitán… Porque papá no quiere que lo sepas», concluyó mi madre.

Además de su “faena”, lo único que se de aquél hombre es su graduación. Creo que a mi madre se le escapó decírmelo. Y me añadió solamente que -cuando se descubrió su escondrijo de armas y municiones en el cabaret- le habían formado Consejo de Guerra. Y que lo fusilaron.

Y que mi padre le pidió a su hermano Miguel, el médico de la familia que entonces vivía con nosotros, que le firmara un certificado médico de que estaba en cama con gripe, cuando lo citaron para comparecer como testigo ante el Tribunal Militar. Porque no quiso echarse a la espalda la carga de hacerle daño ni siquiera a quien había intentado que lo mataran.

Cuando, por fin, conseguí enterarme de esta historia, ya llevaba yo varios años ejerciendo la carrera. Y muchas veces subía de mi despacho al de mi padre para consultarle mis continuas dudas y lagunas. (¡Cómo echo de menos su experiencia y su sentido de lo justo desde que murió!).

A mi padre no le hizo ninguna gracia que yo conociera esto, aunque sin identificar a su “acusador”. Hablamos un rato; yo, curioso; él, reservón y cachazudo. Me dijo poco más de lo que yo ya sabía. Y, cuando le comenté «qué casualidad, si no te llegas a cruzar con Cuesta…», se limitó a citarme con la mayor naturalidad una frase de Paul Claudel, «para el creyente, la casualidad no existe, es el anónimo de Dios….».

Y… simplemente, sencillamente, volvió a abrir la Ley de Enjuiciamiento Civil, enfrascándose en preparar una vista enrevesada, señalada para pocos días después.

Aquella tarde, cuando bajé de su despacho al mío, iba con la sensación de que acababa de recibir las dos mejores lecciones de las muchas que le recuerdo, la de su hombría de bien y la de ser un cristiano de una pieza.

Porque es muy fácil hablar -en teoría- del perdón de las ofensas. En la práctica, ya es harina de otro costal.

Quiera Dios que nuestros hijos no lleguen nunca a conocer la barbarie de aquellos tiempos pasados que “a nuestro parecer” no han sido los mejores precisamente.

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