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La Justicia y el Estado Autonómico

Son muchas las preguntas y las observaciones que, de modo constante, nos hacemos sobre la Justicia. Su papel en la sociedad; su carácter de servicio público; su eficacia y la siempre temida lentitud; sus costes; su incidencia en la política y viceversa, la judicialización de la vida política o la politización de la Justicia, en suma, toda una larga relación de cuestiones intrínsecamente unidas y relacionadas que bien pueden sintetizarse en dos, una, la relativa a su legitimidad social y otra a la eficiencia. Legitimidad como grado de confianza y credibilidad que el sistema de Justicia tiene para la ciudadanía y la eficiencia, como la capacidad del sistema para producir respuestas eficaces y efectivas.

Sería osado pretender cohonestar todas las aristas que se nos abren, por lo que me ceñiré a algo mucho más tangible y aprehensible, cual es, la situación actual de la Justicia. Tal situación la abordaré desde las cifras que precipita la Justicia, pero también desde la opinión de sus protagonistas, de manera principal usuarios, quejosos o no, Jueces, Magistrados, Abogados y Procuradores. Una vez cotejadas las referidas fuentes de información, el análisis propiciará la necesidad de una reorientación de nuestro sistema de Justicia y como, a mi entender, esto ha de hacerse volviendo la vista hacia nuestra Constitución y la consideración de nuestro Estado como Autonómico.

Lo dicho tiene una nota nuclear, la Justicia. La Justicia en sentido amplio. Amplitud por su diversidad, por la complejidad de aprenderla y aprehenderla, y por el empeño y la dificultad en mejorarla. No estoy pensando en la Justicia en términos kelsenianos; no sirve el no tener respuesta, aunque sea cierto que pocos temas levantan tanta pasión, y hasta en sentido figurado, nada justifique tanto derramamiento de sangre. Nuestros poderes públicos han de tener respuesta, hemos de tener un modelo de Justicia que ofrecer.

El planteamiento que realizo, lejos del tema cruento, está enlazado con el papel de la Justicia como valor constitucional, convirtiéndose en valor constitucionalizado y, por tanto, activo. Presentándose como horizonte o meta realizable de un servicio público que ha de prestar el Estado y solamente él. Prueba de ello es que la Constitución recoge, en su pórtico, la referencia a los valores superiores del ordenamiento jurídico y, entre ellos, destaca la Justicia. Tampoco es baladí, ni caprichoso la incorporación, entre los derechos fundamentales, del derecho a la tutela judicial efectiva; que, como recoge Pérez Royo, se configura como un derecho subjetivo con sustantividad propia que ha desarrollado un enorme potencial al poder recabarse su amparo ante el Tribunal Constitucional.

Siempre he dicho que en nuestro país nadie puede dudar de la existencia firme de “tutela judicial”. Cierto es que siempre podrá ser más independiente, más imparcial y mejor preparada, pero estas son virtudes-horizonte que habrá que buscar. Pero no es ahí, como explica Toharia, donde está el malestar de los ciudadanos con respecto a nuestro sistema de Justicia. La queja se sitúa en la eficiencia.

Efectividad en los términos ya clásicos, pero siempre vivos, de la Declaración Universal de Derechos Humanos; del Convenio de Roma para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales; del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, o de nuestra Constitución. Por tanto, derecho de los ciudadanos a que sus pretensiones sean estudiadas no solamente por Juez imparcial e independiente en un proceso legalmente establecido, sino que también ha de acometerse con una duración razonable. Esta es la idea matriz y todo el Poder Judicial debe girar y nuclearse por él y para él. Como expresara el recientemente malogrado Sainz de Robles, esto quiere decir que todos los problemas de organización, y singularmente el estatuto de jueces y magistrados, han de ser contrastados con aquella función.

Es, sin duda, esta vertiente de la Justicia como servicio público, al servicio de los ciudadanos, la que nos debe ocupar. La calidad y excelencia del servicio deben ser frontispicio de actuación de todos.

Calidad, seguridad jurídica y agilidad no son simples atributos sino condicionantes inexcusables para que la Justicia pueda cubrir su tarea de garantizar, en tiempo razonable, los derechos de los ciudadanos y proporcionar seguridad jurídica actuando con pautas de comportamiento y decisiones previsibles. Esto repercute en la calidad democrática y en el bienestar social, reforzando nuestros elementos sustanciales del Estado.

La Justicia, la Administración de Justicia, el Poder Judicial, son conceptos que en el lenguaje coloquial evocan valores similares y en términos analíticos y desde muy diversos sectores se nos dice que “no funcionan bien”. Cierto es que la sensación de lentitud es en no pocas ocasiones certera, pero tampoco lo es menos que vivimos una profunda expansión o extensión del sistema legal. El sistema legal ha experimentado un espectacular proceso de ensanchamiento o extensión que alarga su radio de acción a ámbitos cada vez más amplios de la realidad social y donde la vida social ha devenido crecientemente juridificada.

La excelencia de la Justicia es consecuencia de un complejo precipitado que conjuga buenas leyes orgánicas, sustantivas y procesales, con profesionales preparados que cuentan con los pertinentes y precisos recursos humanos y medios materiales. Esto consolida, no solamente un buen servicio público, sino, y lo que es nuclear, el fortalecimiento democrático, haciendo palpable el “Estado Social y Democrático de Derecho” como la garantía de derechos de los ciudadanos o el sometimiento de todos los poderes a reglas objetivas recogidas en las leyes.

Cuando hablamos de la Justicia en general, estemos ante un Poder, un Servicio público, un Valor constitucional, o los tres a la vez, lo cierto y verdad es que presenta muchas magnitudes que han de ser cotejadas antes de proponer su modificación. Incluso más, es solamente conociéndolas como podrán precipitarse algunas hipotéticas soluciones, sabedores de que cualquier camino tendrá un largo recorrido y un amplio espectro. De ahí, el interés en explorar diferentes ópticas sobre la situación de la Justicia.

No es mi propósito cansarles con los siempre fríos datos numéricos pero es preciso conocerlos para servir de sustento a lo que es ya un frontispicio de actuación. La situación ha de cambiar para asegurar la Justicia en tiempo razonable y de calidad.

Las estadísticas de la Justicia son tozudas y nos dicen que 2005 comenzó con más de dos millones de asuntos pendientes en nuestros tribunales.

No es fácil circunscribir un estudio a extremos ni magnitudes particulares, pero para una mejor comprensión del fenómeno expondré datos por jurisdicción.

