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Símil Taurino

Símil Taurino

Mi afición a la fiesta nacional me ha hecho concebir cierto paralelismo entre el toro de lidia y el abogado. No quiero decir, Dios me guarde, que los abogados tengamos cuernos o nos semejemos a ese animal. Es mi afición a dicha fiesta la que constantemente  me lleva a similitudes, por otro lado tan habituales en el lenguaje español. El ruedo, palenque en donde se libra la lidia, puede ser nuestra profesión, en donde tiene lugar la lid que es el pleito. El abogado, como el toro, irrumpe en ese ruedo sin saber muy bien lo que en él le espera, desconociendo ingenuamente a menudo que en la batalla de la abogacía se va a encontrar con que le citan con señuelos y trajes de luces que consiguen engañarle; ignorando que hay suertes en las que recibirá el punzón de los garapullos, o que desde lo alto de un percherón un tío gordo te meta una vara en todo lo alto. Ahí va, pues, un símil taurino. Seguro que muchos se verán retratados:

Yo era un añojo. Apenas hacía dos primaveras desde que vi la primera luz. No sabía entonces para qué había nacido, pero mi destino estaba predeterminado. Yo sería  un toro de lidia. Un día frío de invierno, nos reunieron y nos condujeron al chiquero que da a la pequeña plaza redonda. En el centro, se había apilado leña y se había encendido una gran hoguera; cuando estaba en ascuas, introdujeron en ella unos palos largos. Nos fueron sacando uno a uno, nos tumbaron en el suelo sobre el costado derecho. Un gañan de la finca sacaba de las ascuas  los palos con la punta incandescente y nos los aplicaba a la piel. Era dolorosísimo. Después, en una de mis orejas, con una navaja, me hacían una muesca. Por fin, me soltaron. Ya estaba catalogado en la ganadería. Tenía un nombre y un número, éste grabado a fuego en mi costado. Me llamaba “Letrado”.

He de reconocer que, desde el herradero, mi vida transcurrió plácida. Comía abundantemente en los ubérrimos pastos de la finca. Cuando faltaba la yerba, me daban pienso, de modo que nunca tuve hambre ni sed.

Como digo, desconocía qué había de ser de mí. Un día, cuando ya tenía casi tres años me apartaron de los demás y me hicieron correr delante de dos caballos montados por hombres que empuñaban una larga vara. Me acosaron y me derribaron. Aquello me llenó de ira y me enfrenté a ellos una y otra vez, hasta que comprobé que abandonaban la pelea.

Al cumplir cuatro años, nos apartaron a mí y a cinco más y nos metieron en un corral, aislados de la piara. Allí pasamos todo un verano y el invierno, alimentados por el conocedor, que diariamente nos llenaba un cajón de pienso. Empecé a engordar. Me encontraba bien, pero un poco aburrido. A veces, jugábamos los seis, figurando que luchábamos a muerte, entrelazando nuestras astas y empujándonos. Una tarde, sentí algo raro en mis entrañas. Un indefinible calor me invadía por donde orinaba,

Al salir al ruedo, me pareció que todo era mío. Encampané la cara, deslumbrado por el sol, y me emplacé encima de la boca de riego. Quedé unos instantes observando cómo desde el otro lado de la plaza circular me llamaban la atención con vistosas telas. Pude interpretar que las señales no eran amistosas ni valientes, porque se parapetaban tras las tablas cuando acudía; además, antes, en el callejón, me habían pinchado en el morrillo, prendiéndome algo que no podía ver. Por ello, decidí plantar batalla, pensando que mío era el triunfo, ya que todos se escondían tras el callejón cuando les acometía.

Jarreé con tranco largo, apretando el trote, hasta llegar al burladero, en el que rematé bufando, haciendo saltar astillas… y volví a los medios. Estaba claro que allí mandaba yo. Nadie se atrevió a salir.

