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Parar, templar y mandar

Ese genio que fue del toreo, -tenéis que saber a quien me refiero-, también fue maestro de la vida. El inventó, con tres infinitivos, lo que podría ser el quid o clave de cualquiera actividad, arte o industria: Parar, templar y mandar. Qué fácil ¿verdad? Esos tres infinitivos encierran en sí toda la sabiduría.

No es éste el único trasplante que en esta tierra se hace de la terminología taurina, para aplicarlo a cualquier situación ajena al arte de Cuchares. Es interminable la lista de dichos del mundo de los toros que se usan para otros ámbitos. Se dice que “está para el arrastre” o que “ya va buscando las tablas” de quien por sus achaques tiene próximo su fin. Un “brindis al sol” es decir algo gratuitamente, sin compromiso de quien lo dice. Si “te echan un capote”, o “te salen al quite” te están ayudando a salir de serio un apuro. Son miles los dichos que sirven de menú habitual en nuestro lenguaje para situaciones distintas a la de los cosos taurinos.

Pues bien: En la Abogacía, ese oficio tan antiguo como el más antiguo de los oficios, los cánones instituidos por Juan de parar, templar y mandar deberían esculpirse en la tabla de Moisés para el abogado.

En primer lugar, parar… Parar, es decir, detener ese toro que nos entra al despacho dando bufidos, resoplando por sus belfos, lleno de ira incontenible, capaz de rematar en los tres burladeros de sombra, arrancando de cuajo las tablas con sus agujas de muerte.. Parar, que es tanto como limpiar el asunto que nos entra de toda pasión, de todo prejuicio, de cuanto se aleje de la objetividad. Serenar, apaciguar, aplacar…Parar.

Templar. Aunque el verbo parece sinónimo de parar, no es lo mismo. Templar es, en el toro, acompasar la embestida, haciéndola más suave, más a cámara lenta (Curro, lo que tú hacías). El abogado ha de templar el asunto, ha de darle su cadencia, sin precipitaciones, sin que el tiempo le diga el cómo y el cuando. El tiempo, ese enemigo del abogado, a veces se te echa encima, porque tú no has contado con él. Los plazos, que dijo alguien, son para disfrutarlos. Pero que no te coja su fin con el celemín apagado. Durante el plazo, estudia, piensa y resuelve. Lo de menos es poner el negro sobre el blanco del folio; lo importante es llevar la cabeza llena de lo que ha de emborronar ese folio.

Y por último, mandar. Es lo más difícil, creo. Lo primero, porque para mandar se ha de tener autoridad. Para mandar has de tener ascendiente sobre tu cliente. Tu cliente, lego en la materia, no está por ello incapacitado de opinar, y tú, abogado, estás obligado a escuchar sus opiniones. Pero de ahí a seguir sus instrucciones va una legua. El ha depositado, o ha debido depositar su confianza en ti. Él te da, o debe darte, la autoridad de decidir el cauce que debe seguir el asunto. Y tú debes tomar la vara…y mandar. Si llega un momento en que tu cliente deja de darte esa autoridad, más vale que lo dejes. Tú no puedes ser el tronco que tire de su carruaje. Eres tú quien debe llevar entre las manos las bridas…Mandar.

Espero haber ayudado en algo a mis jóvenes compañeros, a los que se han aventurado a seguir la profesión de abogar, la más apasionante de todas, en mi sentir y con respeto hacia las demás profesiones.

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