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Los Hechos y las Palabras

Recibo y leo con ilusión La Toga. De todos y cada uno de los compañeros que en ella escriben, aprendo. Con frecuencia se publican, bajo diferentes formas, trabajos sobre variadas materias que contribuyen a esa inacabable tarea que es nuestra permanente formación. Hablo de formación, que no de mera información, la cual necesita recorrer un cierto trecho para transformarse en conocimiento, y también es cierto que un exceso de información, sin adecuada sistematización y síntesis, produce reacciones contrarias a aquella pretendida formación, o puede producirlas.

Siendo razonable todo lo anterior, estimo que no es suficiente si no reparamos en las dos cuestiones mencionadas en el título que precede a estas líneas, Hechos y Palabras, que no pueden pasar desapercibidos, sobre todo, el referente a las Palabras. Cuestión esta por obvia no puede pasar desapercibida. En efecto, leyendo el contenido de un anuncio solicitando abogados para un prestigioso despacho internacional, español, he observado que una de las condiciones que deben cumplir los candidatos es literalmente “Muy buena expresión oral y escrita”. Por supuesto, otra de las condiciones exigidas, expresada por separado de la anterior, es “Dominio del inglés”, sin olvidar un excelente expediente académico, lo que pone de manifiesto que no conviene dejar el estudio para después de la carrera. Y es que una carrera bien estudiada, desde el comienzo hasta el final, es el principio de casi todo.

Pero volvamos a nuestro tema, es decir, a las Palabras y a los Hechos, así, con mayúsculas. Si los abogados no nos enteramos de lo que ocurre o ha ocurrido y si, además, este conocimiento fáctico no sabemos expresarlo en una serie de enunciados o proposiciones que los describan o narren, estimo que muy difícilmente podremos ejercer nuestro oficio con un mínimo de dignidad profesional, o como decía cierto paisano nuestro refiriéndose al toreo, que este oficio, y hay que añadir que en general todos, hay que ejercerlo de una manera elegante, valiente y con la seriedad conveniente. Pero vayamos por partes. Primero los Hechos y luego las Palabras.

Evidentemente no soy comunista, pero si no recuerdo mal, una de las más sabias enseñanzas que he recibido en mi vida procede del fundador del partido comunista italiano, Antonio Gramsci, que venía a decir que lo más revolucionario que existe es acertar con lo que ocurre. Creo, por otra parte, que las circunstancias, especialmente las económicas, si bien no nos determinan, nos condicionan de modo importante, o si lo prefieren en términos más jocosos, que el dinero no da la felicidad pero calma los nervios. Pura vulgaridad, pero creo que acertamos con lo que acontece. En cualquier caso, es urgente e importante –condiciones que no siempre marchan juntas- relacionarse correctamente con la realidad. Ésta debe ser siempre punto de partida, que no de llegada, porque no tenemos por qué sufrir la tiranía de los hechos consumados, aunque con frecuencia no hay forma de remover éstos, no existiendo otro remedio que soportarlos. Pienso que cualquier compañero sabe perfectamente lo difícil que es conocer exactamente lo ocurrido, narrarlo adecuadamente, en forma sistematizada y, por último, probarlo. Pero la dificultad aumenta si reparamos en que no se trata de narrarlo todo, sino sólo lo relevante para el litigio, que es justamente lo que tiene que ser objeto de prueba. En definitiva, se trata de obtener un cierto conocimiento, jurídico por supuesto, aunque no filosófico o el propio de las ciencias físicas. Se trata de acotar nuestro campo de conocimiento con el fin, entre otros, de alcanzar ese conocimiento por el método adecuado.

Tampoco es posible olvidar que, en el ámbito jurídico, más concretamente en el proceso, ese conocimiento sólo puede y debe obtenerse a través de unos medios muy formalizados, quedando excluido el conocimiento privado del juez. Además, esos medios de obtener conocimiento no pueden ser obtenidos sino legalmente. No se trata, aquí y ahora, de exponer trascendentes teorías sobre la clase de verdad que es posible alcanzar según las diferentes clases de procesos. Pienso que en todos ellos ha de alcanzarse verdad suficiente. Pero lo que sí puede resultar interesante es detenernos un momento en concretar qué es posible entender por verdad. Y en este sentido, de modo un tanto simple, casi por aproximación, podemos afirmar que la verdad es correspondencia con la realidad, a no confundir con la mera coherencia, ni tampoco con lo que en un determinado momento está vigente en la sociedad. Porque en forma semejante a como no es posible confundir brillantez con inteligencia, una proposición puede ser perfectamente coherente y lógica y, sin embargo, no acertar con lo que ocurre. Por lo demás, distinguir entre verdad y aquello que se encuentra vigente en determinado momento y sociedad, entiendo que no es necesario aclararlo.

