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Justiciables desorientados

Los que hemos pasado muchas horas de nuestras vidas de Juzgado en Juzgado y de Sala en Sala impetrando Justicia –hay quien dice que con ingenuidad y quien dice que con confianza–, hemos tenido cumplida oportunidad de conocer a un variado catálogo de especímenes humanos encuadrados en la categoría de justiciables. Los hay respetuosos y no faltan los frívolos; abundan los temerosos de la acción de la Justicia y no son pocos los indiferentes a sus dictados.

En el grupo de esas personas que, por necesidad, acuden a los Juzgados, bajo la rúbrica de justiciables, incluso con el carácter de testigos, nos ha sido dado a conocer a muchos que, llevados por esa especie de miedo reverencial a la toga y las puñetas, han estado obsesionados por los más nimios detalles, como si la inobservancia de alguno de ellos pudiera acarrearles terribles males. Uno de los ejemplos más frecuentes es del de aquellos que asisten a un acto procesal preocupados por el tratamiento que han de dar al juez, deseosos de causar la mejor impresión y poner de relieve su consideración y respeto hacia quien tiene la alta misión de impartir Justicia.

No recuerdo ahora si lo he referido alguna vez en página impresa, pero, al hilo del tema propuesto en la presente, traeré a colación el episodio, sin raridad alguna, en el que a veces he participado. Aludo al caso del justiciable que, en su afán de ser asesorado sobre todos los extremos de su actuación procesal, para que ésta resultara impecable, me preguntó por el tratamiento que debía dar al juez cuando se dirigiera a él. Le indiqué que, si era preciso, le tratara de Su Señoría. En el juicio, en un momento dado, el pobre hombre, al dirigirse al juez que no era un señor, sino una señora, le dijo:

– Sí, su señorita.

Otro caso similar fue el ocurrido con un justiciable, que al ser asesorado sobre la misma cuestión, y como quiera que, al parecer, no tenía muy claro lo de los pronombres posesivos, le respondió así al juez:

– Sí, mi señoría.

No tan frecuentemente es encontrarse con sujetos que acuden a los Juzgados haciendo gala, no ya de indiferencia, sino de auténtica jactancia, como si su encausamiento fuera cosa de juego, que les importara un bledo. Aunque, a la hora de la verdad, suelen ser estos matones de pitiminí los que con más facilidad se arrugan al verse ante el?Tribunal, pudiéndose adivinar que sufren un apremio intestinal.

No exactamente a ese grupo corresponde un tipo de justiciable cuyo comportamiento responde más a la sequedad de su sesera que a la altanería. Tuve ocasión, hace muchos años –para mí, ya de todo hace muchos años– de vivir una experiencia insólita. Asistí a un juicio de faltas, por accidente de tráfico, en defensa del perjudicado. Se trataba de un hecho sin importancia, en el que se habían causado unos daños al vehículo de mi cliente. El contrario, el acusado, debía tener un número ínfimo de amigos, a juzgar por su gesto hosco y sus modales bruscos. En el acto del juicio quedó patente su responsabilidad en los hechos, de forma inconcusa, por lo que fue condenado a la pena de multa mínima, debiendo pechar su aseguradora con la indemnización de los daños. Sin embargo, este sujeto se consideró víctima de una injusticia, reaccionando airadamente ante el pronunciamiento judicial.?Y recurrió la sentencia en el acto mismo en que le fue notificada, lo que a la sazón era hacedero con sólo manifestarlo.

El agreste justiciable reprochó a su letrado el resultado adverso del juicio, culpándolo directamente de su condena. Las explicaciones del defensor, ante la claridad meridiana de los hechos, fueron inútiles. El individuo estaba convencido de que nada existe más inane que la actuación de un abogado. El suyo, naturalmente, se negó a asistirlo en la vista del recurso de apelación, ya que no existían razones para impugnar el fallo.

Se señaló la vista del recurso.?Por aquel entonces, en el viejo edificio de Almirante Apodaca, no existían salas de vistas, por lo que éstas se celebraban en el despacho del juez. Comparecimos el apelante, mi cliente y un servidor.

El juez, hoy felizmente jubilado, hombre que a su sapiencia jurídica añadía un carácter afable, preguntó al recurrente, al comenzar el acto, si comparecía sin asistencia letrada.

– Yo no necesito abogado para nada –respondió el tipo, como si hubiera sido insultado.

– En ese caso, tiene usted la palabra –le concedió S.Sª la venia.

– ¿Cómo dice?

– Que puede explicar los motivos por los que no está conforme con la sentencia.

– ¡Yo a usted no le conozco de nada, y, por lo tanto, no le tengo que dar ninguna explicación!

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