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Obituario

Diez años sin Adolfo Cuéllar

Han pasado ya diez años desde aquel 30 de mayo de 1999 en que don Adolfo Cuéllar Contreras se marchó al cielo de Júpiter, que es donde Dante sitúa a los espíritus justos. Fue un día de San Fernando, como podría haber sido un Viernes Santo, un jueves de Corpus o un 15 de agosto, que fechas más profundamente sevillanas no caben; aunque, seguramente, quiso ser fiel a sus lúcidas contradicciones políticas y “prefirió” irse en la festividad regia de nuestra ciudad, dedicada, eso sí, a un Rey “Santo”, padre de otro “Sabio”.

Esta devoción por las más acendradas tradiciones sevillanas contrastaba con su escasa afición a otras expresiones festivas más ruidosas o bullangueras que, como en el caso de la Feria de Abril, despertaban en él muy poco interés, con excepción de su vertiente taurina. No puedo olvidar, a este respecto, su exasperación cuando, en sus últimos días y ya muy enfermo, era sobresaltado por las ruidosas explosiones producidas por los cohetes que anunciaban la salida de alguna Hermandad camino del Rocío.

En este sentido, puede decirse de don Adolfo, utilizando las palabras dedicadas por Antonio Machado a su maestro Giner de los Ríos, que como todos los grandes andaluces, era la viva antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso, hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Carecía de vanidades, pero no de orgullo; convencido de ser, desdeñaba el aparentar. Era sencillo, austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas cabales. Era un místico, pero no contemplativo ni extático, sino laborioso y activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor.

No era ningún secreto para todos los que le tratamos, que tras su compostura o apariencia seria, o incluso severa, don Adolfo escondía una bondadosa humanidad, impregnada de enorme dosis de inteligencia, generosidad y paciencia. Todo ello, sin renunciar nunca a lo que siempre he considerado su principal característica, esa fina y perspicaz ironía, hija de la sabiduría y la experiencia labrada durante los años del más duro ejercicio de nuestra profesión, en aquellos tiempos en los que la expresión de ideas “inconvenientes” tenía consecuencias mucho más graves que una simple indemnización por daños morales.

Esta dualidad indisoluble de amor a su tierra y ese sabio y nunca ofensivo humor se ponía de manifiesto en aquella frase tan suya, que me repetía gravemente todos los años cuando, cerca ya las vacaciones estivales, le hablaba de mis planes para el verano: “No hay nada como pasar calor en agosto en Sevilla”. Soñando, tal vez, el ideal machadiano de Sevilla sin sevillanos; a él que, católico heterodoxo al fin y al cabo, no le gustaban las “Multitudes, ni de Obispos”, como solía sentenciar.

Fue mi primer y más querido maestro y yo el último de sus numerosos pasantes, hoy que, “relación laboral de carácter especial de los Abogados” de por medio, parece que esta imprescindible figura está en vías de extinción. De esta forma, tuve el enorme privilegio de convertirme en un humilde continuador de la historia más brillante de la abogacía sevillana, emparentando profesionalmente, a través de don Adolfo Cuéllar, con sus coetáneos, don Manuel Clavero, don Alfonso de Cossío, don Francisco Capote, don Juan Manuel Mauduit, don José Ramón Cisneros, etc. y, a través de ellos con sus no menos ilustres antecesores, empezando por su padre don Adolfo Cuéllar Rodríguez e incluyendo a los Domenech, Gordillo, Filpo Rojas y tantos otros; en un vínculo inextinguible que, a modo de entrañable cadena, van formando los eslabones del saber que se transmite de maestros a discípulos desde hace siglos y que yo tuve la fortuna de continuar con su hija Reyes.

Solo pude disfrutar de su imborrable presencia durante algo menos cinco años; desde aquel día de octubre del año 1994, cuando, al poco de terminar la carrera de Derecho, el destino me llevó a hablar con mi primo Miguel Cuéllar para comentarle mi “definitiva” idea de opositar. La existencia de un despacho recientemente desocupado y la propuesta de Miguel y su padre de que “probara” a ver que me parecía el ejercicio fueron suficientes para que, a partir de ese día, acudiera todas las mañanas, y ya van para quince años, a la calle Padre Marchena, núm. 22, de Sevilla.

