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La Minuta

La palabra minuta no significa por antonomasia la cuenta que de sus honorarios o derechos presentan los abogados y curiales. Esa es la quinta de las acepciones que el vocablo tiene en el DRAE. Todas las demás, fieles a su raíz latina (“minus”), significan algo pequeño o provisional, como borrador, nota, apunte, etc. Paradójicamente, la cuenta del abogado no es moco de pavo. Cuando se le anuncia al cliente, se le cambia el color. El cliente, ese ente, en algunos casos insondable, sin el cual no podríamos vivir, no entiende por “minuta” más que esa cuenta, que más que algo pequeño y despreciable es una granítica losa a la que hacer frente, salvo sorpresa, más tarde que pronto. Hasta el momento de recibirla, no ha parado de llamar una, dos y tres veces a tu despacho para que le informes de cómo va “lo suyo”. Hasta ese momento, en que se le pide una provisión de fondos o se le pasa la minuta, el cliente es sumamente comunicativo, no se le puede perder de vista, ni siquiera en sábado o en fiestas de guardar. Como le diste tu número de móvil (pardillo, que eres un pardillo) te llama cuando estás tumbado en una hamaca frente a las aguas de cualquier océano, o prolongas plácidamente tu sueño dominguero, o lo que es peor, te encuentras sentado en ese trono cóncavo en donde leemos la prensa. Pero hete aquí que, pasada la minuta, ese cliente parece haberse muerto. Y entonces se cambian las tornas. Ahora eres tú, abogado, el que le llama. Ahora es él quien no responde. Su mujer, -esbirra sabiamente aleccionada-, te dirá que ha salido y que volverá muy tarde; o bien que está fuera, en unas jornadas organizadas por su empresa; o, rallando en la desfachatez, te comunica que lo está pasando muy mal y va a tener que operarse de algo muy gordo… ¡Que no se pone, vamos! La culpa de todo esto es de la minuta. Esto le pasa a la minuta, que, lejos de ser algo pequeño, se convierte, en cuanto nace, en un dragón de siete cabezas y fauces llameantes.

La minuta, ese ogro que se come al cliente, es por ello un instrumento eficacísimo para el abogado que quiere desembarazarse del cliente pelmazo. Basta con la minuta para liberarte. No cobras, como habías presumido; pero te lo quitas de en medio. Puede ser un final feliz… o el comienzo de una nueva amistad, como en la famosa película.

La minuta es al abogado como la teta es al bebé llorón. Es la llave de la despensa, esa que muchos de nosotros nos llevamos al más allá, dejando a dos velas (nunca mejor dicho) a la viuda. Empero de su importancia, no es el minutar lo que mejor se nos da, me temo. Tras una formación académica más teórica que práctica, en la que frente a cada institución del Derecho había dos tesis opuestas, más la inefable solución ecléctica o camaleónica, el licenciado en Derecho no es ni de lejos abogado. Algunos se aprendieron el Castán de memoria, preparándose para estrellarse más de una vez contra el rocoso muro de las oposiciones, optando al final por ejercer, para lo que contaban con un valioso bagaje, pero insuficiente. El oficio de abogar (porque es un oficio) no radica en saberse uno por uno los artículos del Código Penal. Don Manuel Serrano, aquel inolvidable catedrático, decía que eso era una perdida de tiempo, cuando, pasando por la librería, por doscientas pesetas podías llevarlo en el bolsillo. Eso mismo repetía día sí y día también el profesor y Abogado Don Ramón Cubero. Antaño con la pasantía y hogaño mediante las Escuelas de Práctica Jurídica, o sabe Dios cómo, ese Licenciado ha de adquirir la preparación práctica idónea. Así, lentamente se va avezando en llevar pleitos, redactando escritos sin conocer al cliente. Después, ha de saber dominar la técnica de la consulta, en donde el pleito deja de ser una entelequia y adquiere vida en la vida de una persona, cuya morfología no puede despreciarse. Adquirirá con el tiempo, o no, habilidad negociadora para llegar a un acuerdo que evite el contencioso. Aprenderá, o no, a preparar los informes orales, y producirse en ellos con fluidez, tranquilidad y poder de convicción, Y en fin, llegará a ser, o no, “perro viejo”, “abogado-abogado”.

Y sin embargo de todo esto, pocos abogados llegan a dominar la técnica de minutar. No llegamos a la exageración de decir que se requiera la implantación de una asignatura de Minutación en las Facultades de Derecho o en las Escuelas de Práctica Jurídica, pero sí que se arbitren foros, simposios o mesas redondas sobre el tema. Resulta imprescindible su conocimiento.

Desde esta plataforma de colaboradores de la Comisión de Honorarios de nuestra Junta de Gobierno, nos aprestamos humildemente a poner nuestro granito de arena en algo que, tenido a veces por intrascendente, es por el contrario de mayúscula importancia. El hecho de que un número considerable de las minutas que pasan por nuestros ojos sean defectuosas, justifica de sobra este trabajo que nos proponemos emprender, contando con vuestra venia.

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