De pronto, vi que a lo lejos salía a la arena un hombre vestido con distinta ropa que la que en el campo llevan, con bordados relucientes y alamares desconocidos hasta ahora para mí, portando por delante una amplia capa de color rosáceo, que parecía citarme. Arremetí contra  esa figura semiescondida, con la certeza de que la encontraría detrás de la capa. No fue así. Al cabo del encuentro, volví al vacío. Me habían burlado. Me dije que no volvería a pasar. Lo intenté de nuevo al percatarme de la presencia de la fulgurante figura. Fue en vano. Sólo pude rozar con mis astas el percal. Una y otra vez repetí la embestida sin éxito, mientras la gente vitoreaba al burlador, que al final me dejó frente a un corpulento caballo vestido con faldas y una venda negra sobre el ojo, alejándose de mí con ademán insolente y despreciativo. No advertí que el jinete que montaba al percherón  blandía una vara larga y menos que ésta terminara en una pulla de acero. Sin pensarlo, prendí carrera contra el équido. No podía fallar. Me estrellé contra la falda, comprobando que, lejos de ser ligera, estaba fuertemente acolchada, impidiendo ser penetrada por mis defensas. Empujé cuanto pude y con tanto coraje que, en un primer momento, no noté que en mis lomos hendían aquella pulla, hasta hacerme un boquete. No me arredré por ello, sino que, acumulando toda mi fuerza, empujé más y más hasta quedarme dormido bajo la panza inalcanzable, sin oír las voces que intentaban deshacer  la colisión, enseñándome otra vez el amplio capote, hasta que, dolido por el castigo, decidí buscar pelea más ventajosa frente a los hombres vestidos de luces, quienes, después de burlarme, me dejaron otra vez frente al caballista que, haciendo sonar con estruendo el estribo, me retaba otra vez, alzando la pica al tiempo. Aun sabiendo lo que me esperaba, yo no había nacido manso y jamás rehuí una afrenta. Con más fuerza que la vez primera, desde más lejos, entre el estruendo de las palmas, acudí con presteza al desafío, abrigando la esperanza de derribar al mastodonte. Otra vez me encontré con el puyazo que frenó mi acometida, no tanto como para hacerme desistir. Yo era de raza brava y no podía decepcionar. Afortunadamente, el varilarguero se limitó a señalar, sin ahondar.

Tuve unos segundos de descanso, mientras oía los clarines. Allá en el palco, un hombre asomó por el balcón un pañuelo blanco, que  erróneamente interpreté como de paz.  Me equivocaba. Otra vez un hombre, esta vez vestido de plata, llamaba mi atención  protegido con su capote. Por lo visto, el combate no había terminado. Un poco repuesto de la anterior batalla, no había perdido la esperanza de ganar esta guerra. No cabía comparación entre mi arrogante figura, casi mítica, y la de aquellos saltimbanquis de carnaval que me retaban.  Mientras fijaba su atención en uno de ellos, otro me sorprendió desde atrás, armado con dos palos de colores; recortando mi carrera, alzó los brazos y me clavó dos arpones en todo lo alto, sin que yo pudiera engancharlo. La ceremonia se repitió dos veces más. Estaba ya a punto de desistir, cuando otra vez los clarines y el pañuelo blanco me hicieron suponer que se pasaba a otra fase. Mi optimismo inicial se estaba viniendo abajo, conservando sin embargo fuerzas para seguir luchando y esperanza de victoria.

Uno de los hombres de oro tomaba con su mano izquierda una tela roja y un palo con empuñadura, dirigiéndose primero al del pañuelo y luego, con el tocado negro en la mano derecha, se encaminó al centro de la plaza, entre nuevos aplausos del gentío, que se prolongaron mientras él alzaba su gorra al tiempo que daba una vuelta sobre sí mismo, para terminar arrojándola hacia su espalda. Yo contemplaba la escena mientras descansaba de los ataques recibidos, entre las dos rayas pintadas en el suelo. No entendía nada. Respiraba con cierta dificultad. Vi como mi sangre resbalaba hasta la pezuña. Sin darme cuenta, mi boca se abrió para coger más aire.

Fijé mi atención en el hombre cuyo vestido cobró más relumbre al encenderse arriba unos como pequeños soles que mejoraban la visión. El hombre se acercaba con paso lento y solemne hacia mí, con la tela roja desplegada delante de sí. Tras engañarme tres o cuatro veces, me volvió la espalda con gesto arrogante. Comenzó a sonar una música sin saber yo en honor de quien. He de reconocer que después de tres tandas parecidas, me sentí aburrido y humillado.  Estaba cansado. Se me nublaba la vista. Adiviné que la música y las palmas no eran para mí. Me rendí, sí, a pesar de mi bravura. En mi último encuentro, sentí que algo me traspasaba el corazón.

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