La sede de lo que hoy es “Cuéllar Abogados, S.C.” ha cambiado poco desde que fuera ocupada por primera vez por don Adolfo, hace ya casi cuarenta años, salvo por la invasión de los imprescindibles ordenadores, que han convertido en un mero objeto decorativo a la “Hispano Olivetti” que mi maestro utilizó hasta el final de sus días y que, junto a la muy anterior “Underwood”, disfrutan de un bien merecido descanso, después de miles de horas de escritos. Todavía se mantiene al pie del cañón su fiel administrativo, Antonio Sánchez, eternamente joven; permaneciendo el despacho de mi maestro casi exactamente igual que cuando él lo “habitaba”, nunca mejor dicho, aunque ahora las estanterías se encuentren atestadas de libros de Derecho Mercantil que su hijo Adolfo Cuéllar Portero ha ido acumulando desde que se decidió a ocupar el escritorio de su progenitor, tras varios años en los que permaneció vacío (tanto era el respeto y la admiración que infundía la figura de don Adolfo a su propia prole).

El período de ejercicio profesional que pasé bajo la égida de don Adolfo lo recuerdo como el más provechoso de toda mi carrera, pues sus consejos iban siempre más allá de la concreta cuestión jurídica que traíamos entre manos, para convertirse en auténtico magisterio vital. Recuerdo, con especial cariño, aquellos viajes a los Juzgados de Alcalá, Utrera, Marchena o cualquier otro pueblo de la provincia, de los que siempre volvíamos perfectamente provistos de tortas, mostachones y otros dulces típicos, que mi maestro se encargaba de comprar para su pasante y para él mismo. Durante aquellos trayectos aprovechaba para comentarme brevemente el asunto profesional que íbamos a tratar, inoculándome, ya desde entonces, su concepción celsiana del derecho como “ars boni et aequi”, arte de lo bueno y de lo justo.

No obstante, y sin perjuicio de la imborrable y provechosa instrucción recibida en el concreto ámbito de la práctica procesal, de sus enseñanzas conservo con especial agradecimiento las referidas al trato con los clientes y compañeros.

De la dedicación al cliente heredé la noción clara de que nuestra labor viene a ser una especie de combinación agravada de la función del confesor y el trabajo del psicólogo. Agravada, digo, porque nuestra actividad no se limita a dar la absolución o prescribir una terapia que el propio paciente puede poner en práctica, sino que después de oír atentamente los problemas, muchas veces auténticos dramas, que nos plantean, somos nosotros mismos quienes debemos resolverlos, de forma estrictamente personal, y con nuestra simple pericia. Para ello, hay que tratar de llegar al alma del cliente, a la verdad más profunda que, en ocasiones, nos oculta; para ejercer, desde el conocimiento completo del asunto, la mejor defensa posible de sus intereses.

Don Adolfo me enseñó que esa relación Abogado-cliente constituye uno de los pilares fundamentales, sino el más importante, del ejercicio profesional, demostrándome en numerosas ocasiones que la paciencia, la dedicación y, por qué no, la sutileza del Letrado deben servir para fomentar la confianza y el entendimiento entre ambos, a los fines expresados de realizar una adecuada labor jurídica.

Como ejemplo práctico de esta actitud me viene a la memoria aquella ocasión en la que recibíamos, por tercera vez, conjuntamente mi maestro y yo, a una señora que se quería divorciar, todavía hoy cliente del despacho. Acompañada siempre por su madre, la interesada había tratado de explicar una y otra vez el motivo de su voluntad irrevocable de disolver su matrimonio, centrándose siempre en el “mal comportamiento” de su esposo, pero sin concretar la razón última de su decisión (téngase en cuenta que el divorcio era entonces causal). La cuestión es que don Adolfo no debía ver el tema claro, porque pidió a la madre de la cliente que saliera un momento de su despacho, encendió parsimoniosamente uno de aquellos puros a los que era tan aficionado, y ya solos los tres (Abogado, pasante y cliente) realizó a la señora una pregunta que afectaba a la más estricta intimidad de su vida en pareja. Durante unos segundos se hizo un incomodo silencio, que solo fue roto por los sollozos de la cliente, quien reconoció entre lágrimas que, efectivamente, venía sufriendo “un problema de alcoba” en los términos que sospechaba su Abogado, quien lógicamente le evitó el sufrimiento (nos lo evitó a todos) de entrar en detalles. Mi maestro agradeció a la cliente su sinceridad, mucho más tranquila después de “confesar” el motivo principal de su ruptura matrimonial, se despidió de ella y de su madre y, una vez solos, sin que me hubiera dado tiempo a asimilar todavía su asombrosa sagacidad, me dijo: “Nos lo tenía que haber dicho antes…, pero ahí está la causa del divorcio”.

