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Sexo neutro

EI añejo episodio escogido hoy para esta página de nuestra Revista hubo lugar en un Juzgado de Distrito de Sevilla, del que era titular un juez que permanece en la memoria de los viejos abogados de esta ciudad por su sencillez, su sentido del humor y el sello de humanidad que imprimía a todas sus actuaciones. No consigno su nombre por permanecer fiel a la disciplina que me impuse cuando me di a la intrascendente tarea de recopilar anécdotas judiciales; pero, desde luego, esta vez no es ése en el que algunos compañeros de mi quinta y aledañas están pensando.

A guisa de preámbulo obligado, conviene hacer una ligera referencia a lo que de insondable hay en la mismisidad de todo ser humano. Aunque con carácter general cada uno se ama a sí mismo, no es raro que cada ser albergue en sus adentros un cachito de insatisfacción. Unos hubieran deseado ser más altos o menos orejudos; otros, tener más pelo o menos barriga. Incluso habrá caso en que algunos hombres hubieran preferido ser mujeres, y viceversa, imaginando que, por unas u otras razones, sería más ventajoso pertenecer al sexo opuesto.

Parece empíricamente comprobado que los únicos que se muestran totalmente conformes con su sexo son los que no lo tienen del todo definido. Son esos seres ambiguos, que parecen fruto de los titubeos de la Madre Naturaleza, dudoso entre hacerlos hombre o mujer, y que, en esa actitud dubitativa, la sorprende el parto y los lanza al mundo con cuerpo de lo uno y alma de lo otro. A estas personas tan respetables como cualesquiera otras -siempre naturalmente, que se hagan respetar, lo que es aplicable a esas cualesquiera otras-, el tiempo actual las agrupa bajo la denominación de gays y forman lo que, tan tontamente, hoy se llama “un colectivo”. Superados los tiempos en que habían de ocultar, o al menos disimular, su condición, hoy pregonan su orgullo por plazas y jardines y se muestran en espectáculos, cine y televisión tal como Natura las crió, sin ningún tipo de inhibición. El protagonismo de nuestro caso -al que llamaremos, por ejemplo, Kety- pertenecía a ese colectivo. Según constataba a cuantos le conocían, era un afeminado respetuoso y respetado. Sus gestos, sus ademanes y su voz no dejaban margen al equívoco. Su inteligencia era primaria y su cultura nula. Pese a ello, y acaso por la sensibilidad propia de su mitad femenina, estaba dotado de un especial sentido de la finura y la delicadeza, de forma que su trato con la gente no resultaba desagradable y, desde luego, estaba muy lejos de la procacidad. En cuanto al aspecto sentimentalde su vida, Kety nunca dió, en su proyección exterior, pábulo para el escándalo; otra cosa era la sordidez de su vida privada, que a nadie le importaba. Aunque no le faltaban emparejamientos ocasionales, su máxima ilusión era alcanzar la estabilidad de sus sentimientos. Solía decir, en confianza, que tenía vocación de “casada”, y soñaba con que un día no lejano desaparecieran los impedimentos legales para que dos personas del mismo sexo pudieran contraer justas y legítimas nupcias.

Kety vivía de las ganancias de un puestecillo de chucherías, al que, desde hacía algún tiempo, acudía diariamente un atildado caballero, de mediana edad, solterón y arruinado, con el que entabló una cierta amistad. No esfuvo certero el gay al interpretar los sentimientos de su asiduo cliente, confundiendo lo que era una simple simpatía con otro tipo de intenciones. Así, en su mente anidó la idea de formar con él una unión tan firme y sólida como lo pueda ser hoy la de Isabel Pantoja y Julián Muñoz.

Eludiendo toda suerte de circunloquios, una mañana, cuando el maduro se acercó al puesto, como solía, el amadamado lo requirió de amores espetándole, con brutal, claridad, su proposición de coyunda seria y formal. El atildado caballero le respondió en el acto, sin luenga ni demora; le respondió sacudiéndole un tremendo puñetazo, que lo levantó dos palmos del suelo, perdiendo en el vuelo un par de piezas dentarias. Se originó en la calle el natural revuelo, sin tardar en hacerse presente la Policía.

Aquello terminó en juicio de faltas. El agresor ocupaba el lugar de los acusados, en actitud digna y un punto altiva. Kety respondía al interrogatorio del Fiscal; en un paisaje de su explicación de lo ocurrido, dijo:

– …porque ya se sabe cómo “semos” los mariquitas…

– Somos, somos -le corrigió Su Señoría.

Y Kety, sin poder reprimir un agudo gritito, exclamó:

– ¡Huy! ¡Qué sorpresa, señor Juez! ¿Usted también…?

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