En la Jurisdicción civil se resolvieron en 2004 más de un millón de asuntos, aún así, el pendiente se incrementó acercándonos a 800.000 asuntos. Cifra que sube año tras año.

El Tribunal Supremo, en su Sala I tiene 15.000 asuntos pendientes. Para darnos un detalle de lo que ello supone de atraso baste decir que en un año ingresan 5.000 y se resuelven pocos más.

La Jurisdicción penal tampoco presenta su mejor cartel contando hoy con un volumen de 900.000 asuntos pendientes. El Tribunal Supremo suma 3.500 asuntos.

La Jurisdicción social sigue siendo el referente de agilidad. Su “pendencia” está en 150.000 asuntos al final de 2004. El Tribunal Supremo tiene 6.000 asuntos.

Es la Jurisdicción contencioso administrativo el verdadero lastre para las estadísticas. Hoy penden casi 300.000 asuntos, de ellos casi 25.000 en el Tribunal Supremo. No es extraño, con esas dimensiones, el endémico desafecto sentido hacia esa Jurisdicción que se asocia, en el imaginario colectivo, con Jurisdicción colapsada.

La traducción de esas cifras nos la da el ciudadano cuando de forma mayoritaria opina que en nuestro país la Justicia funciona mal, transmitiendo, por ello mismo, un escaso nivel de confianza. El último Barómetro de opinión , año 2005, puso de manifiesto algo que aún hoy es difícil de digerir. Tres de cada cuatro españoles preguntados se mostraban de acuerdo con la idea de que “la Administración de Justicia es tan lenta que siempre que se pueda vale más evitar acudir a ella”. Del mismo modo, un 78% se sintió conteste con la opinión de que” la lentitud de la Justicia perjudica sobre todo a los más débiles e indefensos”. Junto a estas afirmaciones críticas se eleva el núcleo gordiano de la cuestión pues el 65% de los encuestados entendía que “Con todos sus defectos e imperfecciones la Administración de Justicia constituye la garantía última de defensa de la democracia y de las libertades”.

La óptica de los abogados tiene un interés incuestionable pues forman parte muy cualificada del engranaje de la Justicia.

En España los abogados ejercientes se aproximan a 150.000 lo que en términos porcentuales con respecto a los ciudadanos nos sitúa en 250 abogados por cada cien mil habitantes. Somos de los países con más abogados por habitante.

Es llamativo lo que expresaba el Presidente del Consejo General de la Abogacía hace pocas fechas, cuando preguntado por un diagnóstico sobre la Justicia decía, “en principio, no hay duda de que es el gran estamento anticuado de nuestra democracia. Su renovación no es fácil pero debe acometerse cuanto antes, también es el momento de revisar nuestro modelo de Justicia, que arranca del siglo XIX.”.

La valoración de los profesionales es rotundamente mala, siendo la peor la duración media de los procesos. La eficiencia y rapidez en impulsar los asuntos tampoco es buena.

Solamente sale bien parada la jurisdicción social.

La Sala de lo Social del Tribunal Supremo es la mejor valorada. Ello no es casual, estamos ante una Sala que, dejando matices puntuales, ya es una Sala de unificación de doctrina.

No podemos dejar de señalar la opinión de los Procuradores. Su actividad profesional es grande en magnitud, pero, concentrada en algo menos de diez mil profesionales.

Estos profesionales, de honda tradición en nuestros ordenamientos y que encuentran sus orígenes en los “personeros” de las Partidas, destacan la importante diferencia entre la calidad ofrecida por distintos Juzgados ubicados en la misma localidad, en muchos casos en el mismo edificio, con la misma dotación e infraestructuras, y por supuesto, con cargas de trabajo anuales semejantes. Mayoritariamente los procuradores declaran que existe mucha diferencia entre unos y otros.

Una nueva fuente de información la dan los propios usuarios. A este fin existe en el Consejo General del Poder Judicial un centro receptor de quejas referidas, tanto a los aspectos jurisdiccionales como a los propios del servicio público. De la Oficina de Atención al ciudadano podemos extraer unos datos muy significativos que siguiendo los motivos relativos al funcionamiento, según los criterios de la Carta de Derechos de los ciudadanos ante la Justicia, ciframos en 3600/año las referidas a una Justicia atenta, y 4200/año las relativas a la agilidad. Este sigue siendo, sin duda, el derecho que con más frecuencia los ciudadanos perciben que se ha vulnerado. Es llamativo que no exista un área donde las quejas no se hayan multiplicado considerablemente, siendo alarmante las referidas a las dilaciones.

Si el referente es el defensor del pueblo, tampoco salimos bien parados. Este distingue a la hora de clasificar sus actuaciones entre las quejas relativas al servicio público Administración de Justicia y las referidas a la Jurisdicción.

Fíjense lo que se nos decía recientemente,”El Defensor del Pueblo, en el desarrollo de su misión constitucional, ha observado cómo en determinados supuestos se vulnera el derecho a un proceso sin dilaciones, no sólo en la resolución de un procedimiento concreto, sino en la tramitación de todos o de una buena parte de los procesos que se hallan pendientes ante un determinado órgano jurisdiccional”.

En otro momento llega a decir que la situación es lastimosa, “La Sala I (de lo Civil) y III (de lo Contencioso-Administrativo) continúan siendo año tras año las que mayor número de quejas generan en relación con las dilaciones y retrasos”.

No debemos terminar esta fugaz panorámica sin saber lo que dicen los propios jueces y magistrados. Desde 1984 los miembros de la Carrera Judicial canalizan sus pareceres a través del denominado, “Barómetro Interno de Opinión del Consejo General del Poder Judicial”. Es de destacar, en estos momentos, la valoración positiva de la actual independencia de la Justicia pero la cuestión cambia sobremanera cuando se trata de evaluar la eficacia en términos temporales de razonabilidad. Se recoge en un informe reciente, “… los entrevistados se muestran notablemente más auto-críticos al evaluar la rapidez global del funcionamiento de la Justicia así como la eficacia de ésta a la hora de hacer cumplir las sentencias”. “Las jurisdicciones laboral y penal siguen siendo, con claridad, las reconocidas como las que en conjunto funcionan más rápidamente. En cambio, las jurisdicciones civil y contencioso-administrativa siguen siendo consideradas las más lentas“. Es muy llamativo, y prueba el estancamiento del sistema, cómo, pese a los importantes esfuerzos realizados desde varios ámbitos, (presupuestario, organizativo…) los resultados son peores, por ejemplo, en el área penal.

