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Los Abogados ¿El levantamiento del velo?

Confieso que cuando abordé la lectura del artículo de José Enebral Fernández “Los abogados: un colectivo especial” (La Toga, número 164, mayo/julio 2007), lo hice con un cierto escepticismo sobre lo que me iba a encontrar. Y lo que me encontré fue un trabajo interesante, lleno de contenido digno de meditación. Enebral -que sabe sobre los abogados más de lo que dice- se atrevía a hacer algo que, paradójicamente, resulta inusual en esta revista: ponernos a los abogados frente a nuestra propia imagen.

Tanto me complació la lectura del artículo que, después de releerlo, me decidí a comentarlo, como lo hago ahora, y a tratar de añadir algunas reflexiones por mi parte.

Comenzaré diciendo que el autor, con su artículo sobre los abogados, juega con ventaja. Me explico: él se puede permitir hablar de un colectivo al que no pertenece, y ello, lejos de constituir una limitación, le ayuda, gracias a su conocimiento de esta profesión, a decir lo que nosotros los abogados no nos atrevemos a poner en negro sobre blanco.

Partamos, en primer lugar, del estereotipo del abogado, sobre cuya necesidad de revisión nos advierte, al aconsejarnos que practiquemos “el mandato délfico de autoconocernos”. Es posible que, en épocas ya pasadas, el abogado, como el médico, respondieran a la imagen de un hombre dotado de prestigio, revestido de respeto, incluso de autoridad moral ante la sociedad. Y así se aceptaba por todos, debido, entre otras causas en las que no voy a entrar, a que se trataba de colectivos de pequeño número de personas, con un bagaje de estudios y de conocimientos que superaban en mucho el nivel cultural e intelectual del resto de los ciudadanos, lo que les hacía aparecer socialmente como seres superiores a los que había que acudir en momentos cruciales de la vida en busca de consejo y orientación. A esta época corresponden expresiones como “el prestigio de la toga”, “honorarios” con el significado de “paga de honor”, “Palacio de Justicia”, necesidad de vestir traje y corbata de color negro, camisa blanca y birrete. A esa época también corresponde la representación de La Justicia con la efigie de una dama con los ojos vendados, es decir, justicia ciega.

En los tiempos actuales las cosas han cambiado mucho por causas que todos conocemos. La masificación de la oferta y la demanda, la elevación del nivel cultural y económico de los ciudadanos, la gratuidad de la justicia y de la sanidad (y añada el lector las otras causas que considere pertinentes) han contribuido a la desacralización de la abogacía y de la medicina o, si se quiere, del abogado y del médico.

Y sin embargo, y a pesar de todo y por encima de todo, los abogados pretendemos ignorar esta realidad y seguimos contribuyendo a fomentar la trasnochada aureola de prestigio y autoridad moral que tanto nos gusta aparentar y en la que nadie cree en el fondo. No hay profesional –salvo el profesional de la política- que aparezca externamente más jovial y satisfecho de sí mismo y de su status que un abogado, por muy profundo que sea el pesimismo que nos invade y abruma y que tan acertadamente nos descubre Enebral.

Pensemos, por poner un ejemplo que sirva de contrapunto, en el sacerdote: un profesional (creo que podemos llamarlo así a los efectos de este artículo) que participa, aunque ya en menor medida, de la aureola de prestigio, respeto y poder que tuvieron los abogados y los médicos. Mientras el sacerdote, por muy graves que sean los pecados de su “cliente”, le puede absolver con la imposición de una pena de tres padrenuestros (en realidad no le absuelve, sólo le perdona) el abogado tiene que cargar sobre su propia espalda la culpa (el pecado) de su cliente, y, a partir de ese momento, asumiendo como propio el problema del otro, se tendrá que dedicar a convencer a un tercero (el verdadero titular del poder) de que su cliente tiene la razón, o de que es inocente o no es tan malo como parece. Y todo ello enfrentándose a los argumentos y a las pruebas presentadas por la parte contraria, incluso, en ocasiones, a la incomprensión o la ingratitud de su cliente. Cualquier descuido o distracción en su trabajo o un pequeño error que no respete el formalismo del procedimiento judicial, pueden ser fatal para el buen fin de su pretensión. Posiblemente tenga que esperar varios meses –o varios años- para conocer el resultado definitivo de su trabajo, resultado del que pueden depender bienes tan valiosos como la libertad, el honor o el patrimonio de una persona. No creo exagerar si afirmo que el trabajo del abogado tiene mucho de proeza, siempre que consiga el triunfo. El hecho de que el resultado final dependa exclusivamente del criterio de un tercero investido de autoridad: el Juez, un ser tan humano y falible como el abogado, aporta a su proeza las características míticas de una epopeya. En todo lo anterior reside la grandeza –y también la miseria- del trabajo del abogado.

