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Reflexiones sobre el concepto de seguridad y la deontología del Abogado

Reflexiones sobre el concepto de seguridad  y la deontología del Abogado

Las narraciones están hechas para deleitar al lector, para dar a conocer pensamientos, hechos, hazañas y experiencias que versan sobre acontecimientos reales o que son fruto de la creatividad literaria. No obstante, a veces, las historias sencillas –o no tan sencillas- de hombres, de mujeres o de cualquier otro ser de la naturaleza, que encontramos por casualidad -o por cualquier otro motivo- mientras hojeamos libros añosos, nos conducen a fértiles reflexiones sobre el papel que desempeña el abogado, en esta sociedad cada día más compleja. Historias que nos permiten aprehender la realidad –suponiendo que la realidad pueda aprehenderse en algún momento-; y nos dejan tomar contacto con aquello que ocupa, preocupa y perdura en la vida de los seres humanos.

Historias y reflexiones que encontramos en párrafos como el que queremos mostrarles:

“Yo necesito la inme-diata posibilidad de escape, pues, ¿no puedo ser atacado a pesar de toda mi vigilancia en el punto más inesperado? Vivo en paz en lo más profundo de mi casa, y entretanto se me aproxima sigilosamente el enemigo. No quiero decir que tenga, mejor olfato que yo; tal vez me ignore como yo lo ignoro a él. Pero hay bandidos apasionados que perforan ciegamente la tierra y que por la enorme extensión de mi obra, pueden alentar la esperanza de dar con alguno de mis caminos. Ciertamente, tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer perfectamente todos los caminos y direcciones. Es fácil que el bandido se convier-ta en mi víctima, en una dulce víctima. Pero yo enve-jezco, hay muchos que son más fuertes que yo, mis ene-migos son innumerables; podría suceder que yo huyera de uno y cayera en las garras de otro. ¡Ah, todo puede suceder! De cualquier modo, necesito tener conciencia de que en alguna parte hay una salida completamente expedita, fácilmente alcanzable,…”

De esta rebuscada manera, pretendemos evocar un sentimiento de existencia cotidiana: el sentimiento de querer sentirse a salvo de cualquiera de los daños o peligros que genera la convivencia en sociedad. Es incuestionable que los seres humanos sufrimos. Y es esa situación individual de sufrimiento, tan vulnerable y tan hostil, la que nos hace demandar confianza. Una situación que nos obliga a protegernos de las actuaciones y actitudes que ponen en riesgo nuestros derechos y nuestras libertades. Y cuando estamos inmersos en ese escenario es cuando reclamamos seguridad.

Seguridad entendida como la necesidad de tranquilizar nuestros miedos y las inquietudes que perturban el desarrollo de nuestra vida normal. Seguridad concebida como el esfuerzo en la búsqueda de una situación de protección y como la capacidad de dar respuesta efectiva al conjunto de riesgos, de temores y de vulnerabilidades a los que se enfrenta el ser humano. Un paisaje idílico en el que la persona, y la comunidad en la que se integra, están libres de los daños y de las amenazas que se ciernen sobre ellos. Por eso el ser humano se dedica con entrega a todas las posibles actividades, ocupaciones y preocupaciones que tengan la finalidad de conseguir ese espacio, ese marco o esa situación de seguridad. Y por eso se dice que la seguridad es un “valor de situación”. Tanto es así que, etimológicamente, securitas proviene de sine cura, que viene a significar unas circunstancias libres de cuidados, sin curas, sin preocupaciones.

Se trata de un concepto muy amplio que opera en muchos contextos; por eso, en cada uno de los ámbitos de estudio y de aplicación, el vocablo «seguridad» suele venir acompañado de una calificación. Sin embargo, los distintos calificativos que pueden seguir al término “seguridad” rara vez abandonan el campo de lo jurídico. Es cierto que cobra un matiz especial y distinto cuando nos referimos a la «seguridad jurídica», que cuando hablamos de la «seguridad industrial», «seguridad medioambiental», «seguridad alimentaria», «seguridad social», «seguridad laboral», «seguridad vial», «seguridad ciudadana», «seguridad nacional». Algunas de ellas incluso están directamente citadas y mencionadas en nuestra Constitución, aunque, todas, están reguladas en diversas normas legales y reglamentarias.

