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La herramienta cotidiana

La herramienta cotidiana

No es fácil hablar cuando son muchas las cosas que uno querría decir, aunque es peor cuando hay que hablar sin nada que decir teniendo que decir “cosas”. Y en un acto como hoy, en este lugar tan vinculado histórica y espiritualmente con la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla, la Facultad tiene muchas cosas que decir y algunas de ellas, además, han de ser dichas. Deben decirse y ningún día, ni ningún lugar, mejor que estos: hoy y aquí. Una buena representación, por lo demás -decía el autor de la Rhetorica ad Herennium y contemporáneamente a él Cicerón y más adelante nuestro Quintiliano-, ha de dar la impresión de que las palabras brotan del corazón. Que es lo que ocurre hoy aquí.

El espacio centra el discurso, que es tiempo en un espacio concreto: este. “Decorado verbal” se ha llamado al recinto delimitado del escenario desde el que los personajes en el teatro describen y narran. El espacio, que no es solo sitio sino también lugar, que es espíritu, tradición, historia, que como una impregnación, una lluvia, nos moja, nos cambia, nos llena. De escenario y de palabras saben mucho juristas y abogados. En las ciencias humanas (“sociales” se dice ahora para diluir el peso específico del derecho, que es casi todo en esas “ciencias”), el escenario somos ante todo nosotros, hombres y mujeres del Derecho, no importa el ámbito jurídico que cultivemos.

La contraposición ciencia/práctica es una dicotomía epidérmica: la nuestra es una ciencia de problemas humanos, reales, tangibles, un archivo de casuismo como respuesta a la propia casuística de la vida: casos que tienen rostro, títulos que son personas, personas que son pálpito, verdad, dolor, vida. Aquí no hay microscopios ni probetas. No debe obviarse que el comentario escrito al derecho civil de Catón, del que aún queda huella en Pomponio, conservaba, incluso, el nombre de los clientes en las respuestas que lo configuraban, que aún distaban mucho de haber dado el paso hacia una hipertecnificación que vemos ya cumplida plenamente en la inmensa taracea polifónica del Digesto, en el año 533: 9.142 fragmentos de riqueza intelectual y casuística, en la que brillan por su casi completa ausencia las definiciones y vibra, magnético, el pulso del caso, el viento de la respuesta, de la opinión, del dictamen. Si miramos el Código civil con otra mirada apreciamos tras el dogma abstracto del articulado una regla casuística y, tras ella, un caso real solventado por un jurista, incluso cientos de años atrás.

Hay algunas páginas maravillosas en la literatura occidental que rescatan, con esa belleza de soplo verdadero que solo tiene la verdadera alta literatura, el papel, el rol del abogado y del jurista, en la vida, el ámbito ciudadanos. Aquella de Cicerón en De oratore o esa otra de Plinio en las Epístolas, en que, cuando la figura del jurista y el orador forense se entrecruzan aún tantas veces, el ciudadano atraviesa el atrio de la casa y, en su calidad de cliente, se aproxima al solium o sillón del jurisconsulto, donde este le espera sentado. Allí escucha “la consulta (sobre una fórmula procesal antes de iniciar un pleito, la redacción de un testamento o de un contrato o cómo evitar, mediante una caución, un perjuicio posible o probable”: temido); “y allí responde”. Qué trascendencia metafórica guarda la casa –la silla misma- del hombre de derecho en la densidad de la ciudad, de la que para Cicerón es oráculo, la disposición de su estancia, el mismo lecho, trasunto para Plinio de unas costumbres que se dicen –que son aún y deben ser- ejemplares. La escena –una viñeta imborrable- puede continuar, con clientes nuevos o junto a los que ya entraron en su casa, tras salir el jurista hacia el foro, dirigirse al Senado o buscar al magistrado en su tribunal junto a los rostra, cerca de la columna Maenia, en el lado occidental, no lejos tampoco de la Basílica Porcia, bajo la estatua más adelante de Apolo, Apolo el jurista, como dirá Juvenal, donde tienen lugar los litigios a lo largo del período clásico. Mundo profundo y recurrente este “del Foro de Augusto, entre las efigies de los grandes hombres romanos, donde el jurista o el cliente entran” después “en las termas o se pierden luego entre los libreros, que atestan este espacio cerrado por abierto a todo lo que la ciudad propone”.

Esta es una escena contemporánea. Parece recreada por la pluma de cualquiera de nosotros (la mía misma) y no por hombres que vivieron hace dos mil años. Roma entonces o Sevilla ahora. Cambian los espacios y permanecen los ritos, las formas, las técnicas y las esencias. La calle es como una habitación por consenso escribía Louis Kahn: una habitación comunitaria. La calle no es el “resto” que hay entre los edificios, advierte con perspicacia Monteys. “A State of Mind” escribió Robert E. Park en su mítica The City. De hecho, habría que calibrar hasta qué punto la desarticulación que experimentan algunas ciudades tiene que ver con la desaparición del jurista práctico que llena de civilidad la ciudad como elemento aglutinador del ecosistema ciudadano, “ambulantem foro” al decir de Cicerón, quizás el abogado más célebre de la historia. Hasta la ciudad por antonomasia, hasta la ciudad que se hizo sinónimo del mundo al dominarlo sin dejar de ser una ciudad, Roma, se hundió desde la altura, esa Roma como deshecho, como cadáveres urbanos por los que florece la vida, como la yedra en un cementerio, y que Piranesi dibuja en el siglo XVIII escalofriantemente, calles apenas como un espacio entre edificios y ruinas, un lugar dejado por conveniencia: la conveniencia de la dejadez.