En la instancia final (Tribunal Supremo) es donde se registran las puntuaciones en conjunto más bajas, correspondiendo la más elevada (5,6) al área laboral y la más baja (4,1) a la civil.

El Tribunal Supremo vuelve, también entre los Jueces y Magistrados, a obtener las mayores dosis de críticas.

Un último apunte, la valoración que los jueces expresan de la gestión que realizan el Ministerio de Justicia y las Comunidades Autónomas, sobre competencias que en materia de Justicia tienen atribuidas, resulta claramente favorable a estas segundas.

A modo de resumen podemos concluir que los parámetros expuestos nos ponen de relieve el mundo complejo del sector Justicia donde confluyen, no pocos recursos económicos; un número, siempre mejorable, de profesionales en torno a ella; una complejísima organización con multitud de centros de responsabilidad y decisión y donde, con carácter general, el parámetro de volumen de “asuntos pendientes” crece, anualidad tras anualidad.

Algo creo importante destacar, el potencial de ensanchar la capacidad resolutiva de nuestros Tribunales es ciertamente difícil.

La Memoria del Consejo General del Poder Judicial, 2005, es certera cuando nos viene a señalar que, el número de asuntos ingresados en la última anualidad fue de 7.500.000. En 1.995 teníamos dos millones menos y la litigiosidad sube sin parar desde 1998. La litigiosidad es un parámetro sumamente interesante que nos dice los asuntos ingresados por cada 1000 habitantes. Pues bien, si la media en 1998 era de 155 asuntos en 2005 es de 172. Andalucía presenta una cifra media de 208 y en ella, Málaga 282.

Algo habrá de hacerse con esas cifras.

El crecimiento presupuestario en materia de Justicia en España, desde los años ochenta, ha sido más intenso que en países de nuestro entorno. Las plantillas de jueces y magistrados han crecido notablemente, así como la de Secretarios, Fiscales y demás personal al servicio de la administración de Justicia. Del mismo modo, año a año, se han ido incrementado los órganos judiciales que componen nuestra Planta Judicial.

Pese a lo anterior, la situación lejos de mejorar, y siendo optimistas, se estanca, pero en ningún caso alcanzamos niveles óptimos de eficacia y eficiencia en el sector.

Vivimos una fuerte crisis del modelo institucional de gestión de la Administración de Justicia que reclama aportes cuantitativos; recursos humanos y mejores leyes pero, además, lo que precisa, y con toda urgencia, es una nueva manera de conjugarlos.

Que todo ello es necesario se visualiza de muchas maneras. Pero quizás las más claras son las representadas por el inmovilismo de las materias que se recogieron en el Pacto de Estado para la reforma de la Justicia y de las que se hacía depender la modernidad de la misma. Efectivamente, el Pacto de Estado articuló una serie de episodios absolutamente precisos sobre los que había que actuar y que se dirigían a agilizar el Tribunal Supremo; a delimitar áreas de conflicto entre Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional; a dotar de mayor contenido y competencias a los Tribunales Superiores de Justicia, redimensionando, además, un nuevo mapa judicial.

Los niveles de, “ingreso de asuntos y resolución” alcanzan unos límites de tensión que rozan el estancamiento, pues se resuelve más, el esfuerzo es mayor, pero lo cierto y verdad es que el número de asuntos pendientes sigue subiendo. Somos, con el modelo actual, incapaces de superar esa barrera de pendencia.

Estamos en condiciones de expresar que un aumento sistemático de todas los parámetros que inciden en la Administración de Justicia (más jueces, más fiscales, más órganos…) servirá para que la situación no empeore pero dista mucho de ser el único cauce de resolución de los problemas. Es preciso una redefinición del modelo mismo que nos permita abordar la Justicia del siglo XXI en términos de modernidad, agilidad, flexibilidad y seguridad jurídica.

Varios son los ejes en los que habrá que incidir para alcanzar la meta deseada y descrita. Papel del Consejo General del Poder Judicial; papel del Tribunal Supremo y valor de su doctrina; papel de los Tribunales Superiores de Justicia. Forma de abordar la realidad de nuestros tribunales y lo que es muy importante, la Administración de la Administración de Justicia. Todo ello con incrementos presupuestarios que posibiliten tales cambios y permitan un adecuado crecimiento sostenible de la Planta.

Cierto es que muchos han sido los intentos. Unos, desde el puro plano teórico sin ningún tipo de plasmación legislativa; otros, desde la modificación legislativa pero sin venir acompañados de recursos humanos o de aportes presupuestarios.

De los primeros sobresalen o destacan dos. De un lado, el conocido como el Libro Blanco de la Justicia, trabajo impulsado desde el CGPJ y que contó con las aportaciones de muchos implicados en el sector Justicia. Creo, y lo digo sin temor a equivocarme, fue la radiografía más completa que se ha realizado sobre la situación de la Justicia y sus posibles mejoras.

Ese trabajo analizaba las causas de los males de la Justicia para adentrarse, después, en el camino de las soluciones haciendo hincapié en la articulación del Consejo General del Poder Judicial, Ministerio de Justicia y Comunidades Autónomas con transferencias. Curiosamente como causas de los males del sistema citaba, entre otras, la propia confusión del sistema y la poca claridad que transmitía. La pluralidad de instancias comportaba y comporta los problemas típicos de toda concurrencia de poderes; a ello hay que añadir el que las respectivas competencias de esos poderes no se encuentran, muchas veces, claramente definidas.

Con posterioridad al Libro Blanco, el Pleno del Consejo aprobó las Propuestas para la reforma de la Justicia. Una de ellas decía, “El Estado de las autonomías que la Constitución española establece requiere, a nuestro juicio, una modificación de la estructura de los órganos de Gobierno del Poder Judicial que, con pleno respeto a los principios de unidad e independencia del Poder Judicial, permita reflejar su adaptación a tal configuración territorial del Estado en la Constitución”.