Cuestión distinta del concepto de verdad pueda ser cuál es el criterio que haya que seguir para determinar aquello que pueda considerarse como verdad. Y en este sentido podemos citar la evidencia, pero no el consenso. La primera supone una auténtica aprehensión de lo que existe, y siempre ha de ser sometida a una reflexión crítica. A tener en cuenta que, en esta materia, como en cualquier otra, no se puede ser fundamentalista. Queremos decir que, al menos en el proceso, no es posible obtener la verdad absoluta sino un conocer relativo y provisional. Tampoco nos puede escandalizar el conocimiento incierto. Porque debemos huir de una lógica expresada sólo en términos de verdad o falsedad. Y es que hay saberes que escapan a esa lógica binaria. Además, los abogados debemos huir de la simpleza con la que, frecuentemente, nuestros clientes suelen ver los hechos. Por supuesto, el que mejor conoce lo ocurrido es aquél que lo ha vivido o sufrido, aunque tampoco es aconsejable incurrir en reducciones. Así, lo que no se pueda demostrar que es verdadero o falso, no tiene por qué coincidir con lo meramente probable o con lo verosímil. Ni la probabilidad ni la verosimilitud constituyen objeto del proceso. Lo que realmente pasa es que existen matices, grados de conocimiento y conocimientos meramente provisionales. El conocimiento absoluto prácticamente no existe en ningún proceso o es muy raro. Lo que sí debemos procurar es racionalizar nuestra incertidumbre. Por supuesto, debemos rechazar la verdad obtenida por consenso, a no confundir con la fijación de unas reglas procedimentales que más sirven para convivir que para conocer.

Atención, pues, a los Hechos: hay que individualizarlos, fijarlos, determinarlos, narrarlos, sistematizarlos y probarlos. Ninguna teoría queda indemne frente a ello. Pero lo curioso del caso es que la mejor teoría nace y encuentra su punto de partida en un atento análisis de los hechos. Son ellos los que inspiran las buenas teorías, o sea, aquéllas que razonablemente nos explican lo que ocurre. Y lo que también ocurre es que la madre naturaleza es muy injusta en la materia que nos viene ocupando, puesto que hay personas que tardamos bastante en saber lo que acontece, mientras que otras, como provistas de un fino escalpelo, rápidamente descomponen la realidad y se hacen cargo de ella. Es justamente en esa realidad donde acontece la experiencia, madre de casi todos los conocimientos. (Sobre los Hechos, vale la pena leer las agudas consideraciones que sobre los mismos hace Michele Taruffo, en obra que lleva precisamente la misma denominación).

Sin embargo, no todo consiste en acertar con lo que ocurre puesto que luego, incluso simultáneamente, hay que expresarlo. Recuérdese el anuncio que mencionábamos al principio de estas líneas. Y es que lo que verdaderamente hacemos respecto de los Hechos, después de conocerlos incluso inciertamente, es decirlos y describirlos, narrarlos, porque todos los abogados debiéramos tener algo de buenos narradores. Y la narración se hace con palabras, que moldean la mente de quien las recibe. Y de las palabras se predican diversos poderes. Así, en primer lugar, las palabras persuaden y disuaden. Y tanto la capacidad de persuadir como la de disuadir, por medio de las palabras, nace en un argumento inteligente que se dirige a otra inteligencia. La persuasión y la disuasión se basan en frases y razonamientos, apelan al intelecto y a la deducción personal. En segundo lugar, las palabras también seducen. Y si bien la seducción parte de un intelecto, no se dirige a la zona racional de quien recibe el enunciado sino a sus emociones. La seducción no se basa tanto en los argumentos como en las propias palabras. La seducción no necesita de la lógica, sino que busca lo expresivo. Convence una demostración matemática, pero seduce un perfume. No reside la seducción en las convenciones humanas, sino en la sorpresa que se opone a ellas. La seducción no repara en abstracciones, sino en lo concreto. Existen palabras frías y palabras calientes. Las frías trasladan precisión y son la base de las ciencias. Las calientes muestran incluso arbitrariedad y son la base de las artes. Olvidando ciertos conceptos peyorativos de la seducción (persuadir suavemente al mal), podemos traer a colación conceptos positivos, como el de embargar y cautivar el ánimo. Pero las palabras también fascinan, porque atraen irresistiblemente. Todas estas bellas palabras las encontramos en la obra de Alex Grijelmo “La seducción de las palabras”.

Resulta entonces que los abogados utilizamos las palabras en nuestras intervenciones profesionales. En el debate defendemos opiniones personales y tratamos de convencer a la otra parte. Hombre honrado y hábil en el hablar es la definición que del orador nos ha dejado Catón. Y aunque el debate es la forma de interacción más extendida y más típicamente humana, se suele afrontar confiando simplemente en el instinto y la experiencia. Pero, como es bien sabido, no siempre se impone la mejor tesis, sino la mejor argumentada. Los abogados manejamos palabras y de las palabras se desprenden imágenes. De las imágenes surgen ideas y éstas determinan o condicionan nuestro comportamiento. Y es que las palabras, al igual que los números, tienen su magia.

Ya hemos advertido que las palabras seducen, persuaden y transforman, y esto lo llevan a cabo con tanto poder como la coacción misma, pero bajo otra apariencia. J. Austin, al ocuparse de los actos linguísticos, nos habla de lo performativo, concepto este relacionado con el aspecto operativo del decir que se transforma en el hacer, con el hacer cosas por medio de las palabras. Fue Pirandello el que definió el teatro como acción hablada y, ciertamente, el debate puede concebirse así también, a modo de intercambio argumentativo.

