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Las penalidades en la contratación pública y sus consecuencias

I. Introducción

Han sido numerosas las novedades introducidas en la contratación pública por la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público (de aquí en adelante, LCSP). Las principales son glosadas en la propia exposición de motivos de la ley y han sido ya objeto de un buen número de estudios doctrinales, que han profundizado en la original sistemática de la nueva ley, en los nuevos conceptos que ésta incorpora al ordenamiento jurídico patrio o en el anclaje de la nueva regulación en el Derecho Comunitario.

El propósito de estas líneas es menos ambicioso, pues tienen por objeto indagar en un aspecto concreto de la contratación pública, a saber, la naturaleza jurídica de las penalidades, problema a nuestro juicio no suficientemente estudiado y que no es sólo teórico, ya que cuál sea la naturaleza de esta figura necesariamente ha de condicionar el alcance de sus efectos en el desenvolvimiento de las concretas relaciones contractuales que tienen lugar entre las Administraciones Públicas y las empresas privadas.

El análisis, que pretende ser doctrinal y jurisprudencial -sin perjuicio de que, en última instancia, sea la actualmente vigente LCSP (tanto lo que dice como lo que no dice) el objeto de nuestras conclusiones críticas y propuestas de lege ferenda-, se centrará en la naturaleza jurídica de las penalidades que se imponen por incumplimiento de plazos contractuales -hasta la aparición de la LCSP, este incumplimiento constituía la causa habilitante exclusiva para su aplicación- y en cuándo pueden imponerse, debiendo soslayar por razones de brevedad otras cuestiones relacionadas con la aplicación práctica de nuestra figura, tales como la prórroga y la ampliación de plazo, el requisito de que el retraso sea imputable al contratista, la naturaleza y virtualidad del acto de recepción de la prestación, etc.

II. El concepto de penalidades según la jurisprudencia

Las penalidades tienen su origen en las obligaciones con cláusula penal del artículo 1.152 del Código Civil; pueden considerarse incluidas en los poderes de dirección, inspección y control atribuidos a la Administración en garantía del interés público y, desde la Ley 13/1995, de Contratos de las Administraciones Públicas, son objeto de una regulación común a todos los contratos públicos(1), aunque se trate de un mecanismo concebido fundamentalmente para los contratos de obra pública.

Sobre el problema que nos ocupa los tribunales han ensayado las siguientes teorías, que exponemos de modo muy sintético:

a) La mayoría de la jurisprudencia entiende que las penalidades son penas –valga la redundancia- con finalidad coercitiva, esto es, susceptibles de ser impuestas a los contratistas que incurren en demora en el cumplimiento de la prestación correspondiente, con el fin de estimular dicho cumplimiento. Sentencias ilustrativas de esta caracterización de las penalidades son las SSTS de 17-07-1989, 10-02-1990 y 26-12-1991.

b) Existe otra corriente jurisprudencial –representada, por ejemplo, por las SSTS de 6-03-1997 y 9-02-1998- que afirma sin ambages el carácter sancionador de las penalidades, y por tanto su función punitiva respecto de determinados incumplimientos contractuales -básicamente, como se ha dicho, el retraso del contratista-, de tal modo que actuarían como auténticas multas contractuales, al margen de la indemnizabilidad de los daños y perjuicios causados por dichos incumplimientos.

c) También se ha llegado a apuntar como fin siquiera accesorio de las penalidades el resarcimiento de los daños y perjuicios causados por el contratista culpable que incurre en demora; tal doctrina ha encontrado eco en algunas sentencias ya antiguas (v.g., las SSTS de 29-04-1965 y 21-02-1969) y, sobre todo, en algunos dictámenes de órganos administrativos (sobre todo, de naturaleza consultiva).

¿Tienen, pues, las penalidades una finalidad esencialmente coercitiva, de suerte que su principal función sea la de conminar al cumplimiento tempestivo (o, en su defecto, lo menos intempestivo posible) del contrato, sirviendo para incentivar o estimular el cumplimiento de éste y deviniendo consustancial a esta naturaleza el hecho de que solo puedan ser exigidas durante la ejecución del contrato, o prevalece en ellas un matiz sancionador, lo cual conllevaría la inexigibilidad de ese requisito temporal? ¿Pueden coexistir estas finalidades con la finalidad resarcitoria antes apuntada?

