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Los profesionales del derecho y las lenguas clásicas

Esta reflexión está dirigida en principio a los profesionales del Derecho, pero vale también para los de cualquier otra disciplina y para los hispanohablantes en general.

La civilización occidental está penetrada fundamentalmente de la ciencia jurídica basada en el Derecho romano, sin perjuicio de la influencia de las instituciones jurídicas provenientes del mundo sajón. Castán –al hablar del interés del estudio del derecho romano, en cuanto muestra la aparición de un sistema orgánico de derecho privado-, dice que “está destinado a ser carne y sangre de las legislaciones modernas”.

El espíritu del derecho romano está presente prácticamente en casi todas las instituciones hoy existentes, dando lugar a todo un conjunto de valores que ha valido para dar lugar a los diferentes ordenamientos jurídicos nacionales y supranacionales.

Pero lejos de tenerlo como una antigualla, para tener presente hoy al Derecho romano con tal valor y carácter, se le debe considerar en la misma forma que tuvo durante siglos, es decir, recibido en su pura y auténtica formulación idiomática a través de la lengua en que se generó: el latín.

Mi generación y las que me precedieron en la llegada a las Facultades de Derecho venían arropadas, cuando menos, por cinco, seis y hasta siete años de latín en Bachillerato. Tal bagaje nos ayudó bastante en el estudio de la ciencia jurídica, repleta de constantes referencias textuales en dicha lengua, con valor de axiomas, incontrovertibles e inexorables, plasmados en citas de textos justinianeos, brocardos de la tradición de las distintas escuelas jurídicas, y demás elementos de trabajo.

Hoy día, los desastrosos sistemas educativos han marginado alarmantemente las humanidades y han generado gravísimas carencias de conocimiento del latín en quienes, por su papel y función en el mundo del derecho, vienen especialmente obligados a poseer un, si no perfecto, sí completo conocimiento de aquél, tales como jueces y magistrados. Y digo ello porque la estructura, esqueleto o espinazo de la ciencia jurídica se halla, sin duda alguna, en el Derecho romano, escrito casualmente en latín. En dicha lengua fueron formulados en su día los principios fundamentales sobre los que se asienta la ciencia jurídica, y de aquélla manan las riquísimas expresiones de su contenido que han servido para darle valor de proyección universal.

Pero en la actualidad la pobreza de conocimientos de la lengua latina y la despreocupación que se observa en el uso que de la misma hacen multitud de profesionales del Derecho, incluidos no solo jóvenes sino también provectos miembros de distintas profesiones jurídicas, dan lugar a gruesos errores, bastante más generalizados de lo que parece.

Este tipo de errores –generados a veces muy arriba, en instancias jurídicas superiores- se extiende y multiplica en las inferiores al ser repetidos a su vez, ya que muchos de los que ahora vienen siendo llamados “operadores jurídicos” copian servilmente citas anteriores sin cuestionar si están o no bien plasmadas. Y así, al hacerlo mecánicamente, se limitan a dar por bueno lo que “otros” hayan podido decir (quizá, presumiendo en ellos una supuesta “autoridad”), y no se molestan en asegurarse de la correcta dicción empleada en la sentencia o en el documento jurídico en cuestión, y en todo caso se contentan con contar con el respaldo de la cita.

No cuidar la exactitud de una cita latina, cerciorándose de su correcta formulación, equivale a despreciar el contenido de la misma, que queda así “devaluado” al privársele de su ascendiente conceptual. Me pregunto aquí si sería hoy admisible una cita culta expresada en una lengua moderna, pero que contuviese errores graves de ortografía en dicha lengua. Imaginemos que por citar en inglés la hamletiana frase “to be or not to be”, en su lugar, se dijera “to bee or not bee”, obteniendo el indeseable resultado de confundir el “ser” con la “abeja”, o en el caso de la lengua francesa, si hablando de restaurantes, se sirviese “poison” (veneno) por la de “poisson” (pescado), trocando usos bien diferentes.

