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Morir en Marchena

El fiscal zahería inmisericorde, como un francotirador en Sarajevo. Al pronunciar ciertos sonidos, sobre todo los guturales y los fricativos, se le oía arrastrar las consonantes, como si su lengua, carnosa y blanducha, holgazaneara en el interior de aquella boca cruel y ofensiva. Modulaba su voz áspera y desabrida, según fuere su intención, bajándola para denotar la socarronería o la mezquindad del interrogado y subiéndola para incriminarle con sus aviesas dotes. Todos se achicaban y sucumbían ante su avidez punitiva.

Presidía el Tribunal una juez díscola y despistada, que dibujaba monigotes en un papel, sin mirar a la cara del justiciable. Canijucha y desangelada, apenas asomaba por el envés de las mangas unas nudosas manos, asarmentadas como su corazón. Su boca repintada expelía con entonación burlona y quejumbrosa sus monosílabos.

El agente dormitaba con sus sonoros ronquidos y con hábil destreza despertaba de sus sopores, al toque de la campanilla que ponía el musical punto y final de cada unos de los multiples juicios de aquella mañana de invierno. Un invierno largo, de sañudas lluvias, que había esquilmado las arcas de agricultores y las parcas reservas de los braceros. Los primeros no habían podido sembrar aún y los segundos, apenas culminaban desde hacía semanas una peonada completa por mor de las aguas, que anegaban las besanas.

Convocados a los actos del plenario, se apiñaban una veintena de personas: Denunciantes. Denunciados. Testigos. Civiles sin tricornio. Marías embabuchadas que habían intercambiado humillantes y bajos insultos. Efebos de bandas rivales que habían pastilleado con tripi más allá de sus lindes respectivos. Un ruhín labrador que motivado por la avaricia pretendía criminalizar un asunto de deslinde con su afable vecino. Dos municipales heméritos que rayaban la idioticia, cortitos de entendederas y diestros en manejar sus defensas de cuero, volvían céleres tras ingerir de un solo trago dos copas de aguardiente para amortiguar la helada mañana. Un matrimonio septuagenario y sin descendencia, reconciliados tras un episodio de violencia de género. Una pareja de hecho mal avenida. Un guarda rural con uniforme verde oliva, ajado y deslucido del relente que soporta estoico entre veredas y descansaderos, ha sorprendido a un cabrero que descuidó su rebaño y que en esta mañana gris y huera, está sentado en uno de los bancos que jalonan la entrada del edificio curial, absorto con la lectura de un grueso libro en cuyo lomo se puede leer: “Las teorías anarquistas de Bakunin”. Seis mujeres gitanas con pleitos ancestrales, Las Montoya y Las Santiago, a las que ni sus patriarcas, ni sus leyes logran acallar. Un marica basto y baboso, de sucias uñas que se insinuó a unos adolescentes por el pequeño ventanuco de su cuarto de baño. Dos niños litri, ahítos de coca, se han meado en un zaguán. Una soltera cincuentona, malhumorada, corta, ancha y culibaja, ha llamado putona a una quinceañera que hizo gala de una incorregible y precoz inclinación hacía la fornicación y, que descargada de lastre y prejuicios le había robado el novio a la primera.

La ancha puerta de la Sala de Audiencias se abrió y todos los que esperaban callaron. Las Montoya salían turbadas de la sala de plenos, achocolatadas, arrastrando del lóbulo de sus orejas pendientes enormes de un reluciente dorado, con el pelo ensortijado unas o liso, sin olas ni bucles, otras, pero de morenos cabellos todas. La última en salir, la más beligerante de las Santiago, se rezagó a posta y en el umbral de la puerta, lanzó un conjuro a su pariente rival. Después en la calle, ya había cesado la lluvia y todas, con andar cachazudo bajaban hacia el arrabal.

Las oscilaciones del pequeño badajo sobre la pared de bronce de la campanilla que manejaba la juzgadora con el experto compás de un sonero cubano, provocaban un ruído metálico y machacón que penetraba en los somnolientos tímpanos del agente que abría sus ojos saltones llenos de venitas ensangrentadas, como un sapo asomado a la orilla de una charca. Había tachaduras a lo largo del papelote que contenía el listado de juicios y como atacado de sonambulismo, vociferaba con experta prontitud y destreza, como el pregón de una verdulera, los nombres de los litigantes. A veces, se encasquillaba como una vieja escopeta, al leer en voz alta un raro apellido o se distraía y se embobaba, el muy pícaro, ante las voluptuosas curvas de alguna fémina bien despachada de ubres, a la que seguía con sus ojos de batracio, girando su oronda testa sobre sí mismo, exhibiendo ante los justiciables que esperaban su turno, un matiz de desverguenza y descaro, ajenos a la aparente seriedad del lugar. Durante los recesos se le permitía emitir sus opiniones acerca de aquellos a quiénes conocía o sobre los incidentes que habían trascendido y, casi siempre lo hacía con gracejo, jocosa y sabiamente, como el más experto jurista, otras veces era soez y desvergonzado, antes bien, atinado y certero en sus sentencias.