Llamativo fue el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia, documento de mayo de 2001. Cuanto se refería a los Tribunales Superiores de Justicia y Comunidades Autónomas recogía:

“ Tribunales Superiores de Justicia.- La redefinición de sus competencias atenderá a criterios de adaptación de la Justicia al Estado de la Autonomías. Se aumentarán, precisándolas con detalle, las competencias de las Salas de Gobierno de los Tribunales Superiores de Justicia y se establecerán mecanismos de delegación de funciones, singularmente en materia inspectora y disciplinaria. Los Tribunales Superiores de Justicia desarrollarán una función casacional en todas las ramas del Derecho Autonómico. Se les atribuirá la segunda instancia penal en los términos que resulten de la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal y se aumentará la cuantía para el recurso de suplicación en el orden social. Asimismo se trasladará a los Tribunales Superiores de Justicia la competencia para conocer de la petición de ejecución de sentencias extranjeras.

En relación a las “Comunidades Autónomas se señalaba que en el nuevo modelo de Justicia, debía jugar un papel esencial la oportuna adaptación del marco competencial de las Comunidades Autónomas, teniendo como objetivo próximo atender a los intereses de los ciudadanos y a quienes desde las distintas responsabilidades trabajan al servicio de la justicia.

El Pacto fue un instrumento arrojadizo escasamente dos años después de su firma.

Los problemas de la Justicia son heredados de una situación que se remonta a su propio dimensionamiento como Poder del Estado. Nos ubica en la Revolución Francesa y en el espíritu de las Leyes donde Montesquieu hablaba de la función judicial como de un poder terrible sin incidencia en lo político y con la misión de buscar la verdad de la sociedad. El Poder Judicial tuvo una escasa relevancia presentando un perfil rebajado, y donde los jueces no son más “que la boca que pronuncia las palabras de la Ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de aquéllas”. Así, no fue extraño que, en sus orígenes, el Tribunal de Casación no fuera un órgano judicial, sino un instituto encaminado a defender la Ley e impedir la invasión del poder judicial en la esfera propia del legislativo. Se entendió que la casación no era una parte del Poder Judicial, sino una emanación del Poder Legislativo, y el órgano encargado de pronunciar la nulidad de la sentencia una especie de comisión extraordinaria del Cuerpo Legislativo para reprimir la rebelión contra la voluntad general de la Ley. Con esa casación francesa se estableció la estructura básica del recurso de casación que tuvo como bases generales la defensa de la ley, la garantía de uniformidad en la aplicación e interpretación del Derecho, anulación de la sentencia apartada de la jurisprudencia y reenvío al órgano de instancia para que volviera decidir.

Recordemos algo si queremos asentarnos en pilares sólidos, la Constitución es, como recoge Peces Barba, la norma jurídica fundamental del ordenamiento, y cumple unas funciones de seguridad, de Justicia y de legitimidad, y en ellas se refleja la mentalidad de un pueblo y la cultura jurídica de una época.

La de 1978, recoge la expresión “Poder Judicial” queriéndolo independiente, legal y realmente, y no una Administración de Justicia vicaria, subordinada, entroncando directamente con la mejor tradición representada por la Constitución de 1812 y el sexenio de 1868 a 1874. Así, y en su título VI, regula el mismo otorgándole la capacidad exclusiva y excluyente del juzgar y hacer ejecutar lo juzgado predicando de jueces y magistrados, integrantes del poder judicial, su independencia, inamovilidad, responsabilidad y sometimiento únicamente al imperio de la Ley (art. 117).

También recoge la Constitución el Consejo General del Poder Judicial como órgano de gobierno del Poder Judicial y remitiendo a su Ley Orgánica todo lo relativo a la constitución, funcionamiento y gobierno de los juzgados y tribunales, así como el estatuto jurídico de los Jueces y Magistrados de carrera, que formarán un cuerpo único y del personal al servicio de la Administración de Justicia.

La Constitución española establece que el Tribunal Supremo es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales.

Pero el constituyente no ciñó todo lo relativo a la Justicia o al Poder Judicial al Título VI. También habla de ella en el Título Preliminar, como hemos visto, y en su Título VIII donde regula “La organización territorial del Estado”.

El Capítulo referido a “Las Comunidades Autónomas”, es de gran interés. En él se recoge la organización institucional que habrán de contener los Estatutos de autonomía, señalando, la Asamblea Legislativa, el Consejo de Gobierno y “Un Tribunal Superior de Justicia, que sin perjuicio de la jurisdicción que corresponda al Tribunal Supremo, culminará la organización judicial en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma. Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 123, las sucesivas instancias procesales, en su caso, se agotarán ante órganos judiciales radicados en el mismo territorio de la Comunidad Autónoma en que esté el órgano competente en primera instancia”.

La Constitución española de 1978 estableció, en lo que al Poder Judicial se refiere, una arquitectura compleja, no siendo fácil señalar que rol ha de asumir el Poder Judicial en esa estructura territorial, o si se quiere, y en términos de interrogante, ¿puede el Poder Judicial permanecer ajeno a la estructura territorial del Estado?.

Son de destacar, desde estos primeros momentos, la compleja articulación de los artículos 149.1.5a, donde la Constitución reserva al Estado competencia exclusiva en materia de Administración de Justicia, y el 152, que señala que el Tribunal Superior de Justicia culminará la organización judicial en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma. Por si fuera poco, los Estatutos de Autonomía establecieron normas que vinieron a incidir claramente en la Justicia. Así establecieron que corresponde a las Comunidades Autónomas, en relación con la Administración de Justicia, exceptuada la jurisdicción militar, ejercer todas las facultades que las Leyes Orgánicas del Poder Judicial y del Consejo General del Poder Judicial reconozcan o atribuyan al Gobierno del Estado.

Es claro que la estructura del Estado, como explica LÓPEZ GUERRA, es el resultado de una multiplicidad de normas y reglas, de rango y naturaleza muy diversa. Y si en un primer escalón está la propia Constitución en un segundo están los Estatutos de Autonomía. Y esa diversidad, en no pocas ocasiones, que es determinante de la división de las competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, presenta zonas grises. Zonas que han generado y generan no pocas dificultades, reclamando, desde un principio, pronunciamientos del Tribunal Constitucional.

El Tribunal Constitucional (Sentencias 56/1990, 62/1990, y 158/1992) partió de la distinción entre un sentido estricto y un sentido amplio en el concepto de la Administración de Justicia, comprendiendo el primero lo que puede denominarse el Poder Judicial, esto es, la función jurisdiccional propiamente dicha y la ordenación de los elementos intrínsecamente unidos a la determinación de la independencia con la que debe desarrollarse, y el segundo, otros aspectos que, más o menos unidos a lo anterior, le sirven de sustento, material o personal, esto es, lo que ha venido en denominarse gráficamente la Administración de la Administración de Justicia.

