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Tres Muertes en Estambul

Tres Muertes en Estambul

Érase una vez una ciudad y dos continentes, una ciudad y dos mares, una majestuosa danza de piedra y agua a la que sus constructores y destructores dieron muchos nombres, Bizancio, Constantinopla, Estambul, que padeció reyes, emperadores y sultanes, donde se han elevado templos a dioses innumerables, que se llamó a sí misma la segunda Roma, y en la que se codificó el derecho romano, en cuyo harém de Topkapi conspiraban eunucos y concubinas que serían arrojados al Bósforo atados a piedras cuando se proclamara un nuevo sultán. Una ciudad donde se discutió el sexo de los ángeles y las imágenes sagradas fueron destruidas por los iconoclastas y luego tapadas con yeso o arrancadas por los turcos. Una ciudad mortificada por mil asedios que sobrevivió a todos los invasores a costa de agasajarlos. Capital de muchos imperios, a cual más cruel, a la que estuvo a punto de ser enviado entre cadenas un español cautivo en los baños de Argel, para que el Quijote no se hubiera escrito nunca. Una capital donde durante siglos la antigua opulencia de sus monumentos ha sobrevivido entre matojos y miseria sin que nadie le prestara atención, donde la victoria ha tenido siempre el sabor de la derrota y ésta a su vez ha resultado espléndida.

Las mezquitas elevan sus caparazones contra el cielo, como si desconfiaran de él, y le apuntan con sus largos minaretes. Las ruinas imperiales se ierguen en medio de infinitos bazares, de callejas apretadas, de barcos que no cesan de cruzar el estrecho, de la turbulencia de sus murallas mordidas, de alfombras, de cafés. Ciudad de sonrisa difícil, poblada de mostachos, caótica, que juega a contemplarse en el mar de Mármara y usa el estrecho del Bósforo como sumidero para sus vicios y a la vez como patio trasero, un espacio limpio al fin donde el aire se vivifica y el aire azul concede un respiro al tumulto de las calles. Pero si la naturaleza siempre se renueva, la ciudad prefiere acumular la historia. Con todos sus monumentos, parece surgida de las mil y una noches, y sin embargo añora Europa, desde antiguo sus habitantes se sienten olvidados de nosotros, como si se hubieran quedado estancados a medio camino y no pudieran alcanzarnos. Tiene de occidental esa extraña idea de la razón, la importancia de la medida, y por qué no decirlo, el pudor. Y arrastra de Oriente la violencia sin motivo, la sumisión infinita, el ansia de una fe.

Estambul, tantas veces se ha dicho, es un puente entre Europa y Asia. Pero nadie se detiene a vivir en un puente, sólo sirve para transitarlo, para ganar una orilla o la otra. Ese carácter de puente, aparte de hacerle víctima propicia de todas las invasiones, es lo que me atrajo de Estambul, porque simboliza la vida misma, un intermedio, una pasarela entre dos mundos, una memoria llena de contradicciones y un futuro incierto.

Yo necesitaba esta ciudad porque la novela que iba a construir trataba justamente sobre personas que habían llevado vidas errantes, casi de peregrinos, llenas de tribulaciones. En Tres muertes en Estambul todos iban a buscar una razón para vivir, iban a decidir en qué orilla quedarse, necesitarían aceptar su pasado y redimirse.

Durante la Segunda Guerra Mundial, se refugian en Estambul gentes de toda Europa. Es un nido de espías y se cometen crímenes ante el silencio de la policía turca, que no quiere comprometer su neutralidad. Aquí vive con falsa opulencia una duquesa rusa, la princesa Beresina.

Cuando su hermano David sea detenido por la policía, ella deberá enfrentarse a miembros de la Gestapo, a agentes dobles, y al general Ozabán, el corrupto jefe de la inteligencia turca. Conocerá a Dick, un americano, el dueño de Café Estambul, el local nocturno más popular de la ciudad.

La cacería emprendida por sus enemigos les obligará a decidir qué buscan en realidad: la fortuna, el amor o la libertad. Al incorporar algunos personajes históricos, esta novela trata de ofrecer un fresco vibrante del Estambul convulso de la guerra.

Ya he tratado la segunda guerra mundial en otra ocasión, en La cabeza de Diana. ¿Por qué tocar el conflicto de nuevo? Esa guerra llama mi atención porque es el símbolo del siglo XX. Y el siglo veinte aún está aquí

Todavía lo padecemos. El tercer milenio no lo hemos estrenado, aún no hemos encontrado su camino. Seguimos repitiendo errores y cayendo en las trampas que nos ha dejado el siglo anterior. La era atómica, la propaganda, el relativismo moral, la masificación, la destrucción del arte, la aparición de ideologías totalitarias, el sometimiento a los medios de comunicación, la adoración de la máquina como sinónimo de progreso.

Aun así, la guerra sólo constituye un paisaje de fondo para mi novela. Mi verdadera vocación era vivir la vida de mis personajes, aprender cómo eran, conocerlos. Para ello, convertí la grandiosa, decadente ciudad de Estambul en un enorme engranaje, un gigantesco reloj de cuerda donde pondría a prueba los sentimientos y actitudes de cada cual, esperando que eso me permitiera inmiscuirme en su corazón. Claro que hablo de mi propósito. Si lo he conseguido o no, lo dejo al criterio de quien tiene la última palabra, el lector.

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