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La verdad en los estrados

La verdad en los estrados

Que al compás que adelanta el sumario se va fabricando inadvertidamente una verdad de artificio que más tarde se convierte en verdad legal, pero que es contrario a la realidad de los hechos y subleva la conciencia del procesado.

La anterior cita proviene de un párrafo extraído de la exposición de motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que data, en origen, del 14 de septiembre de 1882 y siendo Ministro, de Gracia y Justicia,  D. Manuel Alonso Martinez.

Cómo profesor de Derecho Procesal y adscrito al Departamento de Derecho Procesal y Penal de la Universidad de Sevilla, tengo la costumbre,  el primer día de clase de cada curso académico, de aconsejar a mis alumnos de procesal que tengan la oportunidad de hacer una lectura, en profundidad e integridad, de la exposición de motivos de la Ley procesal penal. No solo porque es una auténtica joya literaria-jurídica de nuestro tesoro legislativo sino, sobre todo, porque en sus páginas estudia, de una forma excelente, los principios básicos que, todavía al día de la fecha, rigen nuestro procedimiento penal y, de entre ellos, de forma especial, el principio acusatorio, contrario al inquisitivo propio del sistema pre liberal.

No voy a entrar en diferenciar ambos sistemas, sino sobre todo destacar cómo un liberal de pro como D. Manuel, en una época difícil de transición entre un régimen absolutista y uno liberal moderno, pudo elaborar un texto legislativo que, en muchos aspectos, fue realmente pionero en la cultura jurídico penal occidental de entonces. Sin embargo, a pesar de que haya transcurrido dos siglos desde entonces, la cita reseñada es de una enorme actualidad porque, en resumidas cuentas, el ministro liberal español denunciaba una práctica que no ha sido abolida en la práctica del foro de los tribunales, el excesivo protagonismo de la fase sumarial que, a fuerza de eternizarse y complicarse, lo que provoca, a la postre, es esa situación que él calificaba de “verdad de artificio” que, por sus propias y perversas consecuencias, daba lugar a un escenario de “verdad legal” que imposibilitaba la búsqueda de un juicio justo con cumplimiento de los derechos individuales y sagrados que, desde la promulgación de nuestra Constitución, son normas sagradas de nuestro sistema jurídico penal.

Evidentemente, en la época de D. Manuel, no existía aún eso que se conoce como la “pena del telediario”, pero, lo más cierto es que, hoy en día, el procesado llega a los estrados del juzgado, en palabras del mismo autor e igualmente sacado de la misma exposición de motivos, en un estado de desprotección real que le fuerza no “más que forcejear inútilmente, porque entra en el palenque ya vencido o por lo menos desarmado”. Es decir, que el peso inquisitorial de la fase sumarial es de tal intensidad que, al final, lo que es la fase fundamental del proceso penal, que es la del “plenario”, no sirve más que constituir una escenografía de patíbulo donde apuntillar a un imputado-procesado, sin apenas margen de defensa. De la presunción de inocencia a la de culpabilidad, en resumidas cuentas.

Con esto no me refiero a un caso en concreto, por mucho que, día a día, y de forma mediática, se recorren en todos los canales televisivos y en los periódicos, tanto en su versión en papel como digital. No. De lo que aludo es que, a este ritmo de desvirtuar y retorcer los principios más sagrados del proceso y procedimiento penal, se está ayudando bien poco en dar prestigio y reconocimiento a un sistema procesal contaminado por las voces foráneas, distintas de los auténticos protagonistas, es decir, los miembros del Poder Judicial, del Ministerio Fiscal y de la Abogacía. Si a éstos no se les respeten su independiente marco de actuación y se les fuerza a servir de teloneros de los impulsos interesados de los sectores de la política y nuevos “poderes fácticos”, de muy poco se puede servir a la finalidad esencial de la Justicia, que no es otro que el de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado desde el único campo permitido, que no es otro que el de la legalidad. Desde el punto de vista práctico, no es un tema menor el hecho incuestionable de cómo los abogados de la defensa, en los procedimientos penales y en su fase inicial del sumario o diligencias previas, se encuentren con un roll de actuaciones encaminadas a la averiguación de los hechos presuntamente delictivos pero que, en lugar de determinar, objetivamente, todos los datos tanto favorables como adversos al imputado, en realidad se prevalece los segundos en lugar de los primeros.