Que la Constitución reserve al Estado como competencia exclusiva la “Administración de Justicia”; supone, según la doctrina constitucional expuesta que, en primer lugar, el Poder Judicial es único y a él le corresponde juzgar y hacer ejecutar lo juzgado y así se desprende del artículo 117.5 de la Constitución; en segundo lugar, el gobierno de ese Poder Judicial es también único y corresponde al Consejo General del Poder Judicial (artículo 122.2 de la Constitución). La competencia estatal reservada como exclusiva por el artículo 149.1.5a termina precisamente allí.

Algo es claro, el Estado de las Autonomías ha de tener repercusión en la configuración tanto del Poder Judicial como en la administración de la Administración de Justicia.

En relación al Poder Judicial, y a la vista de la articulación constitucional descrita, es diáfano que en el ámbito jurisdiccional se mantiene la estructura piramidal y jerárquica que ya no se da en otros poderes del Estado y que no ha sido sustituida por el principio de competencia. Hay que concluir que no caben poderes judiciales autonómicos. Pero de tal afirmación no resulta correcto deducir que la organización de la Justicia queda al margen de la renovación de la estructura de los poderes del Estado que ha causado el Estado de las Autonomías.

En el aspecto relativo a la Administración de la Administración de Justicia hay que decir que tras los pronunciamientos del Tribunal Constitucional, corresponde a la Comunidad Autónoma dotar a los órganos que integran la Administración de Justicia de los medios personales, materiales, tecnológicos y financieros necesarios, a fin de cumplir los mandatos constitucionales y garantizar los derechos fundamentales, individuales y colectivos, mediante la aplicación del Derecho material y procesal.

Algo es evidente, a diferencia de otros procesos de transferencias, en materia de la Administración de Justicia, pervive la relación entre la Administración general del Estado y la autonómica, lo que sin duda es germen de cuantos problemas se quieran imaginar.

En cualquier caso, a mi juicio, el camino más propicio para afrontar la renovación del sistema “Justicia” es el que pasa por acudir a la propia estructura del Estado autonómico, siendo esta la peculiaridad vertebradora e inspiradora de toda modificación.

Comencemos por el Tribunal Supremo. Este no es un Tribunal más dentro del organigrama judicial, sino la cima o cúspide del mismo. Por eso, la Constitución española lo proclama como el superior en todos los órdenes. Es el máximo órgano jurisdiccional del Estado.

En su misión está crear la jurisprudencia que como sabemos complementará el ordenamiento jurídico, configurándose como la doctrina que de modo reiterado establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho. Esto hace, como recoge Sala Sánchez que el tema más importante, derivado de lo anterior, sea el carácter vinculante de los criterios interpretativos consolidados que puedan contenerse en las sentencias de los tribunales llamados a formarla. Esta es, sin duda, la nota nuclear del hacer del Tribunal Supremo, reducir al máximo las notas de imprevisibilidad de las resoluciones judiciales.

Esa es la verdadera y más importante misión del Tribunal Supremo y que entronca con claros principios constitucionales, entiéndase principios de igualdad y de seguridad jurídica. De ahí que, Castan Tobeñas indicara, sin fisuras, que la doctrina del Tribunal Supremo se impone imperiosamente a los tribunales inferiores. Sobre la seguridad bastaría decir que no cabe modificar arbitraria e inadvertidamente el sentido de las decisiones precedentes en casos sustancialmente iguales, debiendo fundamentar y reflexionar el cambio de posición (STC 48/1987). Un sector importante de la doctrina destaca el principio de igualdad como la nota nuclear que distingue al Tribunal Supremo. Marín Castán ha escrito recientemente que las relaciones entre el Tribunal Supremo y los Tribunales Superiores de Justicia deben abordarse no desde perspectivas de protagonismo o preeminencia sino, por elemental que parezca desde el derecho de todos y cada uno de los ciudadanos y personas jurídicas sujetas a la jurisdicción de los tribunales españoles a un orden jurídico coherente, justo y seguro. Lo que está en juego, en suma, no es otra cosa que el efectivo imperio de la ley como índice real de calidad del Estado social y democrático de Derecho. En ese razonar comparto la visión de Bacigalupo, cuando expresa que cuando un Tribunal inferior se aparta de la jurisprudencia del Tribunal Supremo su decisión implicará siempre la introducción de un cierto grado de inseguridad. Sobre la seguridad baste decir que es algo consustancial al propio Estado de Derecho, pudiendo concebirse como la posibilidad de que los ciudadanos puedan calcular anticipadamente qué ocurrirá en el futuro en un sentido específico; es decir, cómo se comportarán otros individuos y cómo lo hará el Estado.

El constituyente estableció para el Tribunal Supremo lo que la doctrina denomina “garantía institucional”. Es una manera de otorgar un doble juego, de un lado, se protegen una serie de notas nucleares, lo que López Guerra denomina, mínimos constitucionales irreductibles; de otro, otorga un importante margen al legislador para su concreción.

En su papel siempre reconocible el Tribunal Supremo vela por la defensa de la Ley y por una aplicación lo más uniforme posible. Aquí radica el papel más genuino del Tribunal Supremo, por su historia y por exigencia constitucional. En palabras de I. De Otto, la unificación de doctrina aparece lógicamente como la tarea “propia” que sólo puede ser competencia del Tribunal Supremo, como Tribunal único en su orden. Este, y no otro, es el papel primigenio del Alto Tribunal, de tal modo que, habrá que superar los obstáculos que impiden que ese cometido se desarrolle y cumpla. No es necesario traer a colación las estadísticas de los últimos años referidos al Órgano, pero baste decir que los asuntos de la Sala I o los de la III impiden que el Supremo cumpla en su totalidad el papel al que está llamado y nadie puede hacer por él. Algo que no sucede, por ejemplo, con las competencias en el orden jurisdiccional social donde la Sala IV ya funciona como unificadora de doctrina.

Por tanto, entiendo que el Tribunal Supremo debiera ser el Órgano superior, pero no único, en materia de casación, siendo único, aquí sí, en la casación para la unificación de doctrina.

Es notorio, como indica De Otto, que la superioridad del Tribunal Supremo se constata en la medida en que debe corresponderle la casación en su función de instrumento para la unificación de la jurisprudencia, aun cuando no necesariamente en su función de control de la legalidad de las resoluciones judiciales, pues así lo reclama la unidad del poder judicial y el propio principio de igualdad que proscribe la diversificación de jurisprudencias y que obliga a dejar abierto un cauce de unificación general de la aplicación del derecho. Esta ha de ser la competencia mínima del Tribunal Supremo.