Lo que ocurre con la seguridad jurídica es que la concebimos como el mecanismo de validación de todos los actos que están acordes con el marco normativo, tiñendo de injusto aquellos otros que no se adaptan a dicho marco. Pero sería erróneo pensar que el jurista, lo único que necesita conocer y dominar es el concepto de la seguridad jurídica. Es cierto que la seguridad jurídica es compañera omnipresente en las actuaciones procesales y de la vida forense en general, pero no es menos cierto que habitualmente se tendrá que recurrir a las distintas variantes de seguridad que se contienen en el ordenamiento jurídico y que nos obliga a estar atento para una adecuada lectura, interpretación y actualización del contenido normativo en el que se disciplina.

Todas esas facetas y vertientes de la seguridad van dirigidas a evitar o limitar el sufrimiento del ser humano. Tanto es así que hasta hemos creado un “Estado del bienestar” y hablamos de unos “derechos del bienestar”, porque queremos “estar bien”, es decir, libre de sufrimientos, sin que nada amenace nuestra seguridad y nuestra paz: nuestro “bienestar”, en definitiva. Eso es lo que le ocurre al cliente cuando llega a nuestro despacho. Es una persona que busca la solución a sus sufrimientos y busca liberarse del problema que le aprisiona.

¿Quién otorga la seguridad? ¿En quién recae la responsabilidad de garantizar y de otorgarnos seguridad? Evidentemente, el Estado es quien nos garantiza la seguridad, en todos los sentidos, en todos los ámbitos y a todos los niveles.

Para garantizar nuestra seguridad, el Estado está dotado (lo dotamos nosotros mismos) de potestades que permiten e incluso limitan nuestros derechos y nuestras libertades, lo que justificaría la existencia de aquellos controles fundados en motivos de seguridad y salud de las personas.

La seguridad no está expresamente mencionada en el Código Deontológico de la Abogacía Española, tal vez porque se trata, como decíamos, de un valor de resultado. Pero es indudable que el abogado es el gran mediador de la seguridad que necesita el cliente. Porque actúa en la zona del conflicto, desde un plano distinto al de su cliente, poniéndole en comunicación con la instancia en quien recae la estimación de sus pretensiones y facilitándole el alcance de la tranquilidad que demanda. A través del mediador y con el empleo de los medios y procedimientos previstos en el ordenamiento jurídico, esto es, de los cauces judiciales o extrajudiciales, el cliente que acude a nosotros suele hallar la solución al conflicto que le perturba. En síntesis, la intervención del letrado facilita una salida legítima y legitimada a los problemas planteados por los seres humanos.

Y al encontrar la salida, esas personas, auténticamente responsables y libres, se sienten tocados por la diosa Iustitia porque encuentran la confianza en su vida personal y social a través de la interlocución del letrado que les facilita la construcción de ese espacio, de esa cápsula libre de amenazas.

Esta preocupación del abogado por la seguridad de su cliente, paradójicamente, debe ser más intensa –en nuestra opinión- cuando está ante una persona que sobrevalora sus propios derechos en perjuicio de quienes le rodean. Esa especie de “denunciador universal” que ve como enemigo a todo el que comparte con él el mundo. Se trata de clientes que presentan un historial de litigios contumaces, normalmente fraguado tras recorrer un prolijo itinerario de despachos profesionales. Son seres monotemáticos, persistentes y hasta incansables porfiadores, que presentan una personalidad querulante.

