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Aconfesionalidad y Patronazgo

La Constitución Española de 1978 instauró un sistema eclesiasticista (es decir, las bases generales e indisponibles sobre las que deberán girar las soluciones que el Estado dé a los problemas religiosos y de conciencia ante los que se enfrenten sus ciudadanos) muy concreto y acertado: se trata de un esquema piramidal en cuya cúspide se encuentran los principios de libertad e igualdad religiosa, de los que se deriva el principio de aconfesionalidad del Estado y complementados por el de cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas. Como lo anterior no es fácil de comprender a vuelapluma, trataré de explicarlo brevemente.

Los orígenes

Durante el siglo XIX y principios del XX, todos sabemos que la sociedad española se encuentra dividida ideológicamente entre liberales y conservadores, que irán alternándose en el poder, modificando cada vez sus instrumentos jurídicos fundamentales, las Constituciones, o sencillamente a través de la legislación ordinaria, que incorpora medidas favorecedoras de la Iglesia Católica o claramente anticlericales. Simplificando mucho las cosas, se puede decir que los gobiernos de signo conservador irán ligados al mantenimiento del confesionalismo católico a ultranza y los de corte liberal introducirán, al principio matizadamente, la idea de libertad de cultos, evolucionando con el paso del tiempo hasta el laicismo beligerante de la II República.

Las «dos Españas» de Machado cada vez se enfrentarán con mayor virulencia, convirtiéndose la llamada «cuestión religiosa» en el caballo de batalla de las ideologías polarizadas, mezclándose política y religión para aunar visceralidades. En el fondo, lo que subyace es una instrumentalización del hecho religioso al servicio de las ideas políticas, apoyada por la obvia realidad de que parece más “caballeresco” y noble luchar por la fe o por su negación, que por meras medidas económicas, fiscales o de puro poder, que son las que se vislumbran en el trasfondo de esta encolerizada etapa de nuestra historia.

La Constitución de 1978 se enfrenta a grandes retos, uno de los cuales (quizá el que mayores pasiones podía levantar, como era de esperar) era zanjar –de una vez por todas- aquella enconada cuestión religiosa que el franquismo había sellado por la fuerza durante cuarenta años, pero que en la nueva era de libertad volvía a resurgir con renovadas energías. De ahí que no se opte ni por un sistema confesional, ni por un sistema laico, sino por un nuevo modelo intermedio, el de libertad religiosa, en el que todos pueden tener cabida sin ofender a los demás.

La libertad religiosa en un Estado social, no se puede entender sino ligada a la igualdad religiosa, y ambas cohonestadas hacen surgir el principio de aconfesionalidad como algo necesario: no puede haber libertad si no se trata a todos por igual, y si todos son iguales, ninguna confesión puede estar (a los ojos del Estado) por encima de las demás, porque las discriminaría.

El principio de aconfesionalidad

La aconfesionalidad, que es un principio en esencia negativo, significará entonces que el Estado nunca pueda: ni concurrir con los ciudadanos en cuestiones de fe, ni ser sujeto de libertad religiosa, ni escoger determinada confesión como oficial, ni ser indiferente ante las creencias religiosas, ni inspirar su legislación en determinados axiomas fideísticos. La doctrina ha resumido muy bien la cuestión al decir que el Estado se excede cuando quiere ser algo más que «sólo Estado».

Para el Estado Español, ninguna opción es mejor ni peor que otra, ni siquiera la de la mayoría sociológica. No puede entrar a valorar, en ningún caso, los contenidos axiológicos religiosos, sean de una confesión establecida, sean de un mero grupo religioso, sean ateas, agnósticas o indiferentes. En este mismo sentido, el Estado no puede tener finalidades religiosas, porque los valores de la sociedad le son propios y seculares, con lo que, por definición, no pueden coincidir unos y otras (podrán coincidir las finalidades sociales que tenga determinada confesión, pero nunca las religiosas stricto sensu).

Lo que tiene que hacer el Estado es lograr que se pueda ejercer la libertad religiosa por parte de los individuos y de los grupos, en un clima social de paz y armonía, para que los que opten por determinadas creencias (afirmándolas, negándolas, cuestionándolas o ignorándolas) no se vean discriminados por la sociedad. De este modo, el contenido del principio de aconfesionalidad es más «permitir que se haga» y «no obligar a hacer», es decir, que el Estado debe respetar que cada cual quiera y pueda cumplir con sus deberes religiosos, así como aceptar que fuera posible incumplir cualquier «deber religioso» que viniera impuesto por los poderes públicos.

Pero todo lo anterior va referido, en todo caso, a la actuación de los poderes públicos y sólo vincula a los particulares en el sentido de que nadie puede obligar a otros a realizar actividades religiosas que no desea, ni impedírselas si las quiere llevar a cabo; pero ahí termina la imbricación entre el principio de aconfesionalidad y la actividad particular.

La actividad profesional

Los colegios de abogados se configuran jurídicamente como corporaciones de derecho público amparadas por la Ley y reconocidas por el Estado, con personalidad jurídica propia y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines. De forma coherente con la concepción de Estado social y democrático de derecho que propugna la Constitución, los colegios profesionales son algo más que simples asociaciones privadas (aunque sin dejar de serlo), pues son los cauces expresamente legitimados para actuar como intermediarios institucionales entre el Estado y la sociedad.

