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Un Confesante Torpe

Los letrados que, para su ventura personal, son tan jóvenes…

Los letrados que, para su ventura personal, son tan jóvenes que accedieron al ejercicio profesional a partir del año 2000, no han conocido los procedimientos civiles regulados en la anterior Ley de Enjuiciamiento civil, tan venerable ella, que fue promulgada con carácter provisional y alcanzó una longevidad más que secular.

En aquella Ley, los trámites se sustanciaban por escrito, y la oralidad era una desconocida. Las preguntas que se formulaban a los confesantes estaban contenidas en los llamados pliegos de posiciones, que en paz descansen. Las preguntas -posiciones- tenían un sentido directo y cuasi inquisitorial, y se clavaban en la frente del que había de responder como una flecha certeramente disparada: «Diga ser cierto que…»

Igual envoltura tenía la práctica de la prueba testifical, en la que el testigo era sometido a un doble interrogatorio de preguntas y repreguntas, no siendo nada raro que muchos testigos respondieran afirmativamente a una cosa y a su contraria.

Lo que vengo diciendo hasta ahora no sería más que ganas de perder el tiempo si se dirigiera a profesionales que hace años que dejaron de ser bisoños y que, por ende, conocen perfectamente cuál era la mecánica de aquellos viejos procedimientos. La aclaración previa no tiene otro alcance que el de explicar a los más jóvenes por qué se podían producir episodios como el que me dispongo a narrar.

Nunca, en mi dilatada ejecutoria profesional, he adquirido la plena convicción de que fuera cosa acertada aleccionar con especial celo a confesantes y testigos. Aparte de su relativa eficacia, se corre el riesgo de vivir situaciones comprometidas. Creo que en algún sitio he referido la que vivió aquel letrado que, preocupado por la falta de perspicacia de su cliente, y ante el temor de que se cargara el pleito, le aconsejó que, en la prueba de confesión, y para eliminar todo peligro de metedura de pata, respondiera negativamente a todas las preguntas que se le hicieran. Iniciado el acto, el juez procedió a formular “las generales de la Ley”.

– ¿Se llama usted don Fulano de Tal? – comenzó Su Señoría.

– No, señor -respondió, resueltamente, el confesante.

– ¿Cómo qué no?

– Que no señor, que aquí, mi abogado, me ha dicho que conteste a todo que no…

El pobre abogado lamentó toda su vida que en aquel momento no se lo tragara la tierra.

Pero el sucedido destinado hoy a rellenar esta página fue más llamativo, y…

Pero el sucedido destinado hoy a rellenar esta página fue más llamativo, y, por lo no sólito, posiblemente no se haya dado en la historia del foro otro parigual. Sin duda que de los compañeros veteranos no seré el único que tenga noticia del mismo. Su protagonista fue un letrado que, merced a su prestigio, alcanzó a gozar de una clientela amplia y fiel. Era hombre de mente despejada y de carácter abierto, con cuya amistad me honré y con el que contendí en alguna ocasión ante los Tribunales. Desgraciadamente, la muerte hizo presa de él cuando estaba en lo mejor de su fecunda madurez.

Intervenía este colega en un pleito de cierta importancia, en el que había sido citado a confesar su cliente. Estaba seguro de que le iban a formular una posición de cuya respuesta dependía en buena parte el éxito o el fracaso. Por esta razón, le alertó sobre lo que había de contestar.

– Cuando le pregunten sobre este extremo, conteste usted que no es cierto.

Algo hacía sospechar al letrado que su cliente no era demasiado despejado de mollera, por lo que insistió machaconamente en aquella advertencia.

– Ya sabe lo que tiene que responder cuando le pregunten por eso: que no es cierto.

– Sí, don Francisco; tengo que contestar que no es cierto.

Tantas veces se lo repitió -la última, momentos antes de entrar en el despacho del juez-, que quedó tranquilo y confiado en que todo iría bien.

Durante la práctica de la prueba, y tal vez por la confianza que le daba la cercanía de su abogado, aquel hombre fue respondiendo razonablemente bien. Llegó, por fin, la pregunta prevista, cuya respuesta fue tan minunciosamente preparada.

– Sí, es cierto.

El letrado enrojeció de ira al escuchar aquellas palabras. Se levantó de su asiento y, sin mediar palabra alguna, y ante la estupefacción del juez, le arreó a aquel zopenco una de las más sonoras y hermosas bofetadas de que se guarde memoria.

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