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Modos y Maneras

Modos y Maneras

¡Rinnnnnng!…¡Rinnnnnng!…

Juan entraba en su despacho en el momento en que sonaba el odioso teléfono. Tropezó con algo cuando precipitadamente se dirigió a la mesa para atender la llamada. En la pantalla de cristal líquido leyó el nombre de quien era autor de la misma. Se trataba de Manolo, el compañero que hace días contestó a su demanda de reclamación de importante cantidad, tan importante que le resolvería el año económicamente. Con la velocidad de la luz, mientras cogía el teléfono, soñó con la posibilidad de una transacción ventajosa, que acelerara la solución sin correr riesgos.

— Sí, ¿Manolo?…-

Una voz femenina y un tanto afectada, como de cajera de supermercado, preguntó:

— Buenos días. ¿Don Juan?-

— Sí, sí, dígame.-

— Espere un momento, por favor. Le paso con Don Manuel.-

A continuación, Juan tuvo la ocasión de escuchar a Vivaldi. Era La Primavera, de Las Cuatro Estaciones. La oyó casi entera, antes de que se interrumpiera a sus últimos compases. La voz cantarina y meliflua volvió a sonar:

— ¿Don Juan?-

— Sí, sí, estoy aquí, diga…-

— Permanezca atento, por favor.-

Y nuevamente, la musiquilla de Vivaldi. Ahora, los virtuosos violines de la sinfonía se le antojaron a Juan algo estridentes y desafinados. Soltó el teléfono en la mesa y se mesó la oreja ya sudorosa y enrojecida. Retomó por unos momentos el documento en que trabajaba antes de la llamada, no sin algún esfuerzo.

De pronto, dejó de percibir la música y notó a lo lejos que alguien hablaba.

— ¿Oye?… ¿Juan?… Perdona hijo, pero estaba hablando por otra línea. Era de Bruselas… Tengo allí un asuntillo de nada, pero, ya sabes, Bruselas es Bruselas.-

Ese vaso en donde se vierte la paciencia, había tiempo ya que estaba rebosado. Sin decir nada, Juan colgó. Manolo, al otro lado, repetía inútilmente el nombre de Juan. En tono alto, se dirigió a su Secretaria:

— ¡Oye, Sandra! ¿No decías que Don Juan estaba al aparato? ¡Aquí no responde nadie!-

Sandra volvió a marcar varias veces en ese día y los siguientes, en vano intento de que el despacho de Juan respondiese. A éste se le habían inflado los que se inflan cuando uno no puede más. Había decidido no responder a Manolo. Ya lo vería algún día en esa cafetería frente a los Juzgados.

Y así ocurrió. Una mañana, los hados benéficos se acordaron de Juan, por lo que veréis. Estaba citado para la vista de un verbal. Al terminar ésta, se acercó a la cafetería y allí estaba el flamante Manolo, impolutamente trajeado con un “príncipe de gales” color canela; unos “yancos” negros cuyo brillo hería la vista; una corbata horrible, que recordaba a los telediarios de un conocido periodista, una camisa blanca con cuello de color distinto que el resto de la camisa y picos divergentes en exceso; pelo engominado; pañuelo de seda que amenazaba con salirse de su bolsillo; chaqueta con una sola raja al dorso; calcetines blancos (vaya por Dios); a la bandolera, llevaba una especie de mochila de piel color tobillo de indio. Un auténtico petimetre de serie, vaya.

Juan lo abordó, y sin preámbulos, le dijo:

— Manolo: ¿Qué querías el otro día?-

— Mira chico: Se trataba de tu reclamación de cuatrocientos mil euros. Mi cliente, que está en el taco, no quiere perder el tiempo en pequeños pleitos y me dio instrucciones para arreglar el asunto. Iba a proponerte que te desistieras y aquí paz y después gloria. Pero al serme imposible hablar contigo, mandé al procurador un escrito allanándome. Así que, majete, terminada la historia. Ya nos veremos.-

Juan vio pasar ante sus ojos el plato de la venganza. Como en el dicho, decidió comérselo frío. Notificado del allanamiento, pidió y obtuvo del Juzgado la condena en costas al demandado, que posiblemente se hubiese evitado de haber tenido lugar la conversación telefónica.

Moraleja: Revístete en el ejercicio de la profesión de los mejores modos y maneras. Si llamas a un compañero, hazlo personalmente, sin hacerlo esperar. Porque a veces, los mengues se vengan.

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