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Menos plazos y menos garantías para oponerse a las posibles arbitrariedades de la administración en materia de protección de menores

La modificación de los artículos 172 y 180 del Código Civil, así como del 780 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, previstos a través de la Disposición Final Primera de la Ley de Adopción Internacional (Boletín Oficial de las Cortes Generales de 27 de Junio pasado), nos coloca ante un escenario ciertamente preocupante para los que creemos que el derecho a la tutela judicial efectiva es esencial en un Estado de Derecho.

De un lado se acortan drásticamente los plazos para oponerse a las resoluciones administrativas en estas materias, quedando en dos meses cuando se trate de acogimientos residencial o familiar y tres cuando se acuerde un desamparo (suspensión de la patria potestad). Reforma que pudiera no estar mal si ello se acompañara de la obligación de que tales medidas fueran notificadas, en todo caso, a presencia de Letrado especializado, debidamente formado por los respectivos Colegios de Abogados, quienes desde el primer instante pudieran asesorar debidamente a los afectados sobre el alcance de la medida y la importancia, en su caso, de recurrirla. Obviamente, y en pro de una deseable igualdad de armas, lo adecuado sería que desde ese mismo instante se dotara a los afectados por el “Sistema de Protección de Menores” de asistencia especializada y gratuita (más del 90% de los afectados por el “Sistema” son pobres, y precisamente las variadas manifestaciones de la pobreza son argüidas por la propia Administración como una de las bases para la retirada de los niños) en los ámbitos social y psicológico (creando unos turnos, igualmente especializados, en los respectivos colegios profesionales de trabajadores sociales y psicólogos). A partir de ahí podría pensarse en que con la reforma no se busca dejar aún más desprotegidos a los afectados : acortamos los plazos y a cambio ampliamos las posibilidades de defensa, y todos ganamos; más celeridad y más garantías.

Pero como ello no ocurrirá así – dada la actual redacción del Proyecto -, seguiremos con una Administración que podrá enarbolar uno y mil informes – que pagamos entre todos – para defender sus tesis, vertidas en las correspondientes resoluciones administrativas y en frente unos ciudadanos “cuasi” indefensos (el derecho a la defensa o se llena de contenido o no es nada).

Y de otro lado – y ello es aún más preocupante – se acentúa el poder de la Administración frente al control judicial y de la Fiscalía, al disponerse que, en cualquier caso, transcurridos dos años sólo será la entidad pública la que “podrá revocar la declaración de desamparo y decidir la vuelta del menor con su familia”. ¿Quiere ello decir que jueces y fiscales pasan, en la defensa del “interes del menor”, a un plano residual?.

No es necesario que dedique ni una línea a mostrar mis reticencias ante determinadas actuaciones de la fiscalía y la judicatura en estas materias (como sin duda desde ambas instituciones las tendrán igualmente en relación con la tarea de los abogados), pero sí lo haré para resaltar que, en un Estado de Derecho, siempre es preferible que haya controladores ajenos al poder político, y mucho mejor si, como apuntaba más arriba, a los mismos se puede acudir con el auxilio de profesionales debidamente formados en los ámbitos jurídico, social y psicológico.

Con estos ingredientes, en aquellas ocasiones en que la Administración ( que actúa a través de personas, que obviamente pueden errar) fuera a desviarse de su justa misión de velar por el superior interés de los menores, atravesando la línea de la discrecionalidad para adentrarse en la de la arbitrariedad, tendría en frente un freno efectivo. Sin ellos, una más fácil discriminación, en contra una vez más de los más desprotegidos de la sociedad, estaría servida.

Confiemos en que en la tramitación parlamentaria se introduzca la adecuada dosis de sensatez y se enmiende el texto presentado, teniendo en cuenta las pautas que, modestamente, se han aportado en este artículo.

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