Pues otro tanto ocurre con la práctica o el uso del latín a modo de parche de cortar y pegar en el lugar que al gusto de cada uno conviene, desconociendo su verdadero significado y su correcta formulación. Y si esto sucede por el hecho de “no saber” la lengua latina, hay motivos para denunciar otra actitud más nefasta aún: la de “creer que se sabe latín”. Para ilustrar tal afirmación, indicaré el hallazgo de una “perla” que encontré hace ya bastantes años en una sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona, y que, alarmantemente, he visto que va adquiriendo aceptación y carta de naturaleza en más altas instancias, en concreto, en el Tribunal Supremo. En dicha sentencia -y en las del TS que he encontrado con el mismo error- se trataba del número necesario de socios en las juntas de accionistas de sociedades mercantiles para que sus acuerdos fuesen válidos. Este número o porcentaje es lo que se conoce como “quórum”, que procede del genitivo plural del pronombre relativo “qui-quae-quod”, y que ha quedado como forma invariable expresiva de dicho concepto partitivo del total del ente social. Pues bien, en dichas sentencias se ventilaban las clases del “quórum” necesario para cada fin, y como ello comportaba la necesidad de expresar el plural de dicha voz latina, el Juez no tiene el menor empacho en “latinizar” (¿?) dicho plural, y para ello, en el uso deslumbrante que del latín pudieran haber hecho en su día César, Tácito o Marco Aurelio, no tiene mejor manera de hacerlo que empleando el siguiente vocablo: “QUORA”. No quiero decir con ello que este Juez haya sido el primero en usarlo ni que sea una creación exclusivamente nacional. Al parecer, ha hecho también fortuna en otras latitudes, ya que he visto también este mismo disparate en Internet en la dirección http://www.definition-of.com/quora quora rate this definition: plural of quórum.

Así, en cualquier caso, el autor ha creado a su gusto un sustantivo “latino” (¿), que, de seguir la gramática latina, debería ser un nombre neutro de la segunda declinación (quórum-quori; plural, quora-quororum). De esta forma olvida que la lengua latina, -como conjunto unitario inseparable de léxico, vocabulario, gramática y sintaxis- tiene una integridad histórica intangible. Esto es, no pueden “crearse” nuevas voces propias de esa lengua, por la simple razón o por el hecho de estar “muerta”.

En rigor, la RAE impone, en cuanto a la palabra en cuestión, que, aunque es muy frecuente el uso del plural invariable (los quórum), que se acomode esta palabra a la regla general y propone quórums para el plural. Sin embargo, nada de esto se tiene en cuenta por el diletante (y osado) autor que, de esta forma se aparta de todas las maneras reconocidas por la Academia Española de la Lengua de dar un plural –para uso en español- a sustantivos latinos.

Es lo que el catedrático JUAN LORENZO resumía diciendo que “harían un gran bien a la lengua latina, no utilizándola, quienes atraídos sin embargo por la lengua del Lacio, la usan incorrectamente”. Con esto quiero resaltar que lo que me mueve a escribir estas notas es que, en casos como el citado, se desprende una preocupante falta de rigor, en la que está ausente un elemental cuidado en asegurarse de la exactitud de la expresión empleada, comprobando puntualmente cada término que lo integra. Y ello porque cuando se hace una cita culta en cualquier idioma, ningún destinatario de la misma está obligado a adivinar o imaginar lo que el autor quiere decir al usar irregularmente una tal frase latina o de la lengua que sea, ni tiene por qué suplir las carencias de instrucción y ciencia del que cita.

Por eso, como -a la postre- esto no viene a ser sino una inconsecuencia más de los desastrosos planes de enseñanza en lo que se refiere a las humanidades, sólo queda expresar el disgusto que produce ver cómo prolifera esta clase de ignorantes, con tan lamentables carencias culturales que deben considerarse impropias de quienes, además, ostentan serias responsabilidades en la sociedad, de las que deberían dar cuenta a la hora de dar ejemplo.

