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Letrados de Sevilla

Leo frecuentemente en «La Toga», la prestigiosa revista del Colegio de Abogados de Sevilla, no pocas críticas de los letrados a actuaciones y, sobre todo, a comportamientos de algunos jueces. No es que me sorprendan; ese alejamiento que se trasluce en los artículos, algunos labrados con su singular sentido del humor por mi querido amigo Enrique Álvarez, no ha sido infrecuente últimamente en las relaciones entre jueces y abogados, que parecen —lo he dicho alguna vez— los únicos intervinientes en el proceso, aunque un amable libro publicado recientemente por un procurador se empeñe en unir a los de su gremio al elenco de actores enfrentados. También en la sesiones de la Sala de Gobierno del Tribunal Superior hemos debido encarar la resolución de recursos deducidos contra sanciones impuestas a los letrados por los jueces, por actitudes irrespetuosas de éstos en las sesiones de juicios, las más de las veces.

Parece entonces que jueces y letrados fueran enemigos irreconciliables y que así hubiera sido siempre. Diego de Saavedra Fajardo, en su «República literaria», escribía que tales son los hijos de la jurisprudencia, que es menester pagallos porque hablen y porque callen. Yo los tuviera por los más dañosos del mundo, si no hubiera médicos. Porque si los letrados nos consumen la hacienda, éstos la vida. Algo le habría pasado al político sevillano con unos y otros, no hay duda.

En realidad pienso que no es para tanto y estoy convencido de que esos desencuentros se han debido más a una reacción huracanada ante puntuales actitudes personales no compartidas, dictadas a veces por una mejorable educación, más que a un enfrentamiento institucional. Es cierto que la llevanza de los organismos judiciales corresponde exclusivamente a los jueces y magistrados, así como lo que la vieja Ley Orgánica denominaba «policía de estrados», que no es sino el ejercicio del principio de autoridad en el mantenimiento del orden durante la realización de los actos procesales, así como la propia dirección del acontecer del juicio. Es claro que el despliegue de esa potestad debe hacerse con mesura y respeto a todos, máxime en el trato personal, en el que nadie puede considerarse más que otro, limitándose cada cual sencillamente a cumplir su misión en defensa de la Justicia, respetando los roles de los otros intervinientes. Naturalmente ello da lugar a veces a distintos enfoques de la realidad que, cada vez más, se resuelven, por lo visto, con criterios alejados de cuanto dicta una buena educación.

Acaso tenga también que ver el hecho de que vamos siendo demasiados y la mayoría no nos conocemos. Debe ser eso, sin duda. Hace unos días leía la esquela con la que el Colegio convocaba a la acostumbrada misa de difuntos de noviembre. Me entristeció sumamente constatar la cantidad de letrados fallecidos en el año corriente, casi todos conocidos, la mayoría de ellos amigos muy queridos y respetados. Algunos tuvieron lugar muy destacado en mis afectos, insignes abogados a los que quise durante el largo tiempo que me enriquecieron con su amistad y su saber. No debo nombrar a ninguno, mas la lectura detenida de sus nombres, unidos en tan triste nómina, me ha tenido sumido en el recuerdo de miles de vicisitudes que vivimos juntos en los juzgados, en las casas de hermandad y en nuestra vida cotidiana. Recuerdo especialmente las tertulias que se eternizaban en aquel bar que anidaba en los sótanos de los juzgados, lugar de encuentro de todos y que no sé por qué desapareció. Bueno, sí lo sé, pero dejémoslo estar.

Eran desde luego otros tiempos. Y otras maneras, que yo añoro sin disimulo. Mantengo una sincera amistad con el ilustre letrado ursaonense don Juan Camúñez desde hace más de treinta años y aún no hemos apeado el tuteo en nuestro trato, siendo, además, como somos, nostálgicos «curristas» de viejo cuño.

Claro que, como digo, era un tiempo muy distinto, en el que se conversaba sin demasiadas prisas, en el que compartíamos inquietudes y alegrías y en el que nuestro compañerismo jamás se ensombrecía por el papel que cada uno luego desempeñaba en el estrado.

Esa lista que recoge la esquela en cuestión es por sí misma un cuadro de honor a la brillantez y la excelencia, al prestigio personal, a la educación exquisita, a la sabiduría cimentada en la experiencia, a la caballerosidad y a la grandeza de una profesión apasionante, estelar y socialmente imprescindible para conciliar las desavenencias a que la vida nos acerca de continuo. La consecuencia es que entonces había menos quejas y menos sanciones; sencillamente porque la educación que compartíamos no lo permitía.

Ahora los letrados de Sevilla celebran la festividad de su Patrona, la Inmaculada Concepción, es de esperar que de nuevo en la espléndida sede de El Divino Salvador, donde los colegiados que lo desean formulan su protestación de fe. Yo, que siempre me he considerado un colegiado más, aguardo con alegría la efemérides para unirme a todos en la celebración, participar en su función principal de instituto y elevar mi oración por el descanso de mis amigos fallecidos, más cercanos que nunca en mi corazón en la fiesta tantas veces compartida.

No puede entenderse deseable que profesiones tan excelsas y hermanadas como las nuestras se salpiquen en su relación con estas insignificantes y excepcionales actitudes de distanciamiento, que ofrecen una imagen de desencuentro que no se corresponde con la verdad. Sí, en cambio, parece aconsejable que jueces y abogados nos convenzamos de que la aventura de la Justicia, en pos de la que caminamos todos, será menos encrespada y más grata si no perdemos de vista que la armonía en el proceso, el respeto institucional y la igualdad personal son instrumentos, los más adecuados, para alcanzarla. El más grande fruto de la Justicia es la serenidad del alma, decía Epicuro.

La placita que se extiende ante los edificios judiciales se ha llamado, con indudable acierto del Ayuntamiento, «Calle de los Letrados de Sevilla». Me gusta leer el coqueto rótulo azul cuando camino por ella, me siento identificado con el reconocimiento que entraña y orgulloso de ese colectivo tan cercano y prestigioso, en el que mis hijos militan ilusionados.

Ahora, cuando rememoro a mis amigos fallecidos —podría contar innumerables grandezas de ellos— me siento aún más unido a las celebraciones colegiales y espero impaciente ese día celeste, tan sevillano, tan de seises fragantes y tunos rondando esa imagen tan nuestra, en que celebraremos orgullosos la festividad de la Inmaculada. Y siempre, cuando transite por esa plaza tan mía, miraré con respeto y cariño ese rótulo que se alza junto a las sedes judiciales en homenaje a los prestigiosos Letrados de Sevilla.

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