La tan comentada y nombrada Ley 10/2012, de 20 de noviembre, por la que se regulan determinadas tasas en el ámbito de la Administración de Justicia y del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses, comúnmente conocida como “la ley de tasas”, no ha dado solución a estas patologías compulsivas del pleito ni a los “efectos colaterales” que ellas producen, porque hemos de tener en cuenta que aunque la condena en costas o la exacción de tasas pretendan fundar su existencia en la desincentivación de pleitos temerarios, no debe olvidarse que el pleito siempre comporta una dualidad de partes y el querulante puede arrastrar a otros hacia juicios no queridos ni pretendidos e incluso, mucho peor, puede ganarlos. No sería descabellado que el legislador se detuviera alguna vez, durante unos instantes, en buscar remedios a esta problemática que, en todo caso, no está exenta de cierta multidisciplinariedad.

Intuye el lector –en lógica previsión y acierto- que los tiempos de crisis no son los mejores tiempos para aconsejar la selección de clientes ni de los asuntos a tratar en un despacho, y así es. Pero las fases de inestabilidad económica también nos enseñan que son unos buenos momentos para replantearnos los principios y valores sobre los que hemos basado actuaciones anteriores.

Es aquí donde radica uno de los aspectos esenciales de la reflexión que pretendemos, pues aunque el abogado ha sido formado para el pleito, como el combatiente para la batalla, en la sala de vistas ha de existir un acuerdo moral e intelectual entre cliente y abogado, sin caer en una vana satisfacción de un éxito personal estéril que resulte desproporcionado al coste del litigante y a los recursos que la sociedad pone a disposición de la Justicia.

Ante personalidades como la del querulante, no siempre puede disponerse de un bisturí tan fino que pueda separar con claridad una reivindicación justa de una conducta pleitista, contumaz y obsesiva. Y aunque los casos más extremos aparecen claros, existen otros que exigen un análisis y una meditación concienzuda antes de poder asesorar al cliente.

Constituye un ejemplo de valor, moral y hasta de pericia, hacerles desistir de sus pretensiones temerarias en atención al principio de seguridad en su sentido más amplio, esto es, convenciéndoles de que no alcanzarán la tranquilidad y la felicidad que buscan, ni aún venciendo en juicio, porque pronto se les antojará otra situación litigiosa. Este mérito, paradigma de superación y del cumplimiento del deber, se llama honestidad.

Y aunque la seguridad ya dijimos que no está en el código deontológico, la honestidad si la encontramos en la deontología, porque el valor de la honestidad, al tener como base el respeto a la verdad, genera un trato de confianza –base auténtica de la relación abogado con su cliente-, produce también credibilidad y, automáticamente, cuando unimos la verdad, la credibilidad y la confianza, podemos empezar a pensar en una situación de seguridad. La persona honesta desprende verdad y tranquilidad y eso, a su vez, deviene en seguridad.

Una Justicia pensada y centrada en la seguridad de la persona, no sólo es una alternativa real para la resolución de los problemas, de las amenazas y de los conflictos, sino que se convierte en un instrumento decisivo para el crecimiento y el desarrollo económico de toda la sociedad.

La sensación de inseguridad es un “palo en la rueda del crecimiento”, pone trabas, dificulta y coloca cuesta arriba el empuje del carro de la vida diaria, obligándonos a una travesía de caminos angostos y pedregosos. Nos desgasta, nos vence y nos hace vulnerables.

Por el contrario, cuando se vive con sensación de paz y de tranquilidad, el ser humano “confía” en el futuro. Y esa confianza, esa “fe” en el futuro, le impulsa a progresar en el presente, a trabajar para crecer y para desarrollarse. Sabemos que el crecimiento y el desarrollo es la génesis del estado del bienestar. Y ese bienestar, a su vez, genera paz y seguridad. Por lo tanto, pensar en la Justicia desde el observatorio de la seguridad humana, es un paso de excelencia hacia el desarrollo en todos los ámbitos posibles, sobre todo para el pleno desarrollo de la dignidad de la persona, porque una vida digna es una vida valiosa, es una vida buena y en paz. La paz no es sólo la tranquilidad. La paz es una base o plataforma sobre la que el ser humano manifiesta la alegría de su libertad y en la que ensancha todas sus potencialidades. Y a eso debe tender la Justicia.

