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Miedo escénico

En mis largos años de circular por las secretarías, salas, pasillos y ascensores de los Juzgados, fui testigo, obviamente, como gusta decirse ahora, de infinidad de lances, reacciones, gestos y actitudes. Lástima que no hubiera tenido la previsión de anotar en una libreta aquéllos que me resultaron más llamativos, porque así hoy, en la paz de mi retiro, dispondría de un amplio sílabo de sucedidos que me permitiera afrontar el compromiso de escribir esta página sin temor a que algún día se secara la fuente de la que manan los nutrientes de las “contraportadas”. Pero no tuve esa precaución y, en consecuencia, no me ha quedado otro remedio que acudir a rescatar del desván de la memoria ese material que ha venido surtiendo mis libros y mi colaboración en LA TOGA. Claro es que algún día la acumulación de años -¡son ya tantos!- producirá la inevitable erosión en la memoria y me encontraré desamparado para proseguir esta inocua labor. Como nunca hubo mal que por bien no llegue, eso saldrán ganando los potenciales lectores, que se verán libres de la tentación de leer esta página, que más lo hacen por pura benevolencia que por méritos del escribidor.

He aludido al principio a las reacciones que, en trance de ser llamados por la Justicia, observan algunos individuos. Aparte de esa excusatio non petita tan habitual de “es la primera vez que piso un Juzgado”, cada ciudadano convertido en justiciable se comporta de forma distinta y peculiar al enfrentarse a esa situación extraña e inquietante que representa su comparecencia ante la Justicia. Amplio es el catálogo de comportamientos; hay quien se muestra elato y casi chulesco, y hace alarde de indiferencia, como si la llamada de Su Señoría le importara un ardite, o sea, como si se le diera una higa (aunque por dentro esté excretado); otro modelo no del todo infrecuente es el del individuo receloso que llega a desconfiar hasta de su propio abogado; tampoco falta el asustadizo, aferrado a la idea de que su presencia en la sede judicial lo aboca a una situación nocente de la que difícilmente puede salir indemne. A esta especie pertenecía un cliente al que hube de atender en un asunto que, a mayor abundamiento, era de carácter civil y, por ende, no existía riesgo alguno para su seguridad personal. A rememorar el episodio me apresto, a la distancia de un puñado de años.

Aquel señor había sido demandado, junto con su Compañía de Seguros, porque, conduciendo su automóvil, causó unos daños a otro vehículo, en un incruento accidente, sin que las aseguradoras hubieran alcanzado un consenso en la evaluación de los daños, que quedó sometida al arbitrio judicial. Se trataba, pues, de un simple juicio verbal. Eran los tiempos, no tan lejanos, en que los juicios civiles no se celebraban en Sala y en presencia del juez, sino en la Secretaría y por escrito, mediante la entrega por cada parte litigante de la llamada “nota”, que contenía las alegaciones y la proposición de pruebas, amén de los pliegos de posiciones, lista de testigos e interrogatorios. Con este material, el oficial elaboraba una sucinta acta.

Pues bien, de aquel mi ocasional cliente no osaría yo decir -¡de ello líbreme el Altísimo!- que fuera ni fuñique ni molondro, pero sí me aventuro a asegurar que era harto pusilánime. Para él, un Juzgado era un lugar nefasto al que sólo el mismísimo Averno podía aventajar en horridez. Estaba realmente aterrado. Me había preguntado varias veces, soliviantado como estaba ante la idea de verse entre rejas, qué le podía pasar con todo aquello. Yo recurría a mis mejores armas de convicción para serenarlo y espantar los negros pajarracos que revoloteaban en derredor de su atormentado espíritu. El acto del juicio, tan poco solemne en sí, lo tenía desasosegado. Temblaba con sólo mirar al oficial que tecleaba. Yo no cesaba de inyectarle considerables dosis de ánimo.

-No se preocupe, que esto no tiene importancia. Si se pierde el pleito, su compañía pagará y ya está. Usted, personalmente, no tiene nada que ver con esta discusión. Cuando salga de aquí, se olvida del asunto.

-Entonces -me decía, a punto de romper en sollozos-, ¿usted cree que no iré a la cárcel?

-Pero, hombre de Dios, ¿cómo se le ocurre pensar tal disparate? Ya le he dicho mil veces que esto no tiene ninguna importancia…

En un momento dado, el funcionario que redactaba el acta, me preguntó:

-¿Proponen testigos?

-Sí.

-¿Son de Sevilla?

-No; de Carmona.

-Entonces libraremos exhorto.

En aquel punto, advertí que mi cliente se ponía lívido, que quedaba clavado, quiescente, petrificado, con los ojos como buscando una escapatoria de las órbitas.

-¿Le ocurre algo? -le pregunté.

Le costó reaccionar. Por fin, pudo hablar, aunque con dificultad.

-He estado a punto de ir a la cárcel, ¿verdad?

-Pero, bueno, ¿qué le pasa?

-Me he dado cuenta. Ha hablado usted algo con ese señor que escribe, y él ha dicho:”Entonces lo dejaremos suelto”…

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