Solamente si dejamos que el Tribunal Supremo cumpla con su cometido constitucional mínimo podremos otorgarle nuevas atribuciones. Si ello no es así, y la realidad es tozuda, habrá que modificar las leyes orgánicas y procesales para que la misión nuclear sea desarrollada, pues la unificación de doctrina, insisto, aparece como la tarea propia que sólo puede ser competencia del Tribunal Supremo, como Tribunal único en su orden.

Insistiendo en la idea anterior podemos concluir con Diez- Picazo que el Tribunal Supremo queda constitucionalmente configurado como un órgano revisor de la interpretación y aplicación del Derecho. La garantía institucional de la Constitución española no puede por menos que ir dirigida hacia la constitucionalización de la casación y su función unificadora.

Sobre el modo o manera de llevarse a cabo será una cuestión discutible y opinable, aunque creo que hoy, a la luz de las cifras y datos expuestos, ineludible. En cualquier caso, debe tenerse muy en cuenta lo expuesto por DESdentado Bonete, y rehuir dos tentaciones. El recurso no puede ser tan restrictivo, por la vía de otorgar rigidez de la contradicción, que acabe asfixiándolo y haciendo muy difícil la función unificadora del recurso pero tampoco con una amplísima generosidad que provocaría un desbordamiento del recurso.

Lo anterior, y en los términos que el legislador precise, debiera completarse con un refuerzo del valor vinculante de la jurisprudencia para todos los órganos judiciales. En ello incide, entre otros muchos aspectos, el proyecto de modificación de la LOPJ ahora en tramitación, cuando menciona que ,“Los Jueces y Tribunales aplicarán las leyes y reglamentos de acuerdo con la interpretación uniforme y reiterada que de los mismos haya realizado el Tribunal Supremo”.

El tema es complejo pues no está resuelto de forma definitiva la cuestión doctrinal sobre el carácter de la jurisprudencia, concretamente sobre si constituye o no fuente del ordenamiento jurídico, situación que se vio agravada por la omisión en la Ley Orgánica del Poder Judicial de pronunciamiento sobre la fuerza vinculante de la jurisprudencia.

El Tribunal Supremo ha tenido numerosas ocasiones de pronunciarse sobre el valor de su propia doctrina jurisprudencial, girando desde antiguos pronunciamientos, en los que ha afirmado que la jurisprudencia es fuente del ordenamiento jurídico, a las sentencias más modernas, en las que si bien niega que la jurisprudencia sea fuente del ordenamiento jurídico, en cuanto que no crea normas en sentido propio, mantiene pronunciamientos ambiguos, como la afirmación de que “…se limita a explicitar la voluntad legislativa” (STS 06/03/92), o“…contiene desarrollos singularmente autorizados y dignos que con su reiteración adquieren cierta trascendencia normativa” .

Como tuvimos ocasión de decir desde el CGPJ en el informe al anteproyecto de LOPJ, no parece que la nueva redacción implique la voluntad del prelegislador de otorgar a la jurisprudencia el carácter de fuente del Ordenamiento Jurídico -en el sentido de creadora de normas- sino que la norma hace referencia al aspecto de su valor vinculante. Así, puede entenderse como el deber de los órganos inferiores de no separarse de forma libre, injustificada o arbitraria de la jurisprudencia, pero sin desconocer la posibilidad de que se razone y motive la existencia de circunstancias relevantes que hagan necesario separarse de la doctrina jurisprudencial. Lo contrario sería tanto como reconocer a la jurisprudencia la misma fuerza vinculante que a la Ley, pudiendo comprometer la independencia judicial, consagrada en el artículo 117 de la Constitución y proclamada en el artículo 1 de la LOPJ.

Toca hablar de los Tribunales Superiores de Justicia. Ellos fueron configurados por la Constitución española como la culminación de la organización judicial en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma.

Los Tribunales Superiores de Justicia tardaron en ver la luz, debiendo esperarse al cercano 1.989 para su constitución. No me resisto a reproducir parcialmente lo que el Presidente Hernández Gil expresaba en su discurso de constitución del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, “La idea clave a que responde el Tribunal que ahora queda constituido es la de ser proyección, en el poder judicial, del sistema de ordenación territorial representado por las Comunidades Autónomas. Esa misma idea se trasladó por los distintos Vocales del Consejo General del Poder Judicial en la sesión constitutiva de los distintos Tribunales en las respectivas Comunidades Autónomas.

Lo cierto y verdad que antes de su constitución los Tribunales Superiores de Justicia ya daban “problemas”. Por ello, no resultó extraño que nuestro Tribunal Constitucional “aclarase” algo la cuestión. El Alto Tribunal subrayó que la relación con la Comunidad Autónoma no es una relación orgánica, sino una relación territorial que deriva del lugar de su sede, y que las competencias de los órganos jurisdiccionales continúan siendo competencias del Poder Judicial único existente en el Estado. El Tribunal Superior de Justicia es un órgano del Estado y de la organización judicial en la Comunidad Autónoma.

Pero la aparición de los Tribunales Superiores de Justicia supusieron poco alivio en la maltrecha situación de la Justicia y ello debido, fundamentalmente, a que sus Salas Civil y Penal tenían (y tienen) un contenido competencial escaso para su potencial, máxime, cuando “completar” ese cuadro normativo se veía desde ciertos sectores como un “desapoderamiento” del Tribunal Supremo. Baste el siguiente dato, en toda España, en 2004 habían ingresado 348 asuntos quedando pendientes al finalizar dicho período 109. Las Salas civiles dictaron 116 sentencias y las de lo Penal, 171.

El Tribunal Supremo no cedía espacios, pues ya sufría los ajustes del propio ámbito competencial del Tribunal Constitucional. Junto a ello, y para terminar de redondear el inmovilismo, estaba la falta de segunda instancia penal que también ha enturbiado todo el sistema, pues la casación penal tuvo que ampliar sus miras para dar cabida a la segunda instancia penal que desde todos los sectores se reclama. Hoy, su enunciado en la Ley Orgánica del Poder Judicial es una realidad, pero su concreción está ayuna de cambios legislativos que lo propicien. Esperemos que pronto el proyecto de LOPJ sea una realidad normativa.