Tanto es así que se justifica la propia existencia de un colegio profesional en el interés público y general, sin que ello haga perder de vista que también debe atender a los intereses particulares del colectivo al que representa. Esto implica una duplicidad de fines –púbicos y privados- que configuran la naturaleza y funcionalidad mixta de estas entidades privadas que sirven al interés general, pero sin convertirse por ello en entidades públicas. De este modo, la ordenación del ejercicio de la profesión y la representación de sus intereses generales constituyen los fines y funciones públicas de los colegios de abogados, en tanto que la defensa de los intereses profesionales de sus miembros configura el bloque complementario de finalidades y funciones de interés común.

En ejercicio de sus finalidades públicas, los Colegios de Abogados actúan por delegación de la Administración, cumpliendo funciones que los justifican como corporaciones de derecho público, entre las que encontramos la ordenación de la actividad profesional, la lucha contra el intrusismo, la conciliación y el arbitraje, la regulación de honorarios y de los servicios de turno de oficio y asistencia al detenido y el control del cumplimiento de las normas deontológicas.

En lo tocante al bloque de funciones específicas del colectivo al que representan, los colegios de abogados se configuran como entidades de prestación de servicios a sus miembros, como lo son, entre otras, la organización de actividades y servicios comunes de carácter profesional, cultural, de asistencia, de previsión y análogos, la organización de cursos de formación profesional, inicial y continuada, la bolsa de trabajo, el servicio de atención al colegiado, etc.

Esta duplicidad necesaria de funciones públicas y privadas los configura como entidades mixtas que deben deslindar en todo momento cuándo están actuando en el marco público (sometidos, por tanto a la normativa y limitaciones de los poderes públicos, en tanto en cuanto ejercen como delegados de ellos) y cuándo en el privado (sometidos para ello a la normativa colegial general y directamente a sus propios Estatutos).

El posible patronazgo

En un Estado aconfesional, los organismos públicos no pueden tener patrones o patronas de determinada confesión religiosa, aunque esta sea una afirmación que choca bastante con la práctica habitual de muchas de nuestras instituciones, entre las que son de destacar casos como el del Ejército o los de la mayoría -por no decir la totalidad- de Ayuntamientos españoles, o de tantas otras entidades públicas que promueven, realizan o acuden a actividades católicas basándose en la “tradición secular”.

Pero en el caso de los colegios profesionales, no estamos en puridad ante un organismo público, sino ante una entidad privada que presta un servicio público, a la vez que ofrece otros privados. De lo que se trata aquí, por tanto, es de identificar en qué ámbito de actuación se inscribe la erección del patronazgo; si se inserta en el de sus funciones públicas, difícilmente podrá encajar con nuestro principio de aconfesionalidad; pero si se imbrica en las estrictamente privadas, estando de acuerdo los colegiados, y habiéndose seguido el trámite estatutario preciso para que se determine dicha voluntad general, vencería la naturaleza privada, que habilita a cada cual para realizar las opciones fideísticas, o no fideísticas, que se consideren oportunas.

Atendiendo pues, a las funciones públicas de los colegios de abogados en particular –ejercidas por delegación de la Admiminstración-, que detallé anteriormente, me parece que el patronazgo nada tiene que ver con la ordenación de la actividad profesional, ni con la conciliación y el arbitraje, ni con la regulación de honorarios y de servicios de turno de oficio y asistencia al detenido, ni con el control del cumplimiento de las normas deontológicas, ni con la lucha contra el intrusismo (¡a menos que, en este último punto, seamos devotos de otra advocación o deidad!).

En cambio, si entramos a valorar las funciones específicas del colectivo al que representan (que serían las estrictamente privadas), los colegios de abogados se configuraban como entidades de prestación de servicios a sus miembros, como lo son, entre otras, la organización de actividades y servicios de asistencia, de previsión y análogos, la organización de cursos de formación profesional, inicial y continuada, la bolsa de trabajo, la atención al colegiado, la organización de actividades y eventos comunes de carácter profesional o cultural, etc. Es en este último marco, el cultural, en el que se mueve la invocación de un patrón o patrona; el detalle de que dicha invocación deba ser «común» para el colectivo no significa –en ningún caso- que tenga que ser unánime para no vulnerar el principio de igualdad religiosa de los demás. La igualdad no implica nunca uniformidad ni unanimidad. Simplemente, con que la mayoría estatutariamente establecida lo acepte es suficiente para que sea legal.

Distinto sería si afectase a aquéllas actividades realizadas en estricto desempeño del servicio público, o si se erigiese como requisito de colegiación la adhesión formal y dogmática a la figura del patrón o patrona o a la creencia concreta que representa, o, incluso, si supusiese, aunque fuera en el ámbito de los derechos o facultades de los colegiados, algún privilegio o discriminación para los no adeptos.

Pero, salvados los anteriores obstáculos y eliminados los motivos reales de posible desigualdad, en tanto en cuanto no afecte a la actividad pública delegada ni al elenco de derechos y facultades -y siendo aprobado por el método establecido- tener o no patrón o patrona no colisiona, en absoluto, el invocado principio de aconfesionalidad del Estado proclamado en el art. 16.3 de la Carta Magna.

Sostener lo contrario es no entender que, si este principio rige para los poderes públicos es, precisamente, para que los particulares (como lo son los Colegios de Abogados en este punto) puedan ejercer una auténtica libertad religiosa. Lo que no es democrático es no aceptar que el resto de particulares mayoritarios puedan ejercer su libertad religiosa, sólo porque el resultado no ha acogido la opción que a uno le hubiese interesado, cuando ello ni merma ni aumenta en nada los derechos de la minoría.

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