La Justicia, independiente, dotada de medios y recursos, desde una visión de cooperación y de transformación, puede crear el ambiente y el clima de confianza, decisivo para el desarrollo personal y social, si además se acompaña de un Derecho que no pivote únicamente en la coacción o en el castigo y que no sólo desincentive conductas negativas, sino que sea capaz de prevenir conflictos y motivar hacia comportamientos positivos, será todo más fácil.

Sabemos que las personas sufren en los juicios, aún cuando acuden en la búsqueda de la justicia, porque el juicio acaba con un vencedor y un vencido. Tal vez pudieran existir otros métodos sanadores de controversias que, más allá de la mera palpación de la realidad social, permitiera a los jueces y magistrados eliminar inseguridades y liberar al justiciable del anclaje pesado y esclavista que constituye el problema que le afecta. Porque la libertad no se agota en su mero reconocimiento sino que es sentirse libre. Sería la auténtica tutela judicial efectiva. De ahí la necesidad de preservar a toda costa la independencia del juez, porque es a él a quien se le ha encomendado la misión de devolver la tranquilidad al ciudadano. Y cuando el ciudadano ve que está a salvo de sus miedos, de sus sufrimientos, comprende el papel del Estado. Percibe entonces que el Estado está a su servicio y recoge los réditos de su carga contributiva. Por eso es preciso salvaguardar la Justicia, dotarla de medios y recursos y pensar en un Derecho transformador.

Galtung, que es considerado por muchos como un precursor de la seguridad humana, decía que en la guerra se quita la vida a la gente, se mata a la gente, pero la miseria también le quita la vida a la gente.

¿De qué nos serviría tener el mejor ejército del mundo si podríamos morimos de la contaminación ambiental? ¿De qué nos serviría la mejor sanidad si nos viéramos atracados y lesionados impunemente por la calle? ¿De qué nos serviría la mejor policía si no tuviéramos seguridad en los alimentos, los medicamentos o no disfrutáramos de los Derechos Fundamentales?

¿Dónde está el derecho a la vida si la vivimos en constante miedo? ¿Dónde está la dignidad de la persona si toda su vida discurre entre inseguridades, si se tiene una vida que no es digna, que no es valiosa?

Da igual morir de la explosión de un proyectil de guerra (seguridad nacional); que de una explosión en atentado terrorista (seguridad ciudadana); que de la explosión de una fábrica de abonos (seguridad industrial). No estaremos allí para analizar el origen de la explosión. Lo importante es que el Estado, a través del Derecho, nos garantiza esa seguridad. Por eso el fenómeno terrorista genera inseguridad porque –en nuestra opinión- el terrorista reta al Estado. El terrorismo en un desafío al Estado que es quién nos presta la seguridad. La vileza del terrorismo radica en que plantea su provocación destruyendo o amputando nuestras libertades más sagradas.

En consecuencia, si la libertad es uno de los valores fundamentales de las sociedades democráticas, debemos exigir -como ciudadanos- la garantía de que nada ni nadie nos impedirán ser libres. Sólo por ese motivo, libertad y seguridad no pueden ser valores contrarios. No existen espacios de controversia entre ellos. Es más, en nuestra opinión, seguridad y libertad están tan estrechamente unidas que a veces se produce una situación de metonimia. Recordará el lector aquella película de “algunos hombres buenos”, en la que un Coronel encarnado por un magistral Jack Nicholson le espetó al joven oficial del cuerpo jurídico americano, representado por Tom Cruise, aquello de “Te acuestas bajo la manta de la libertad que yo te proporciono y luego te cuestionas como te la proporcionan”.

En un sentido literal, aquel duro jefe de los marines no estaba acertado, porque él no proporciona libertad, pero algo de razón tiene porque sí que contribuye decisivamente a la realización plena de un aspecto esencial de la seguridad, que es la seguridad nacional, y con esa seguridad, entre otras, podemos disfrutar (que no significa otra cosa que saborear los frutos) de la libertad. Por eso decimos que es una situación metonímica.