Y tengamos siempre presente que, puesto que el juez no elige nunca el asunto sobre el que tenga que juzgar, delante (o detrás) de una sentencia innovadora, rompedora de moldes o creadora de nueva doctrina se encontrará siempre un abogado inconformista, voluntarioso, estudioso, buscador de nuevos caminos que, con su tesón y su buen hacer, ha impulsado al juez a dictar esa sentencia, convenciéndole de que esa es la resolución procedente en derecho.

No me extraña, por tanto, sino que abundo en lo que en el artículo, con cita de Seligman, se manifiesta sobre las consecuencias emocionales del ejercicio de la profesión de abogado: “depresión, ansiedad y enfado”. “Los abogados padecen depresión con una estadística que triplica la media. Son, al parecer, desproporcionadamente infelices y no gozan de buena salud”. “Para los abogados las emociones positivas, si se dan, duran poco”. Y no puedo estar más de acuerdo con ello. Los abogados somos “un colectivo especial”.

Es decir, frente al estereotipo que nosotros mismos nos empeñamos – aunque sólo sea externamente- en mantener en vigor, nuestra profesión es lo que yo califico como profesión “agridulce”. Y ello no sólo desde el punto de vista exclusivamente profesional, sino que, lo que es aún más serio, se trata de una profesión de riesgo que, como apunta Seligman, afecta gravemente a la propia salud del individuo. No quiero ponerme dramático, pero todos tenemos en la mente, además quizás de nuestra propia experiencia personal, el recuerdo de muchos compañeros que han sufrido un percance fatal de carácter cardíaco en las dependencias de los juzgados, o incluso han caído muertos sobre el estrado en el propio acto del informe oral, como le ocurrió al inolvidable Don Francisco Capote, por citar sólo al último que recuerdo ahora, aunque estoy seguro de que el lector podría completar la cita con los nombres de otros colegas. Todo ello sin tener en cuenta los casos de compañeros afectados por una depresión incapacitante para su trabajo o que, decepcionados con la profesión y con mayor o menor oportunidad, han decidido cambiar su actividad por otra más gratificante en todos los órdenes o, sencillamente, han caído en la abulia, la rutina y el desinterés por su trabajo.

Pero hay otro pesimismo que muchos abogados ocultan a toda costa: el que radica en comprobar que una vida dedicada exclusivamente a trabajar con ahínco y honestidad en su profesión no le conduce a un retiro final de sosiego económico, puesto que su meta está en una pensión de 600 euros, siempre que haya cotizado sin falta alguna a nuestra bienhechora mutualidad. Si ese abogado sólo ha pensado en su profesión y no ha tenido o podido tener la previsión de compaginar su trabajo con otras tareas distintas, más o menos compatibles con su profesión, o no ha pensado oportunamente en crear un fondo de pensión, o no ha podido crearlo, o por otra serie de razones de muy diversa índole, añadirá a su habitual pesimismo profesional el ineluctable pesimismo sobre su futuro. Estoy seguro de que no soy el único abogado que ha recibido en su despacho a más de un compañero que, con lágrimas en los ojos, le ha solicitado una ayuda para resolver un problema económico. Sin embargo, sobre esta cuestión nadie se atreve a decir nada, ya sea por vergüenza o por no dañar el consabido estereotipo. Es como si tratar públicamente de este problema fuera algo políticamente incorrecto. Y por cierto, aprovecho para decir que estoy hasta los pelos de tener que soportar constantemente el corsé de lo políticamente correcto, porque un abogado, precisamente un abogado, no puede verse nunca constreñido en su libertad de expresión.

Muchas otras cuestiones podría añadir a lo expuesto por el autor en su provocador artículo (provocador en el mejor sentido de la expresión).

Dice: “El abogado tiene la sensación de que la justicia no funciona tanto para hacer justicia como para aplicar las leyes”, afirmación que compartimos la inmensa mayoría de los abogados y posiblemente la inmensa mayoría de los ciudadanos. Y es que, por extraño que pueda parecer a estas alturas, la idea de justicia como servicio público, con toda la carga de significado que dicha expresión comporta, no ha sido aún asimilada por muchos operadores jurídicos. La anécdota que cita Enebral del abogado que llama “señor” al juez y es corregido enérgicamente con la expresión ¡señoría!, desconociendo que en los estrados todos tenemos tratamiento de señoría y que la palabra “Señor” (con la que se dirige el fiel a Dios y el súbdito al Rey) es incluso superior en rango a la de “señoría”, es suficientemente demostrativa de la altanería y la ignorancia de ciertos jueces.