Pero ocurre que los resultados del debate no dependen tanto del dominio del tema como de las estrategias argumentativas que se despliegan. Irving Copi, citado por Adelino Cattani, autor este último al que seguimos en estas consideraciones, traza la siguiente tipología sobre las disputas: a) disputa indiscutiblemente auténtica, en la que las partes se encuentran en evidente y explícito desacuerdo sobre una cuestión de hecho. b) disputa puramente verbal, en la que la presencia de un término clave ambiguo trasluce un desacuerdo que, en realidad, no existe. c) disputa aparentemente verbal, en realidad auténtica, en la que los disputadores entienden una expresión en forma distinta, pero el contraste sigue en pié, aunque se deshaga la ambigüedad, puesto que se trata de un desacuerdo en cuanto al fondo. Hay que concluir, pues, reconociendo la enorme importancia que en los ámbitos jurídicos y también en los que no lo son, tiene el hablar con un mínimo de precisión y rigor. Se evitarían así muchas contiendas perfectamente absurdas. Esta es la razón por la que considero que, entre otras muchas definiciones, la que mejor nos aclara aquello que deba entenderse por espíritu universitario es la que nos dice que ese espíritu consiste precisamente, en trabajar con rigor, con precisión y con mirada crítica.

Y puesto que ya sabemos que todo debate consiste en un intercambio de argumentos, podemos distinguir cinco modos de argumentación en el mismo: a) polémica, que supone un enfrentamiento claro y rotundo. b) trato, que es el que tiene lugar entre negociantes y con el fin de eliminar diferencias, tratando de alcanzar un acuerdo. c) enfrentamiento, que relaciona a interlocutores antagónicos, pero mezclado con colaboración y legitimación plena de la parte contraria. d) indagación, que tiene lugar en ámbitos científicos y en la que, mejor que conseguir un acuerdo sobre datos, se trata de alcanzar otro sobre métodos. e) coloquio, que supone, entre los interlocutores, una situación de confianza e incluso de complicidad.

Sin violencia alguna, creo que es posible extraer de todo lo expuesto la conclusión consistente en que tenemos que saber y conocer mucho más y que, además, hay que expresar correctamente lo conocido y sabido. A reparar también que el saber no sólo consiste en definir y distinguir, sino muy especialmente en relacionar y sistematizar. Porque hay que conocer la realidad en sus articulaciones, lo que supone un gran esfuerzo, del cual no es posible dimitir. Huyamos de lo fácil.

Puesto que hemos trazado una tipología de las disputas, a la par que nos hemos ocupado de las diferentes formas de argumentar, siguiendo al ya citado Cattani, es necesario hacer referencia a la forma de replicar, según el mismo autor. Resultan así las siguientes clases de réplica, todas ellas frente a una determinada proposición o demanda:

– Frente a una tesis, cabe sin más despreciarla, aunque también es posible tratar de desplazar el problema, intentando cambiar el objeto de la discusión.

– Se puede aceptar la posición contraria, es decir, ceder para vencer, si bien puede convenir manipular, en el propio provecho, lo que sostiene el otro, tratando de transformar, reconvertir o adaptar a nuestros fines los argumentos del adversario. De esta forma, pueden llevarse a cabo concesiones meramente retóricas, que no reales.

– La tercera posibilidad consiste en la llamada tarea de adaptar adaptando, lo que supone aceptar la tesis contraria, pero sólo en parte, ora mediante la integración, ora mediante la minimización.

– Caso de encontrarnos en una situación comprometida, es conveniente solicitar pruebas, petición esta que puede cumplir una doble función, dilatoria y provocadora, porque sirve para ganar tiempo y conocer mejor los argumentos de la parte contraria.

– Cuando no hemos conseguido adaptar o transformar los argumentos de la parte contraria, ni tampoco presentarlos como algo ajeno a la cuestión planteada, y no convenga, o no sea posible, efectuar alguna concesión, hay que atacar directa o indirectamente. De esta última forma puede ser atacado casi todo, invocando falta de coherencia, falta de veracidad o falta de integridad. El ataque directo puede apoyarse en que los hechos invocados de contrario no permiten inducir una cierta conclusión. Pero el ataque puede consistir también en poner de manifiesto que el principio o regla del que hemos obtenido una deducción no es correcto, bien mediante su reducción al absurdo, bien llevándolo hasta sus consecuencias extremas, para demostrar así sus riesgos. Captar las semejanzas entre dos supuestos, es también útil. Nos encontramos ante la analogía. Y ya decía Aristóteles que la capacidad de captar semejanzas, es muestra de inteligencia.

– Por último, si falla todo lo anterior, sólo cabe, acampando al margen de la ética, descalificar, no tanto el argumento sino la persona del adversario, invocando supuestos móviles inconfesables o también el argumento del tonto útil.

Todavía cabe hacer cualquier otra cosa mediante el silencio, dado la notoria elocuencia de éste. Como ha sido dicho, se trataría de llegar a ser aquella persona que fuimos cuando callábamos.

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