Al mismo tiempo, me infundió siempre, con su simple ejemplo en todos aquellos asuntos en los que tuvo a bien solicitar mi modesta colaboración, la necesidad de mantener unas normas básicas de cortesía y la más recta honestidad con los compañeros de profesión, actitud que él entendía como la cosa más natural del mundo entre personas que van a compartir, y coincidir, durante muchos años en una actividad tan “delicada” como el ejercicio del derecho.

Pertenecía a una época en la que los compañeros eran mucho más que eso, eran amigos, íntimos amigos en muchas ocasiones; un tiempo, lamentablemente en vías de extinción, o quizás ya definitivamente extinguido, en el que lo habitual era interesarse y tratar de ayudar a aquél que tuviera problemas o estuviera pasando por algún apuro, del tipo que fuera, y en el que resultaba impensable faltar a la palabra dada o no tratar con el máximo respeto y deferencia al Abogado que defendía los intereses de la parte contraria.

Por su manera de entender la profesión no hubiera podido llegar entender que se incumplieran normas elementales de cortesía entre Letrados, como recibir inmediatamente a un compañero que visita tu despacho, atender a sus llamadas de teléfono o, cuando menos, devolverlas lo antes posible, o saludar, e incluso desear suerte, al compañero contrario antes de entrar en sala. La progresiva pérdida de estos valores elementales de educación, junto con la amenaza cierta de la desaparición de los colegios profesionales o, en el mejor de los casos, su conversión en meras entidades, prácticamente testimoniales, de adscripción voluntaria (don Adolfo fue Diputado de la Junta de Gobierno y su padre Decano), le hubieran contrariado enormemente. Quiero pensar, de hecho, que eran su clarividente percepción de la decadencia de ese modo ancestral de entender nuestra profesión y la constatación personal de los primeros síntomas de la creciente crisis de la Administración de Justicia, que por entonces ya amenazaba con cronificarse, las que le hacían afirmar con su característica ironía, cuando yo le felicitaba el día de su cumpleaños y le deseaba que cumpliera muchos más, que él “no tenía vocación de Matusalén”.

Ha pasado el tiempo, y los que le conocimos y tratamos seguimos recordando con admiración, y siempre con una sonrisa, tanto sus palabras como su ejemplo. Mantuvo hasta el final su singular e irrepetible carácter, negándose a los cambios que le proponían sus hijos para hacerle la vida más cómoda, como la sustitución de su tradicional teléfono góndola por uno más moderno o la instalación de un aparato de aire acondicionado que le aliviara de los rigores del calor sevillano que tanto le gustaba (instalación que, de hecho, hubo de hacerse un fin de semana, para evitar su radical oposición). Estuvo en el despacho hasta el último momento, con su clásico traje oscuro, su camisa blanca y su corbata negra, y sin resignarse nunca a colgar la toga.

Ahora que concluyo estas palabras, cargadas de nostalgia, no puedo evitar volver la mirada hacia la fotografía que preside mi despacho, tomada el día de mi jura y en la que estoy acompañado por don Adolfo Cuéllar Contreras, mi padrino; situados ambos al lado de la bandera de Andalucía que se encuentra en una de las esquinas del salón de actos de nuestro Colegio. Él insistió al fotógrafo, con su humor de siempre, que nos hiciera aquella foto “junto a la bandera del Betis”, consciente de que no compartíamos aficiones futbolísticas, pero sabiendo también que no me negaría (“la de Andalucía…”, le decía yo en voz baja). Le regalé aquella imagen enmarcada, que, después de aquel doloroso mes de mayo de 1999, volvería desgraciadamente a mí, y que hoy, diez años después, me permite decirle que su último pasante no le olvida.

Alfonso Pérez Portero. Abogado

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