Carmela Montoya, gitana verde aceituna, su tez de plata espejea. Su pelo negro hecho ondas, frondoso como un bosque, silvestre como la madreselva, le tapa las sienes y achica su frente morena; milagrosamente recogido lo tiene, tras sus menudas orejas anegadas de dorado metal. Mira al Tribunal, cerrando levemente los ojos y empujando con todas sus fuerzas para que por sus brillantes pupilas salga una ráfaga de magia. Argentean sus ojazos y su figura llena de gracia y donaire, pierde su condición de mujer vulgar y vil, para adoptar la figura de un tamerlán indostánico. Lleva sus manos al cuadril de la cintura y comienza a contonearse como una chulapa. De pronto, ante el asombro de todos, sus manos se disparan al aire, por encima de su cabeza, haciendo olas con sus dedos. Los miembros del Tribunal están absortos. Como por ensalmo se han quedado inmóviles y contemplan a la gitana, que ahora, libre de ataduras, comienza a zapatear el entarimado de la sala, con el compás machacón de un gran martillo de fragua, solemne, transfigurada, poseida por los dioses anónimos de un pueblo que viene de lejanas tierras y, que al llegar al Guadalquivir rememora los sonidos del viejo Ganges.

Las Santiago llorán. Gimen, desbordando redondas lágrimas por las morenas montañas de sus pómulos. Resbalan por el rojo balcón de su labios y se quedan prendadas por el extraño ritual que la Montoya interpreta.

Baila Carmela y, de sus violentos y firmes pasos emana un decreto sancionador, con su pena y su condena. La ultratúmbica voz de la bailaora anunciaba el castigo:

-Mueran en candela las malas gitanas, en llamitas vivas se apaguen sus entrañas.-

-Y que remedio no tengan, que les corte un cirujano la campanilla y la lengua-

-Que cuando huyan con intención de alejarse, a la mitad del camino, se abra la tierra y las trague.-

Juana Santiago, la más jóven, no se pudo contener, sollozando y entredientes, pidió clemencia:

-Yo maldigo las lengua que de mi murmuran, que Undibé las castigue, que múa las deje.- Que yo no chamullo cosa de mala mujere. No me castigue con la ley de mis pare, que cuando al emparejá conmigo, los hombres me hablen y no me digan perra y, con el deito me señalen-

-Por Dios no me lo alevantes,un farsito testimonio, que viva vas a enterrarme.-

Consolación Santiago era mujer cabal, de carnes morenas. Se recogía el pelo en un moño alto, como le enseñara su abuela, entrecruzando graciosamente en dos negros haces de su oscura cabellera. Tenía los ojos grandes y negros como una jaca jerezana. La mayor de las hermanas no se inmutó y, como movida por la llamada de sus ancestros, subió a la tarima a dos palmos de Carmela, su prima, que permanecía sobre el improvisado tablao con todos sus músculos tensos y, se le adivinaban sus hercúleas piernas y sus muslos de trigo, algo hombrunos. Tenía la mirada perdida, esperando paciente el envite de su adversaria. Asemejando a un molino de grandes aspas, en su desenfrenado girar, la Santiago, comenzó a dibujar con vertiginosa sucesión de pasos, el más perfecto cuadro, en defensa de su noble casta, llena de flamenquitos buenos, de mujeres laboriosas, vestales consagradas a la castidad. Todos habían sido puestos en entredicho hoy. Consuelo con voz de bronce, la espesura de su cabellera derramada a capricho sobre su espalda y la frente argenteando por el sudor que provoca su esfuerzo, salió cantando con un grito hiriente como una daga afilada por sus dos filos. Cerraba fuertemente los puños, matando la nada. Musitó los primeros ayes, apenas ininteligibles y con los labios aún lacrados, logró templarse por un cante cavernario, para expeler también ella su sentencia:

– ¡Prendieron a mi hermano, una marugá¡ -¿cómo le pío, cómo le ruego a Undibé del cielo por su libertá –

-Ni to tu casta, ni to tu ralea, ni aunque revivan to los Montoya muertos –

-Por se borde y mal nacía, te va a librá del tormento.-

La luz de la cordura se hizo de nuevo en la sala. Tras aquellas palabras las tensas musculaturas de las dos mujeres su fueron aquilatando y transmigraron sus rostros para regresar a su diaria vulgaridad de gente iletrada y roma. Suavemente bajaron del estrado y con el lejano chasquido de un trueno, todos abrieron sus ojos a la realidad vacía, feucha y huera. Nada habían retenido en sus mentes ni la jueza, ni el fiscal, ni el agente con ojos de batracio. Aquellas escenas yacían olvidadas en las oníricas visiones de cuantos asistieron a aquel plenario y sólo de tarde en tarde, lograban visualizarlas, cuando reinaban dioses menores.

Carmela se marcha ya hacia su arrabal, olvidada su regia figura de bailaora, con sus manos gordas y achorizadas como sapos desmayadas sobre su orondo vientre. Se adivinan sus pretéritas y turgentes curvas por su falda ajustada que le cubre casi hasta los tobillos. Va hablando sola en voz baja, quejosa del trato que le ha inferido el Tribunal, que ha condenado a ambas familias a una exigua multa.

Consuelo, esboza una maligna sonrisa y aunque también se aleja del lugar, va diciendo en tono chuflejo un cante por tientos y tangos, haciéndose acompañar con palmitas sordas. Parece querer jaleo, jactándose de haber encandilado a varios hombres del clan contrario, por mor de su grácil figura:

-En el Cerro Parrita,

tu me roneas,

eran tus ojos negros,

negros, negritos,

los que me ciegan.-

De esta guisa salió la Santiago, pavoneándose, inmune a las leyes payas.

Cesó la lluvia al doblar la esquina y Consuelo cayó con un hondo puñal clavado en su jóven vientre, casto aún. La mano diestra y certera de un Montoya la mató hábilmente, sin que ella apenas lo sintiera. Expiró cuando aún reía, la mala gitana, con el cante chuflero saliendo de su boca en flor. Carmela, sabedora del fatal desenlace, distante ya, lloraba sin lágrimas el destino de su oponente, un destino cruel, como el del primer gitano que dejó las orillas del rio milenario y cruzo los campos nevados buscando el sol del Sur.

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