Me referiré a la casación autonómica. En el ámbito particular, la LOPJ, según la redacción de la L.O. 19/2003, señala que la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia conocerá, como Sala de Civil del recurso de casación que se establezca contra resoluciones de órganos jurisdiccionales del orden civil con sede en la Comunidad Autónoma, siempre que el recurso se funde en infracción de normas de derecho civil, foral o especial propio de la comunidad. También del recurso de revisión contra las sentencias sobre las mismas materias.

Estamos en presencia de un recurso de casación ante la Sala de lo Civil de los Tribunales Superiores de Justicia con la única salvedad que ha de ser derecho civil, foral o especial, propio de la Comunidad Autónoma. Creo absolutamente superadas las reticencias anteriores en orden a su admisión dando por definitivo lo que De Otto expresara con rotundidad, allí donde no hay nada que unificar, porque de lo que se trata es exclusivamente de Derecho autonómico, pierde su sentido y finalidad la casación al Tribunal Supremo.

Es meridiano, en este particular Derecho, que el papel del Tribunal Superior de Justicia es idéntico al asumido con carácter general por el Tribunal Supremo. Cuestión sumamente importante por el concepto amplio que da el legislador al “Derecho propio de cada Comunidad Autónoma”.

Cuestión distinta y más compleja es la relación entre los Tribunales Superiores de Justicia y la casación estatal. En suma, la posibilidad de que el Tribunal Superior de Justicia no sea un Tribunal de instancia, sino, como indicaba ya en su día De Otto, tener otros cometidos, tales como conocer de recursos extraordinarios, en la medida en que sea conciliable con la jurisdicción del Tribunal Supremo.

Hemos hablado de múltiples razones que parecen conducirnos a tal realidad. La fundamental y que da pié a ello es, precisamente, su existencia constitucional que aunque imprecisa en esta materia, no la proscribe, pues nos dice que los Tribunales Superiores de Justicia culminarán la organización judicial en el ámbito de cada Comunidad Autónoma. En segundo lugar, la estructuración de nuestro Estado como un Estado de las Autonomías, y si bien es un sistema abierto en su formulación, permite llegar a conclusiones como la expuesta simplemente procediendo a tal fin el legislador orgánico y procesal. Y una tercera razón y de enorme trascendencia, es el de la efectividad.

En cierta medida estos son los cauces por los que discurre la reforma en curso. La Exposición de Motivos del anteproyecto de modificación de la LOPJ expresa que se cambia la naturaleza y configuración del recurso de casación que pasa a ser, esencialmente, un recurso para la unificación de doctrina, limitando su ámbito a las infracciones que se hayan producido en la aplicación del ordenamiento jurídico estatal con motivo de pronunciamientos discrepantes de los órganos judiciales inferiores. Recoge del mismo modo que en el momento actual atribuir a los Tribunales Superiores de Justicia el conocimiento de casación en materia de derecho estatal, que luego serían susceptibles de impugnación ante el Tribunal Supremo, para garantizar esa función unificadora de normas estatales, supondría aumentar los grados procesales, con la consiguiente demora. Se deja para otro momento.

En el orden civil, el recurso de casación se configura con una finalidad unificadora, pues el presupuesto para la recurribilidad de las resoluciones se articula en torno al interés casacional.

En el orden penal la reforma procesal se orienta a culminar la generalización de la segunda instancia penal y de otro, a adaptar el recuso de casación a la puesta en marcha de la doble instancia penal, debiendo ceñir su ámbito al propio de un recurso extraordinario con finalidad unificadora. La casación recobra sus funciones clásicas de carácter nomofiláctico y de unificación en la interpretación de la Ley.

En el orden contencioso administrativo se reserva al Tribunal Supremo la unificación de doctrina en relación con las normas estatales y a los Tribunales Superiores de Justicia en relación con la interpretación y aplicación del ordenamiento autonómico.

Le corresponde el turno al Poder Judicial. Algo me parece claro, la forma de gobierno de ese Poder no puede quedar al margen de la estructura territorial del Estado. La cuestión, como tantas veces, es situar el límite de penetración de esa particular forma de Estado en un Poder que desde luego no se ve afectado en los mismos términos que el legislativo o el ejecutivo.

Nada obstaculiza para que se busquen fórmulas para la adecuación del propio Consejo General del Poder Judicial al Estado autonómico. No sería justo decir que es un camino por explorar. El Consejo General del Poder Judicial apostó a mediados de los noventa por superar su tradicional centralismo y así, ubicó parte de sus propias instalaciones a lo largo del territorio nacional conveniando su instalación y mantenimiento con las respectivas Comunidades Autónomas. Situación que este Consejo ha potenciado, por ejemplo y en nuestra Andalucía, el Foro de formación y estudios medioambientales, con sede en Sevilla.

Sin embargo lo anterior, el Consejo General del Poder Judicial debe dar pasos más firmes en la línea apuntada.

Deberían potenciarse las Delegaciones territoriales del Consejo General del Poder Judicial, donde se encuadraría la figura del Vocal territorial. No como en la actualidad, que es una figura sin contornos y sin competencias efectivas; limitándose a ser un mero observador, impulsor o correa de transmisión de peticiones territoriales, cuando no un mero “adorno” para ciertos actos Institucionales.

Del mismo modo, por vía orgánica, y por el mecanismo de la delegación, pueden resituarse muchas de las competencias que hoy tiene el Consejo General del Poder Judicial en las Salas de Gobierno de los distintos Tribunales Superiores de Justicia.

Aquí la reforma proyectada de la LOPJ opta por un modelo novedoso creando los Consejos de Justicia como órganos colegiados, sustitutivos de las Salas de Gobierno. Son órganos que asumen por vía de la delegación funciones del Gobierno del Poder Judicial. Recoge la Exposición de Motivos que la unidad de gobierno del Poder Judicial esta salvaguardada con la atribución constitucional a un único órgano, el Consejo General del Poder Judicial. El sistema, y no lo digo peyorativamente, es ventajista. Lo que se hace es aprovechar un modelo de gobierno con un funcionamiento con pleno reconocimiento desde todos los sectores y lo que se hace es potenciarlo. Se opta por otorgarle más y mayores competencias para lo cual se amplía su composición. Ostentarán, además de las tradicionales competencias, las de realizar informes sobre los nombramientos discrecionales y ejercer las competencias que le delegue el Consejo General del Poder Judicial. Muy interesante en lo que de participación externa y de implicación autonómica supone, no obstante creo, que en el trámite parlamentario se deberían introducir factores de corrección que eliminaran los temores expresados por los Presidentes de Tribunales Superiores de Justicia.