De la misma manera que uso la anécdota citada para el empleo adecuado del latín, creo que esto mismo sirve, no solo para los profesionales del derecho, sino para el conjunto de la sociedad, cualquiera que sea la rama del saber. Para escribir (y simplemente, para expresarse, sin más) es esencial conocer el origen de la lengua que se habla, de la misma manera que se conocen los antecedentes y antepasados de la propia familia. Sin ello, las palabras quedan romas, planas, opacas, y solo sirven para ser utilizadas maquinal e instrumentalmente, con el riesgo de no ser aplicadas puntualmente al concepto al que corresponden.

Decía Antonio Fontán en los años cincuenta en su artículo “La tradición y el humanismo”, de la “Nueva Revista” que “el conocimiento de la lengua dota al hombre de una capacidad de expresión sin la cual son imposibles la vida social y la vida del espíritu”. Y ello porque lo verdaderamente maravilloso de toda lengua, y de su instrumento, la palabra, es su capacidad de contenido expresivo. En nuestro caso concreto, particularmente influenciada la lengua española por el latín, y éste a su vez por el griego, sus vocablos contienen la llave de su significado.

Cada palabra alberga en su estructura toda una génesis de su verdadero significado y alcance. No dicen lo que dicen porque sí, sino porque, en su raigambre histórica, alojan un como riquísimo sedimento de los elementos que dieron lugar a la voz concreta aplicable a cada concepto.

Por eso preocupa ver cómo la ruinosa política educativa de los últimos decenios en España ha deshecho los importantes pilares de formación que era el estudio de las lenguas clásicas en los años tempranos de la vida del estudiante, cuando germina en éste su preparación para la expresión. Se llegó a decir “menos latín y más deporte” por un Ministro del tiempo pasado. Ello unido hoy a la terrorífica influencia mediática, la televisión sobre todo, que “amaestra” al pasivo espectador, ha conducido a dramáticos niveles en la capacidad de expresión de las masas. El común de las gentes habla “de oído”, aceptando sin más el que lo ha escuchado la “autoridad” (?) de quien lo ha dicho. Hoy, más que nunca, se habla de oídas. De esta forma se genera en muchísimas ocasiones un error en cadena, que normaliza o consagra como cierto o correcto algo que nunca debería haber llegado a tomar carta de naturaleza.

En el mismo artículo citado, ya se anticipaba -hace más de cincuenta años- ANTONIO FONTÁN diciendo que “Si el latín llegara a ser para nuestros hombres de los escalones universitarios, una lengua tan extraña y alejada como el árabe, habríamos roto todo puente con la tradición y con la historia, para encontrarnos en esta hora atómica en las mismas condiciones culturales que los pueblos que acaban de salir del estado colonial o de la condición de primitivos.”

El hombre sabio es aquél que, cuando tiene algo que expresar, sabe qué quiere decir lo que dice. Sin embargo, poca vocación de sabiduría parece haber hoy. Cuando JUAN RAMÓN JIMÉNEZ decía aquello de “intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas” no podía siquiera llegar a sospechar que, en un futuro no demasiado lejano para él, la pobre inteligencia humana poco tendría que hacer si no estuviera debidamente respaldada y ayudada por una formación gramatical adecuada. Sí, hay saber el nombre exacto de las cosas, pero ello no es posible si no se sabe qué es lo que tal nombre significa, porque sólo de esta manera el nombre llega a ser exacto.

Las cosas tienen el nombre que los pueblos en sus respectivas lenguas les han asignado, respondiendo siempre la idea conceptual de las mismas a su esencia. Esto es, lo que constituye su naturaleza, lo permanente e invariable de ellas, lo más importante y característico de cada cosa, como define el DRAE.