Muy representativa de las dificultades que encierra la determinación del fundamento último de las penalidades es una Sentencia del Tribunal Supremo relativamente reciente (18 de mayo de 2005) que recoge esa multiplicidad de fines atribuidos a las penalidades:

“Independientemente de su denominación gramatical próxima al derecho punitivo, han de considerarse obligaciones con cláusula penal, desempeñando una función coercitiva para estimular el cumplimiento de la obligación principal, es decir, del contrato, pues, en caso contrario, deberá satisfacerse la pena pactada”.

Esta sentencia, respetuosa con la doctrina predominante, confiere a las penalidades una naturaleza principalmente coercitiva, si bien acoge también su finalidad resarcitoria, al afirmar que vienen a sustituir a la indemnización por daños al fijarse una responsabilidad económica por la comisión de determinados hechos, en un inciso sorprendente por cuanto parece ignorar la diferenciación entre los conceptos de “penalidades” y “daños y perjuicios ocasionados en la ejecución del contrato” contenida implícitamente en el artículo 43.2, apartados a) y b), del entonces vigente Texto Refundido de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas de 2000 (aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2000, de 16 de junio), así como en el artículo 99.2 del Reglamento de dicha ley (aprobado por Real Decreto 1098/2001, de 12 de octubre), que abunda en dicha diferenciación (“la aplicación y el pago de estas penalidades no excluye la indemnización a que la Administración pueda tener derecho por daños y perjuicios ocasionados con motivo del retraso imputable al contratista”). Por lo demás, la sentencia rechaza la funcionalidad sancionadora de la penalidad, al argumentar que no constituye una “multa-sanción” y precisar que la multa coercitiva es independiente de las sanciones que puedan imponerse con tal carácter y compatible con ellas.

III. El desconcertante informe 6/2001 de la junta consultiva de contratación administrativa

El conjunto de sentencias hasta aquí reseñado no es un dechado de claridad conceptual ni de coherencia. Pero es que el único informe de la Junta Consultiva de Contratación Administrativa –órgano consultivo específico de la Administración General del Estado, de sus organismos autónomos, Agencias y demás entidades públicas estatales en materia de contratación administrativa ex art. 299 LCSP; de aquí en adelante, JCCA- que ha abordado directamente la cuestión (Informe 6/01, de 3 de julio de 2001), al hilo de un supuesto en el que la entrega definitiva de una obra pública municipal por parte de la empresa adjudicataria se retrasó varios meses, frente a la argumentación del contratista según la cual una vez entregada la obra no procedía la imposición de penalidades al tener éstas el objetivo de estimular la ejecución de dicha obra y estar ésta ya finalizada -estando ya firmada el acta de recepción-, declaró que las penalidades tienen una finalidad clara sancionadora y compensatoria de los perjuicios sufridos por la Administración por el retraso en el cumplimiento de los contratos, aunque estrictamente no se trate de un supuesto de indemnización de daños y perjuicios efectivos sino de los que técnicamente pueden considerarse indemnizaciones tasadas.

Este informe sostiene, pues, el carácter sancionador y resarcitorio de las penalidades. En lo que atañe a su pretendido carácter resarcitorio, ya se ha dicho a colación de la STS de 18-05-2005 que la atribución de tal carácter resulta contraria a su régimen jurídico positivo (sustituyendo ahora la referencia que antes se hizo al art. 99 del Reglamento actualmente vigente por el artículo 139 del Reglamento de Contratos del Estado, vigente aún al tiempo de emitirse el informe, y cuya dicción literal era, en cualquier caso, idéntica a la del citado art. 99); y es que si puede extraerse una conclusión difícilmente rebatible de la legislación vigente es, precisamente, la de que las penalidades no tienen una finalidad resarcitoria en la medida en que no son identificables con las indemnizaciones de daños y perjuicios ordinarias, con las cuales pueden por tanto coexistir. En lo que atañe a la pretendida finalidad sancionadora de las penalidades, es claro que aunque el informe de la JCCA pudo apoyarse en algunas sentencias, la más reciente jurisprudencia ha rebatido esta finalidad –nos remitimos de nuevo a la STS antes reseñada-.