La seguridad no brota de una única actuación sino que lo más acertado – a nuestro juicio- es plantearla desde aquella metáfora en la que se nos presenta la seguridad como una cadena de enorme número y variedad de eslabones, insospechados, sofisticados y multiformes muchos de ellos, permanentemente trabados y mutuamente dependientes, pero en la que la robustez del conjunto, la cadena, se mide por el eslabón más débil, que no siempre es el que aparenta más debilidad.

De la misma forma el abogado también es una pieza importante en el complejo proceso de fabricación de la seguridad, porque contribuye al buen funcionamiento de las instituciones del Estado y a la mejor administración de Justicia, porque busca opciones efectivas al contencioso y porque puede proponer nuevos enfoques, que, hoy más que nunca, se hacen necesarios para lograr la confianza del ciudadano, para proporcionarle esa salida completamente expedita y fácilmente alcanzable”; que eran, como recordarán, los anhelos del personaje que protagonizaba el relato que exponíamos al inicio.

Se eligió ese párrafo porque describe a un personaje al que le obsesiona la seguridad, dedicando toda su existencia a construir un ambiente de seguridad que bien pudiera ser una simulación del vientre materno, sacrificando su vida en un trabajo incansable, víctima de la imperfección, de la observación de otros seres desde el exterior, del principio de territorialidad, del ámbito privado en el que no es posible tolerar la presencia de otro ser próximo. El protagonista invierte todos sus días en la elaboración de este refugio que es el leitmotiv de su existencia y la preocupación de su protección le hace idear una estructura defensiva y unas estrategias de engaño y distracción de las que llega a sentir orgullo. En la cueva está la seguridad y el peligro, su gran obra y su fuente de pesadillas que finalmente se va a ver debilitada con la ancianidad.

A estas alturas, el lector ya sabe que el texto se ha extraído de la obra “La Madriguera” del genial Franz Kafka, porque -conozca o no el mundo “kafkiano”-, el lector también sabe que, algunos días, la realidad se atreve a superar al escritor praguense y nos sitúa frente a realidades “metakafkianas”.

 

. Según el DRAE, seguro es “Libre y exento de todo peligro, daño o riesgo”.

. Política, derecho y administración de la bioseguridad en América Latina y el Caribe. Dr. Raúl Brañes (México) Dr. Orlando Rey (Cuba) México, D.F., diciembre de 1999.

. Una idea recientemente expuesta por el jurista J. Brage Camazano en el capítulo quinto de su más reciente ensayo, bajo el epígrafe ‘La posibilidad de un acuerdo amistoso’. Vid.: “Ensayos der Teoría General, sustantiva y procesal, de los derechos fundamentales en el Derecho comparado y el Convenio Europeo de Derechos humanos”, Brage Camazano, J.:Edit. Adrus. Arequipa (Perú) , pág,s. 214 ss.

. Justiniano comparó a los abogados con los guerreros. Vid Campos Carballar, Pablo. La abogacía o el arte del abogado. Ed. Imprenta de Alegaría y Charlaín. Madrid. 1842. Pág. 24.

. Mikunda Franco, E.: “Justicia y legitimidad en el orden internacional como valores clave de la futura Constitución Europea. Especial referencia a España”. A.F.D. Madrid, Vol. XIX. Num. 4. (2002), pág,s. 13-25.

. Galtung, Johan. “Sobre la Paz”. Ed. Fontamara. Barcelona 1985. Pág. 108.

. Pérez Royo, Javier. La democracia frente al terrorismo global. En Obra colectiva Terrorismo, Democracia Y Seguridad, En Perspectiva Constitucional. Ed. Marcial Pons. Madrid. 2010. Pág. 8.

. SECRETS & LIES Digital Security in a Networked World Autor: Bruce Schneier. Editorial: John Wiley & Sons – Díaz de Santos Año 2000 – 413 páginas – ISBN: 0-471-25311-1

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