Con ello no quiero afirmar que la labor de instrucción esté viciada de parcialidad de origen. Ni mucho menos. Por mi experiencia profesional conozco la labor de muchos jueces de instrucción y no desconozco su profesionalidad en este sentido Lo que ocurre es que, como bien reflexionaba D. Manuel, la regulación del sumario, que en principio debería ser muy limitada y breve en el tiempo, se prolonga en exceso en muchas ocasiones, incluso en años, lo que provoca, por un simple efecto temporal, un efecto “perverso” en la línea de acentuar lo más proclivef a justificar un escrito de acusación que el de defensa, por no decir, el archivo de las actuaciones sin llegar a la fase del plenario.

En este sentido, hay que recordar que el contenido del artículo 299 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece que “constituyen el sumario las actuaciones encaminadas a preparar el juicio y practicadas para averiguar y hacer constar las perpetración de los delitos con todas las circunstancias que puedan influir en su calificación, y la culpabilidad de los delincuentes, asegurando sus personas y las responsabilidades pecuniarias de los mismos”.

Es decir, del contenido de “todas las circunstancias que puedan influir en su calificación” no solo alude, como se reconoce en la jurisprudencia y en la doctrina, las que sirvan para acusar, sino además, las que puedan ayudar a un escrito de defensa, tanto en su exculpación como, incluso, propiciar un archivo por sobreseimiento de la causa.

En esta línea hay que citar la Sentencia de 11 de septiembre del 2000 de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (1240/2000), en donde se dice que “desde la perspetiva de la presunción de inocencia, únicamente pueden considerarse auténticas pruebas que vinculan a los Tribunale en el momento de dictar sentencia las practicadas en el acto del juicio oral, que constituye la fase estelar y fundamental del proceso penal donde culminan las garantías de oralidad, publicidad, concentración, inmediación, igualdad y dualidad de partes. Ello conlleva que las diligencias practicadas en la instrucción no constituyan, en sí mísmas, pruebas de cargo, sino únicamente actos de investigación cuya finalidad específica no es propiamente la fijación definitiva de los hechos, sino la de preparar el juicio (art. 299 LECrim.), proporcionando a tal efecto los elementos necesarios para la acusación y para la defensa”.

Por lo tanto, lo que nuestro Alto Tribunal reconoce no es más que el mismo argumento que el legislador de 1882 se defendía con tanto ahínco, en el sentido de que “no hay que santificar la labor de la instrucción” sino que, en todo caso, ponderar, en sus justos términos, los dos principios en juego que, en palabras de la exposición de motivos reseñada, son los siguientes:

<<El carácter individualista del derecho que se ostenta en el sistema acusatorio, en el cual se encarna el respeto a la personalidad del hombre y a la libertad de conciencia, mientras que el procedimiento de oficio e inquisitivo representa el principio social y se encamina preferentemente a la restauración del orden jurídico perturbado por el delito, apaciguando al propio tiempo la alarma popular. Por lo tanto, el problema de la organización de la justicia criminal no se resuelve sino definiendo claramente los derechos de la acusación y de la defensa, sin sacrificar ninguno de los dos, ni subordinar el uno al otro, antes bien, armonizándolos en una síntesis superior>>.

Más alto se puede decir, quizás, pero no más claro. Glosa de D. Manuel, auténtico pionero de un Servicio de Justicia que constituye, realmente, y en muchos aspectos,  una mera ilusión programática, tras más de siglo y medio de vigencia de la actual Ley de Enjuiciamiento Criminal.

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