La controversia origen del informe de la JCCA es –y entramos ya en el meollo de este trabajo- la que se suscita cuando una vez terminada la obra, prestado el servicio o realizado el suministro contratados, los órganos de contratación correspondientes, habiéndose producido el cumplimiento de estos contratos fuera del plazo de ejecución en ellos previsto, deciden ex post facto iniciar un procedimiento de imposición de penalidades. Si entendemos que la penalidad es un simple mecanismo coercitivo orientado al cumplimiento del contrato, es claro que su imposición tras la ejecución de éste carecería de sentido y sería ilegítima; ahora bien, si se le atribuye una preeminente finalidad punitiva y/o resarcitoria, de ser exigida la penalidad cuando se ha consumado el incumplimiento del plazo, ciertamente quedaría desprovista de su potencial coercitivo, pero no por ello dejaría de ser legítima su imposición, pues al fin y al cabo con ésta se estaría satisfaciendo la finalidad esencial de nuestra figura, consistente en castigar los retrasos en la ejecución del contrato. En este sentido es elocuente el Informe de la Intervención General de la Comunidad de Madrid de 7 de febrero de 2003, inspirado en el antes mencionado Informe 6/2001, de la JCCA.

IV. Incidencia práctica del problema en los contratos del sector público

Expongamos un caso real conocido por quien suscribe en su ejercicio profesional: en un contrato de suministro de cientos de miles de euros y que tiene por objeto diverso material impreso, entregado dicho material en fechas posteriores a las contractualmente previstas, el órgano de contratación, antes de pagar el precio del suministro, ordena la imposición de penalidades, postergando así el abono de aquél y obligando a que sea el contratista el que, en su caso, recurra ante los tribunales la decisión del órgano de contratación de restar del precio del contrato el importe de las penalidades para determinar la cantidad que finalmente se ha de abonar a la entidad adjudicataria. Cabe añadir que los pliegos pueden recoger fórmulas de cálculo de las penalidades tan draconianas que la cuantía de éstas puede alcanzar un porcentaje muy elevado no ya respecto del precio del contrato sino de su presupuesto (el límite del 10% respecto del presupuesto del contrato previsto en el art. 196.1 de la LCSP es sólo aplicable a los supuestos nuevos de penalidades contemplados en la ley, esto es, al cumplimiento defectuoso de la prestación y al incumplimiento de los compromisos o de las condiciones especiales de ejecución establecidas –supuestos que, a diferencia del incumplimiento del plazo total o de los plazos parciales, no son objetivables sino que exigen siempre cierta apreciación subjetiva, siendo previsible que en el futuro originen no pocas controversias-), sin que a nuestro entender la aceptación incondicional del pliego por los licitadores legitime la imposición de penalidades tan elevadas cuando el objeto del contrato se ha cumplido sustancialmente.

Es innegable que la singularidad de las penalidades reside en su carácter coercitivo, es decir, en el hecho de que, ante el incumplimiento de plazos, se pueden ir imponiendo periódicamente (apartado 5 del art. 196 de la LCSP), en coherencia con lo cual su aplicación habría de ceñirse al periodo de tiempo en que el contrato se está ejecutando. Sin embargo, es justo reconocer la corrección formal del razonamiento esgrimido por el órgano de contratación en el supuesto que acabamos de exponer para no constreñir en el sentido expresado el plazo de incoación y resolución del procedimiento de penalidades, el cual sería resumidamente el siguiente: si la ley (actualmente, el art. 196.4 de la LCSP) prevé en caso de demora en el cumplimiento del plazo total o de los plazos parciales la opción entre la resolución del contrato –esto es, su extinción anticipada- o la imposición de penalidades, y dándose la circunstancia de que la Administración no quiera resolver el contrato, optando por su continuidad (puede preferir, como decisión menos mala en un momento dado, que el contrato se ejecute por completo, aunque en un plazo de ejecución superior al previsto, antes que extinguirlo anticipadamente, con todos los perjuicios que ello puede producir para el interés público), no se perciben en la letra de la ley obstáculos a la activación del mecanismo de las penalidades por parte del órgano de contratación, una vez ejecutado el contrato íntegramente y con el fin de resarcirse de los perjuicios generados por esa demora imputable al contratista (es más, ha llegado a interpretarse, con base en dicha literalidad, que en caso de no optar por la resolución del contrato la Administración contratante necesariamente deberá aplicar las penalidades previstas en el pliego o, en su defecto, en la ley, de manera que si no lo hace durante la ejecución del contrato tendrá que hacerlo después).

