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Obituario nº 161

Antonio Ruiz Barranco in Memoriam

Fue entre marzo y abril de este año ya crecido cuando se escribieron las últimas páginas de una vida ejemplar, la del Ilustre Abogado Don Antonio Ruiz Barranco.

Era el segundo de cuatro hermanos, (Francisco, Juan y Maria Teresa), hijos de maestros nacionales y cursó el Bachillerato en el Instituto San Isidoro de Sevilla del que siempre guardó gratos recuerdos, y no cabe duda que contribuyó al amor al estudio y la lectura, a cultivar esa prodigiosa mente siempre joven y activa deseosa de aprender y de saber, pero sobre todo de transmitir la cultura generosamente.

Larga, intensa y fructífera fue su carrera desde el ya lejano año 1952 en que Ingresó en el Colegio de Abogados de Sevilla en un tiempo y en unas circunstancias muy distintas a las que hoy vivimos, pero en el que los valores que han guiado y guían a la noble profesión de abogado estaban y debían estar plenamente vigentes.

Así fue en su caso, estando al día en cuantos asuntos tenía encomendados, a pesar de su estado de salud; un ejercicio coherente hasta el final en el que tuvo especial cariño y dedicación al Turno de Oficio de Asistencia a Menores.

Poner la ciencia, el saber, el trabajo, el estudio y hasta el arte o la gracia recibidos como dones naturales al servicio del derecho del defendido que pone su problema, sus esperanzas, su libertad, y en tiempos pretéritos hasta su vida, en manos de su defensor, de su paladín, encierra mucho de nobleza, de dignidad, de justicia y de honradez. No otra es la alta misión del Abogado. Trascendente labor pues la del Letrado que coadyuva a la Justicia y sostiene la confianza de los justiciables en la misma.

Pero Antonio Ruiz Barranco era mucho más que Abogado, era un hombre erudito, de una bastísima cultura y ante todo fiel a los afectos y valores de su familia, con una gran humanidad y sentido del humor.

En cuanto a su persona, haciendo un enorme esfuerzo, podría sintetizar sus virtudes en tres: sencillez, modestia y humildad; ahora bien, cuando estas tres cualidades se reúnen en una personalidad de su talla intelectual, su estatura moral se eleva aún más hasta llenar los corazones de quienes le conocimos de un inmenso cariño y de un gratísimo recuerdo, lleno de nostalgia de su presencia y de los momentos compartidos.

A las puertas de la Semana Santa de Sevilla se nos fue este sevillano de corazón y de sentimientos nacido en Benarrabá, pequeño y hermoso pueblo malagueño junto al valle del río Genal. Hombre de fe, y de una gran devoción por la Virgen María, luchó mucho en su enfermedad con fortaleza admirable y sonrió siempre con esperanza.

Escribo estas líneas porque tuve la suerte de conocerlo por razones profesionales y sobre todo familiares, y me acogió como a un sobrino con cariño y simpatía.

Creo que quienes lean estas líneas, cuantos tuvimos la enorme dicha de conocer a Antonio Ruiz Barranco, coincidirán conmigo en que una persona así, un Abogado como él, crea escuela y deja un rastro indeleble.

Rafael Manuel Anaya de Castro
Abogado

Francisco Ceño Pinto

ste tres de noviembre, cuando aún las flores en los cementerios no se han marchitado, se nos ha ido Paco Ceño desde su Morón; tan sigilosa y discretamente que, al saberlo, no nos dio tiempo para acudir a su entierro y abrazar a Carmen y a su familia.

Resulta arduo hacer una semblanza de Paco porque hay muchas cosas que decir de él, y todas buenas. Por fuerza que ha de ser muy pobre el retrato que pretendo hacer a vuelapluma.

Como hombre, Paco Ceño Pinto ha sido y sigue siendo en mi memoria, un hombre cabal, en el más intenso sentido que pueda darse al término. Era completo. Conocedor profundo del ser humano, nada de él se le escapaba. Tenía el don de ver con transparencia el interior de los demás; por eso, siempre fracasaba quien pretendiera engañarle. Presumía de ser de pueblo porque atesoraba la sabiduría del pueblo. Amigo de las cosas sencillas, disfrutaba cada vez que podía en su finquita, que él denominaba El Pazo de Meirás (él se llamaba Francisco y su mujer se llama Carmen), arreglando con el calabozo sus olivos.

Paco se había hecho a sí mismo. Aquel chaval que fue en su Morón, pasó por todas las escalas de la curia: en el Juzgado fue desde meritorio a oficial, hasta que se hizo Abogado, con despacho siempre en Morón, y posteriormente también Sevilla. Yo le conocí allá por los últimos años de la década de los sesenta. Siendo yo un bisoño pasante, como tal se me había encomendado el estudio de varios desahucios de colonos. Enfrente tenía a Paco, que, conociendo casi todo el Derecho, sobre todo era experto en arrendamientos rústicos. Nuestro cliente, al saber que él se opondría a los desahucios, se acercó a mi mesa un día y me dijo:

– Ten cuidado con D. Francisco Ceño, que además de “saber mucho de abogado”, es hijo de guardia civil-, con lo que compendiaba en él dos sabidurías.

El Abogado que fue quisiera yo haber sido: escrupuloso en el análisis de los hechos y maestro en su probanza; estudioso hasta la meticulosidad en los fundamentos de derecho; ordenado en el archivo de sus papeles, que cosía con cordel, punzón y aguja, como se hacía con los autos antiguamente… E inteligente como él solo.

Coincidí con él en la Junta de Gobierno de nuestro Colegio. En las deliberaciones, era insobornable a la hora de mantener su criterio, que defendía siempre con mesura y nunca con estridencia, torciendo más de una vez algún que otro proyecto de resolución más o menos improcedente.

Y simpático, muy simpático. Quiero que se me entienda. No era Paco gracioso, sino que tenía toda la gracia, que es muy distinto.

Aunque lo hemos perdido, sigue estando y sigue enriqueciéndome con su recuerdo.

Paco: Que la tierra te sea leve.

Enrique Álvarez Martín
Abogado

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