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Mi mejor minuta

Con la venia de la gentil directora de esta Revista, y confiando en contar con la de los compañeros que me hacen la caridad de leer esta página, me tomo la licencia de trocar el tono, habitualmente festivo, de la contraportada de hoy por otro con una vislumbre de ternura. No en balde la escribo cuando el aire ya transporta los efluvios de la Navidad, como heraldo invisible que nos anuncia el prodigio más grande que vieron ni verán los tiempos; la inminente llegada de un Niño que nace, en un abandonado pesebre, bajo las frías estrellas de diciembre.

Llevaba varios años ejerciendo la profesión de abogado, cuando me visitaron aquellos tres hombres. A la sazón tenía despacho en mi pueblo, al atenderlo. Por especial favor del Cielo, intervenía en muchos de los asuntos que tramitaba aquel Juzgado. Con el que era, por entonces, juez de 1a Instancia e Instrucción del Partido, departía ampliamente en mis visitas semanales, pero no sobre los procedimientos judiciales, que ni se mencionaban, sino sobre nuestra común e indesmayable fe currista, pese a las escasas satisfacciones que el Faraón nos deparaba sobre el fino oro del albero.

Pues bien, uno de esos días se presentaron en mi despacho tres hombres, de mediana edad. Eran vecinos de un pueblo cercano y su pinta pregonaba su condición de esforzados trabajadores. La tez, prematuramente rugosa, y las callosidades de las manos eran signos elocuentes de su prolongada exposición al sol y de su permanente entrega a las rudas faenas del campo.

Estos tres lugareños, un tiempo atrás, bastantes años atrás, cuando todavía vivían el gozo de la juventud, en una época de penuria insoportable, cuando las más elementales exigencias de la supervivencia eran difícilmente atendibles, se concertaron para cometer un delito contra la propiedad. No tardó en comprobarse su autoría. El Juzgado competente por razón del lugar donde acaecieron los hechos adolecía de la precariedad de medios y de la escasez de personal tradicionalmente consustanciales a tantos Juzgados de pueblo, lo que motivó que la tramitación del sumario alcanzara una morosidad inusitada, prolongándose a lo largo de varios años.

Por fin, la fase de instrucción había culminado y los tres procesados habían sido emplazados para comparecer ante la Audiencia. Me refirieron que ya tenían olvidados aquellos hechos, tan lejanos en el tiempo, que llevaron a cabo impulsados por una necesidad extrema; que su vidas eran ya muy distintas y que tenían un trabajo que les permitía mantener a sus familias con decoro y dignidad.

Percibí sinceridad en sus palabras y nobleza en sus ojos. Acepté la defensa. Me personé en la Audiencia. El Ministerio Fiscal, en sus conclusiones provisionales –hoy, escrito de acusación-, solicitaba graves penas de conformidad con el riguroso Código Penal vigente a la sazón. Yo, en mi escrito de calificación provisional, – hoy escrito de defensa-, interesé, como medio de prueba, que se recabara del Ayuntamiento del pueblo donde residían una información completa y actualizada sobre las circunstancias personales y familiares de los encausados, su situación laboral, la consideración en que los tuvieran sus convecinos y la que mereciera a las autoridades de la localidad.

Este informe no pudo ser más favorable. Pese a que la autoría de la acción punible era incuestionable, ante el tiempo transcurrido (poco faltaba para la prescripción del delito), las acreditadas circunstancias que llevaron a aquellos desgraciados a su comisión y el giro redentor de sus vidas, la Sala fue sensible y dictó sentencia absolutoria.

El día que, en mi despacho, les comuniqué la feliz noticia, con la alegría de aquellos hombres, abrumados hasta entonces por las sombrías perspectivas que se dibujaban en el horizonte de sus vidas, me tuve por pagado. No obstante, insistieron en abonarme los correspondientes honorarios. Les fijé, simbólicamente, mil pesetas a cada uno, que prometieron hacerme efectiva a la semana siguiente.

Puntualmente, comparecieron los tres. Dos de ellos me entregaron sus mil pesetas. El tercero, con ostensible pudor y vivamente sonrojado, me manifestó, que, de momento le era imposible saldar su deuda conmigo por haber tenido que atender unas necesidades graves e inaplazables. Lo tranquilicé y le dije que pagarme a mí no era urgente. Los tres de despidieron con reiteradas palabras de agradecimiento, y no volví a saber de ellos.

Habían pasado varios años, cuando un día se personó en mi despacho una viejecita, humilde como una amapola y dulce como un panal. Me dijo que era la madre de Fulano de Tal, nombre que ya ni me sonaba.

— Sí, ¿no se acuerda? Nosotros somos de (aquí, el nombre del pueblo). Usted defendió a mi hijo una vez, hace unos pocos de años, de un lío en el que se había metido con otros dos (ya supe de quién se trataba). Al pobre le fueron las cosas muy malamente, estuvo dando tumbos sin levantar cabeza, hasta que se ha marchado a Alemania, y del primer dinero que ha ganado, me ha mandado mil pesetas para que venga a pagarle a usted.

Puso sobre la mesa un billete de mil pesetas. Estampé un beso en la mejilla de la buena mujer, de la tierna viejecita, conmovido. Jamás, en toda mi vida profesional, me he sentido mejor remunerado por mi trabajo.

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