Lo expuesto explica que en los procedimientos administrativos de imposición de penalidades incoados una vez ejecutado el contrato en su totalidad el órgano de contratación haya basado su facultad de imponer penalidades en el informe de la JCCA al que ya se ha hecho referencia, o en la inexistencia de una determinación legal expresa que circunscriba la imposición de penalidades al tiempo de vida del contrato, o incluso en la necesidad de iniciar el expediente de penalidades una vez ejecutado el contrato con el argumento de que sólo entonces puede la Administración aplicar sin error posible alguno la fórmula matemática contenida en el Pliego o prevista en la ley, ya que sólo entonces puede conocer el número exacto de días en que se cifra el retraso. Argumentos todos inobjetables, aunque en nuestra opinión opuestos a la verdadera naturaleza de las penalidades.

No hay que perder de vista que, una vez la prestación se ha realizado sustancialmente de acuerdo con lo previsto en el contrato y a satisfacción de la Administración -aunque sobrepasando el plazo de ejecución establecido-, en términos económicos resulta mucho más beneficioso para la Administración Pública deducir directamente de las certificaciones de obra que ha de abonar la cantidad en que se cuantifiquen las penalidades, o deducir de las cantidades a pagar en el plazo establecido para el pago en el contrato de servicios o de suministros de que se trate la cantidad a que ascienden dichas penalidades –los acuerdos de fijación de penalidades son inmediatamente ejecutivos ex artículo 196.8 de la LCSP-, antes que incoar un expediente de indemnización de daños y perjuicios respecto del cual no está claro qué procedimiento ha de seguirse para su cálculo y exacción(2)–a diferencia de los supuestos de daños liquidados con ocasión de la resolución del contrato, donde sí existe un procedimiento legalmente establecido que exige la intervención del órgano consultivo correspondiente en caso de oposición del contratista (art. 195.3.a) de la LCSP)- y en el que la mera acreditación de los daños causados por el retraso en la ejecución del contrato y su determinación o cuantificación no siempre será fácil. La imposición de penalidades en los términos expuestos es, en definitiva, una decisión que sólo ofrece ventajas al órgano de contratación, pues se trata de un procedimiento fácil de tramitar y compatible con la eventual tramitación de un procedimiento de determinación de daños y perjuicios.

V. Conclusiones y propuestas

Ya se ha argüido que la singularidad de las penalidades radica en que pueden imponerse periódica o sucesivamente durante la ejecución del contrato con el fin de hacer gravoso para el contratista el cumplimiento extemporáneo, obligándole a esforzarse por cumplir los plazos. El resarcimiento de los daños y perjuicios derivados del retraso tiene, como ya se ha indicado, una naturaleza específica diferenciada de las penalidades, y la existencia de una capacidad punitiva asignada al órgano de contratación extramuros de los principios que inspiran el ejercicio de la potestad sancionadora regulada en la Ley 30/1992 y el RD 1398/1993 resulta difícil de justificar y, de hecho, se halla desautorizada por la mayor parte de la jurisprudencia (por todas, STS de 15-07-1989).