Otro tanto podríamos decir de algunos fiscales, que se sitúan ante el abogado en un nivel de superioridad y marcando una distancia que no les corresponde, olvidándose de que son sólo una parte en el proceso, la parte acusadora, con idéntico rango procesal que el abogado.

Cuando vemos que se construyen como sedes para la justicia “Palacios” de nueva planta que no reúnen las mínimas condiciones exigidas por la ley, bien porque no permiten los juicios en audiencia pública, es decir, con las puertas abiertas, o porque carecen de dependencias que permitan la incomunicación de los testigos; cuando observamos el hacinamiento de los ciudadanos y sus abogados en inhóspitos pasillos y lugares carentes de las mínimas condiciones de descanso para soportar esperas de dos o tres horas para celebrar un juicio de cinco o diez minutos. Y cuando vemos que todo ello se produce a ciencia y paciencia de quienes tienen el deber de evitarlo, es porque la idea de la justicia como servicio público se encuentra gravemente devaluada.

Todo ello, y otras circunstancias cuya cita harían demasiado farragoso este trabajo, hacen que llegue un momento en el que el abogado que no tenga suficientemente firmes sus convicciones comience a despreciarse como tal, y a considerarse a sí mismo como un personaje cuasi prescindible, que sólo existe porque así lo exige la ley.

En más de una ocasión, en esos corrillos en que los compañeros acostumbramos a contar lo que nos ha ocurrido en un asunto, suelo preguntar al quejoso: “¿Y tú, que hiciste?”. La respuesta es casi siempre la misma: “¿Qué quieres que haga, que me busque la enemistad del oficial del juzgado (o del juez o del secretario)?”.

El problema es que, al actuar de esta manera, se hace una dejación de nuestro derecho -y de nuestra obligación- con la peregrina idea de que el oficial (o el juez o el secretario) va a tomar represalias contra nosotros o contra el cliente por defender ese derecho, mientras que, si cierro los ojos y no abro la boca, obtendré un mejor trato. Digo que la idea es peregrina porque supone tanto como pensar que ese funcionario va a perder su imparcialidad por enemistad hacia el abogado o, en el otro supuesto, por agradecimiento a su ceguera o a su silencio. Y esa idea, que a mí me parece absurda, al funcionario no puede menos que parecerle inadmisible y gravemente ofensiva

Es hora, por tanto, de que “levantemos el velo” y nos veamos como realmente somos: un colectivo especial que tiene problemas que resolver en su propio seno. No podemos seguir amparándonos en trasnochados y caducos estereotipos que no responden a la realidad actual de nuestra profesión, porque los problemas seguirán sin resolverse. Es necesario rehacer la figura del abogado, comenzando por respetarnos a nosotros mismos para que podamos exigir a los demás que nos respeten. No somos los protagonistas del drama que supone el proceso, ni tampoco lo son el juez ni el fiscal. Los únicos protagonistas lo son nuestros clientes, a cuya defensa nos debemos, y en cuya defensa debemos poner todo nuestro empeño, sin permitir cortapisas injustificadas a nuestro trabajo, ni faltas de respeto a nosotros, a nuestros argumentos y a nuestros planteamientos de defensa. El prestigio nos lo tenemos que ganar nosotros día a día. Y lo mismo tienen que hacer todos los que, en cualquier lugar del estrado, administran la justicia, porque la justicia, en general, está desprestigiada y no somos sólo los abogados los que tenemos que revisar el estereotipo.

Y ya termino. Estoy jubilado, aunque sigo trabajando por vocación y por necesidad. Cuando comencé a ejercer la profesión en el año 1960, era costumbre generalizada que todo abogado que informaba por primera vez ante un tribunal saludara a los magistrados y le expresara sus respetos. Ignoro si esta costumbre se mantiene en la actualidad. Yo estoy iniciando una nueva práctica: la de irme despidiendo de los tribunales, por si ya no vuelvo a tener la oportunidad de informar ante él. Con este artículo estoy haciendo algo parecido, aunque espero poder seguir expresando mi opinión mientras pueda y tenga algo que decir. Pero, por si acaso, y aprovechando la grata oportunidad que me ha proporcionado el atinado artículo del amigo Enebral, he querido ahora dejar por escrito algo de lo mucho que he aprendido, para bien o para mal, en el ejercicio de esta agridulce y emocionante profesión.

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