Es también necesario rediseñar el papel de las Comunidades Autónomas en la Administración de la Administración de Justicia.

Las Comunidades Autónomas han de moverse en lo que ha venido en denominarse gráficamente la Administración de la Administración de Justicia.

Estamos asistiendo a una nueva normativización en la Ley Orgánica del Poder Judicial, que da un nuevo tratamiento a sus Libros V y VI, esté último, en concreto, en lo relativo al personal. Creo, que con tal modelo, no avanzaremos lo suficiente en el principio expuesto pues entiendo que para desarrollar con plenitud y excelencia el compromiso prestacional son necesarios cambios legislativos que permitan, a la Comunidad Autónoma, tener plena capacidad sobre los recursos humanos que de ella dependen.

En materia de personal debe superarse el insostenible criterio de Cuerpos Nacionales. Como expresara en su día, López Aguilar, ello podría tener, a su vez, consecuencias institucionales fortaleciendo las posibilidades de participación de las Comunidades Autónomas en la organización de las demarcaciones judiciales de su territorio. Del mismo modo, sería un mecanismo de potenciación de la autonomía de gestión y gasto en materia de Justicia. Contribuiría a la optimización de las técnicas y cauces de colaboración de los poderes autonómicos con el Consejo General del Poder Judicial.

Cuestión complementaria a todo lo anterior es la redimensión de un nuevo mapa judicial, lo que ha de completarse con un incremento de plantilla judicial. El problema está en cuantos Órganos y de qué tipo han de crearse para dar satisfacción al mandato constitucional de efectividad de la tutela.

Varios puntos deben acometerse, el primero, el del número de Jueces, y lo que se diga respecto de ellos ha de servir, en una determinada proyección, en los respectivos equipos de apoyo. España presenta un panorama por debajo de la media europea. Tenemos una media nacional de 9,58 jueces por cada cien mil habitantes. Hemos de incrementar el número de Jueces de una manera notable hasta situarnos en, al menos, 12-14 Jueces por cada cien mil habitantes, debiendo corregirse déficits históricos.

En segundo lugar, un incremento de la Planta que debe cubrir el constante crecimiento de la litigiosidad en nuestro país. Es necesario crear más Órganos Judiciales, sobre todo, en el primer escalón jurisdiccional.

El proyecto de modificación de la LOPJ tampoco elude este problema contemplando la creación de lo que se denomina la justicia de proximidad. Cierto es que desde su aparición ha sido objeto de no pocos ataques, y que entre anteproyecto y proyecto ya se han producido importantes cambios. Yo quisiera exponer únicamente unos retazos que permitan visualizar ciertos perfiles de la figura. Los jueces de proximidad se incorporarían en la carrera judicial constituyendo un cuarto grupo junto a los ya tradicionales de magistrados del TS, magistrados y jueces. Los candidatos han de ser juristas con experiencia de más 6 años de ejercicio y cumplir los requisitos generales para el ingreso en la carrera judicial. Su ingreso es por concurso de méritos convocado por el Consejo General del Poder Judicial, quien designa al tribunal a propuesta del Consejo de Justicia de la comunidad. Los que superen las pruebas selectivas y el curso de formación en la escuela judicial ocuparán plazas de jueces de proximidad en el municipio para el que realizó la selección. Tras nueve años de ejercicio podrán ascender a la categoría de juez mediante concurso a las vacantes de esta categoría convocado por el Consejo General del Poder Judicial. Son Juzgados con una clara naturaleza urbana pero no excluyentes, de tal modo que su cláusula abierta permitiría que ciudades menores habilitasen una justicia de proximidad cuando circunstancias sociales, históricas o culturales especiales lo aconsejaren. Sus cometidos competenciales se sitúan en asuntos de relativa o menor importancia y ello, en los órdenes civil, penal y contencioso administrativo.

No me corresponde entrar en una defensa numantina de un proyecto creo mejorable, no por su confrontación constitucional como desde algunos sectores se predica, sino desde su articulación y cohonestación con el resto de los órganos judiciales de la planta judicial. Pero una cosa diré, algo habrá que hacer para crear una justicia titular en el primer escalón jurisdiccional que pueda dar respuesta al volumen de asuntos. Fíjense en algunos datos que se recogen en un informe que aprobamos el día 22 de marzo del presente año, hace una semana. Entre enero y octubre de 2005 los jueces sustitutos y los magistrados suplentes han realizado 87.980 sustituciones de las que 12.106 corresponden a órganos colegiados y 75.874 a órganos unipersonales. En conjunto 289 magistrados y jueces no profesionales han actuado de media, diariamente. Lo que ha supuesto un gasto de 42 millones de euros. Si consideramos que el recurso a la Justicia suplente es la última ratio, pues los jueces se sustituyen entre sí, el tema es muy alarmante, pues no olvidemos que tocamos médula, es decir el ejercicio de la tutela judicial.

Algo puede decirse a modo de cierre, el camino abierto de reforma de la Justicia no es un capricho sujeto a veleidades partidarias sino una necesidad que impone nuestra realidad judicial que reclama un cambio para no desvirtuar el designio constitucional de la Justicia.

Los caminos pueden ser varios, cierto, pero solamente será válido aquel que con respecto al texto constitucional encamine sus energías en potenciar el papel unificador de doctrina del Tribunal Supremo, evite la imprevisibilidad de las resoluciones judiciales, permita a los Tribunales Superiores de Justicia culminar la organización judicial en el ámbito territorial de las diferentes Comunidades Autónomas haciendo a éstas más protagonistas de sus competencias y donde el Consejo General del Poder Judicial adecue su entramado organizativo en unos niveles amplios de competencia y con respeto a la estructuración autonómica del Estado.

El camino no es fácil ni sencillo, pero creo es urgente e importante. También quiero dejar patente lo parcial de la propuesta pues una respuesta global al problema de la Justicia tendría que controlar otras factores como el siempre importante y complicado papel del Ministerio Fiscal, la abogacía, su acceso y formación-especialización, la procura, el Tribunal Constitucional y un largo etcétera.

Un último deseo, dirigido a nuestros legisladores y haciendo mías las palabras que en 1791 pronunciara Duport con ocasión de los debates del Código Penal francés, “los resultados felices y vastos que deciden la felicidad de los pueblos están relacionadas en general con la meditación y el cálculo”.

Ojalá prediquemos esas virtudes de nuestras leyes.

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