Por todo ello, entendemos que las penalidades deben aplicarse tan sólo durante la ejecución del contrato. Nuestra posición es avalada por algunas sentencias de la llamada jurisprudencia menor, de entre las cuales destacamos la del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 14 de febrero de 2006, que recoge la doctrina de sus anteriores sentencias de 18-06-2001 y 24-11-2003 y que arguye:

“La naturaleza jurídica de estas penalidades, que constituyen un medio de presión que se aplica para asegurar el cumplimiento regular de la obligación contractual (…), ha sido discutida en sede doctrinal (…) esa opción debe ser ejercitada por la Administración en el momento en que el contratista incumpla su obligación de ejecutar la obra en los plazos convenidos, y no diez meses después de extenderse el acta de recepción, como aquí ha sucedido, pues entonces la penalidad ya no cumple su finalidad que es constituir un medio de presión que se aplica para asegurar el cumplimiento regular de la obligación contractual”.

Pese a que el art. 196 de la LCSP guarda silencio sobre cuándo pueden imponerse las penalidades, de su sistemática e incluso de su literalidad puede desprenderse que los supuestos nuevos de penalidades (recogidos en su apartado primero) podrían tener carácter sancionador, mientras que el supuesto tradicional del incumplimiento del plazo, regulado en apartados distintos, en uno de los cuales (el quinto) parece anudarse la imposición de penalidades al acuerdo de continuidad en la ejecución del contrato, tendría únicamente una finalidad coercitiva, de modo que las penalidades sólo serían aplicables durante dicha ejecución. Pero se trata sólo de una interpretación posible del precepto, no de una prescripción legal indiscutible.

Estamos ante un problema candente en el contexto de la actual crisis económica y de las restricciones presupuestarias, dadas las necesidades recaudatorias de las Administraciones Públicas y la potencialidad de las penalidades –cuyo ejercicio, no olvidemos, es potestativo y no obligatorio según el art. 196.4 de la LCSP (“…la Administración podrá optar…”)- desde esta óptica recaudatoria. Así, puede resultar muy atractiva la posibilidad de aplicar penalidades una vez transcurrido el plazo de ejecución del contrato, plazo durante el cual el órgano de contratación, en vez preocuparse de incoar los correspondientes procedimientos de imposición de penalidades que en rigor debiera tramitar, podría limitarse a urgir al cumplimiento en plazo del contrato por cauces informales (llamadas telefónicas, correos electrónicos), pues –razonará- en caso de que tales gestiones resulten infructuosas, siempre le cabrá la posibilidad de aplicar las penalidades cuando el contrato esté ya ejecutado, toda vez que la ley no lo prohíbe expresamente.

La LCSP, que ha operado en materia de penalidades algunas modificaciones más de detalle que de fondo, ha perdido una magnifica oportunidad para establecer con rotundidad y sin necesidad de exégesis alguna por parte de los operadores jurídicos que, de acuerdo con las tesis que hemos defendido en estas líneas, las penalidades sólo pueden imponerse durante la ejecución del contrato, sin que deban servir de mecanismo de punición ex post facto al contratista que ha incurrido en demora. Si el legislador hubiera incorporado en la LCSP tal limitación expressis verbis, habría contribuido a fortalecer la seguridad jurídica en las relaciones entre la Administración y sus contratistas, especialmente desde el punto de vista de éstos, que ostentan la posición más débil al estar sometidos al ejercicio de prerrogativas por parte de la Administración. Quede aquí, en cualquier caso, modestamente sugerida tal posibilidad para futuras reformas.

NOTAS

1. Utilizamos esta expresión para simplificar; con la nueva terminología de la LCSP habría que hablar de los contratos administrativos como ámbito específico de aplicación de las penalidades, sin perjuicio de que algunas instrucciones internas (o, en su caso, algunos pliegos) de algunos poderes adjudicadores puedan establecerlas para sus contratos privados, y al margen del juicio más o menos crítico que pueda merecer la aplicación de tal prerrogativa en esta última clase de contratos.

2. De hecho, tampoco está claro que las prerrogativas de los órganos de contratación recogidas en el art. 194 de la LCSP le faculten, una vez imputados los daños y perjuicios a la garantía constituida por el contratista ex art. 88 b) de la LCSP y existiendo aún daños por encima de tal garantía, a determinarlos unilateralmente y a ejecutarlos a través de los procedimientos recaudatorios de los ingresos de derecho público, cuando no ha habido resolución previa del contrato.

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