Mis profesores de latín y griego, junto a la pura técnica de traducción, me inculcaron la importancia intrínseca de dichas lenguas para conocimiento de la propia nuestra, para que el uso de cada uno de sus vocablos no consistiera en una memorización “plana y superficial” de los conceptos, que no permitiera entrar y profundizar en el significado y sentido de cada uno de ellos. La ciencia médica, por ejemplo, tiene un gigantesco vocabulario extraído necesariamente de ambas lenguas, sobre todo del griego, y cada uno de sus conceptos o vocablos más o menos técnicos tienen transparencia por sí mismos con la sola utilización de la etimología. ¿Qué más descriptivo que la palabra “píloro” (en griego, portero), cuando se quiere nombrar el “lugar de paso del estómago al duodeno”? ¿No es la puerta un lugar de paso? Y, siguiendo con la lengua helena, como lengua inspiradora de muchos vocablos latinos, ¿qué decir de la palabra “dolo” (en latín, “dolus”) cuya primera acepción en griego es “cebo para pescar”. ¿No es el dolo un cebo para producir engaño? Hoy día se advierte en la publicidad una casi total ausencia de productos cuyo nombre tenga un antecedente lingüístico culto. Sin embargo, años atrás nos encontrábamos con papillas infantiles, como el “Pelargón”, que es el nombre griego de la cigüeña, o marcas cosméticas, como “Tokalón” (to kalón: lo hermoso) o “Myrurgia” (de “myros”, bálsamo o perfume, y “ergón”, trabajo o taller).

Es realmente un error decir que el latín y el griego son lenguas “muertas” por el mero hecho de que no sean habladas de forma generalizada. Una lengua es tanto más viva cuanto más inspira la renovación y el fortalecimiento de aquellas otras a las que ha servido de base. Lo muerto no da vida, no puede dar vida. Estas lenguas no están muertas, viven directamente en los textos y de forma mediata en las lenguas romances. Lo grave es que quienes las desconocen no saben lo que pierden porque no hacen la experiencia de acceder a los mundos que ellas abren.

Decía Alfonso López Quintás que un hispanohablante que ignora el latín y el griego navega por un mar cuyo fondo desconoce y que tal ignorancia lo deja desvalido a la hora de crear neologismos porque, en caso de acudir a las lenguas extranjeras en busca de préstamos difícilmente integrables en nuestra lengua, la asimilación de elementos extraños realizada por falta de conocimiento de la propia lengua da lugar a la pérdida consiguiente de identidad. El no saber latín afecta a nuestra base cultural y nos desvincula de nuestro humus nutricio y nos desnutre. Conocer la etimología de las palabras de nuestro idioma es una deliciosa fuente de sabiduría, pues nos permite ahondar en nuestras raíces espirituales. Es maravilloso penetrar en el significado de sus vocablos. En esta cuestión nadie verdaderamente interesado en las etimologías se quedaría satisfecho ante una simple definición del diccionario y con una remisión del mismo a otra fuente, sin penetrar en ésta última. Por ejemplo, nada nos diría éste si, buscando en el diccionario la palabra flecha, nos conformásemos con la cita “Del fr. flèche”. En cambio, si buscamos a su vez la etimología de dicho término en francés, nos diría que su raíz germánica es la de “fliukka”, a su vez del neerlandés “vliecke”, que dio lugar en inglés al verbo “to fly” (volar) y en alemán “zu fliegen” (también volar), con lo que se obtiene que su significado intrínseco y directo es “la que vuela”, dando así verdadero sentido al acto bíblico de Adán dando nombre a las cosas, al describir su esencia. Creo que eso vale para probar que las palabras tienen un contenido traslúcido por el que conservan el sentido nuclear del concepto.

Con independencia de esta última referencia a otras lenguas con incidencia en nuestro vocabulario, la conclusión de todo lo dicho es que desconocer el latín y el griego deja a las personas de lengua hispana sobre un penoso vacío cultural. Por eso insistía el autor antes citado en que hay en la vida humana muchas desgracias posibles, y que una de ellas -no la mayor, tampoco la más pequeña- es no saber latín y griego. Buen tema éste para meditar a la hora de planificar la enseñanza.

Sin llegar al exabrupto que el humanista español Juan De Lucena lanzaba en el siglo XV contra los desconocedores de la lengua de Roma: «¡Asno se debe llamar de dos pies el que latín non sabe!», bien se puede afirmar que es muy difícil conocer a fondo cualquiera de las lenguas románicas, y por consiguiente la nuestra, sin un conocimiento amplio de la latina, haciendo un sitio a la vez a la griega.

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