¿Qué convierte a una urbe en ciudad? ¿Qué hace que deje de serlo? Los arquitectos y urbanistas darían su visión y también los poetas, pero la conversión de la vivencia en convivencia es cosa de juristas: es cosa de nosotros. La Ciudad es Derecho; sin Derecho no hay ciudad. En ese llenarse, en esa vida que puebla las calles y plazas de la urbe convirtiéndola en ciudad, haciendo de esta una extensión de la casa (en algo que se hace muy palpable en las semanas de fiesta en que la urbe se engalana para celebrarse en una explosión de su propia intimidad) es obvio el papel de determinados officia. El artista y el munícipe, más aún que el comerciante, construyen y elevan espiritualmente estos espacios de la urbe convirtiéndolos en ciudad, pero convendría reivindicar aquí –porque no se hace lo suficiente, en esa construcción por elevación- el papel del jurista y muy particularmente, hoy como en sus orígenes, el del jurista volcado –girado- a la práctica: el jurista puro que presta su consejo (iurisconsultus) y el abogado, que aboga por alguien (advocatus). Figuras que, al concluir la República romana, separaron sus caminos, por mor de la extraordinaria especialización exigida al jurista técnico, que dejó de acudir a juicio reservándose para la calificación puramente técnica del caso, ocupándose del pleito el togatus u orador, hasta que en el año 460, solo dieciséis antes de la caída de Roma en poder de Odoacro y el final del Imperio de Occidente, el emperador León exige estudios jurídicos reglados para ejercer la abogacía. Senda en la que nos encontramos en Europa, de nuevo, tras este maravilloso invento medieval y moderno que es la Universidad. La Universidad que, en Bolonia hace nueve siglos o en Sevilla hace cinco, nace enseñando Derecho. Derecho romano, aunque no sé si está bien que lo recuerde un Catedrático de Derecho romano. O quizás sí. Derecho romano, es decir civil, y Derecho canónico.

Y sin embargo hay que reivindicar lo que somos y lo que hacemos. Lo que sois los abogados y lo que hacéis. Cuando todo parece perdido, cuando hay que enfrentarse a la abyección o la injusticia, cuando hay que hacer valer nuestros derechos, cuando la masa puede aplastar al individuo o el poderoso excederse para quebrar al valiente, al libre, al incómodo o simplemente al más débil surge el Derecho como única barrera y en esa trinchera del derecho que percibía Radbruch, cuando la amenaza es firme y el peligro inminente, a nuestro lado, quien está, quien nos salva, es nuestro abogado. José Manuel Sánchez del Águila, Ricardo Astorga, Alberto Donaire y en tiempos muy recientes Francisco Baena Bocanegra y Juan Carlos Alférez son ejemplos de esto que digo en mi propia vida y la de los míos. No es suerte, es milagro de una vida casi sin vida, quien no puede recordar el nombre de alguno de quienes honran la abogacía como baluarte, en momentos concretos, de la propia peripecia vital. Sobre todo si uno pesa en la vida, e incluso en la vida de otros que se fijan demasiado en la de uno.

El hombre y la mujer de Derecho están naturalmente abiertos e inclinados al debate, al contraste, a afrontar el problema desde la propia óptica y defenderlo: por eso el jurista es incómodo para el poder. La ciencia del Derecho es un lujo del espíritu, pero como dijo con esa agudeza característica del jurista que hace de la ciencia arte Carlo Augusto Cannata, uno de los más grandes juristas vivos, una vez que una cultura produce juristas “el poder político jamás puede prescindir de su apoyo”. La jurídica es una ciencia de opiniones. Una sentencia judicial, en el plano intelectual, como sabemos muy bien, no es más que una opinión, aunque sea la que cuente en el plano de la realidad más tangible, en una sociedad obsesionada con tener razón: con que le den a uno la razón. Nuestros postulados no se predican como verdaderos o falsos; son solo defendibles, aunque a veces resulte ridículo intentar defender según que cosas que convienen al poder. Por eso los juristas no tenemos miedo a decir lo que pensamos, acostumbrados a ese ejercicio del ius controversum que está en la almendra última de lo que somos. Y que se moleste por ello quien se molesta. Llevamos haciéndolo 2500 años.

Luis Cernuda, poeta universal, licenciado en Derecho por nuestra Facultad, era muy consciente de ello. Razones y no solo razón: he ahí la esencia del derecho. Gustaba de Robert Browning, poeta muerto en Venecia, al que tradujo y del que destacó la profundidad de sus análisis psicológicos, sutiles y certeros, acompañados frecuentemente de la exposición de puntos de vista diferentes sobre situaciones y problemas humanos sin decidir entre ellos. Justo como un jurista hace.

Hay unos versos (en francés y no en alemán) de otro gran poeta, Rainer María Rilke, que podrían iluminar para concluir lo que aquí quiere indicarse:

“el pan ingenuo, la herramienta cotidiana,

la intimidad de las cosas familiares,

¿quién no es capaz de dejarlas para

sentir el vacío que el deseo depara?”

completados con aquel otro (Verger I) que trae como pocos el eco de los Souvenirs de Muzot:

“o aún peor: un lindero que defiende”.

Defendiendo el lindero de tantas necesidades humanas, baluarte de la intimidad de esas cosas familiares, entre el vacío y el deseo que mueve la vida, con la herramienta del derecho y la palabra, transcurre la vida del abogado. Gracias por este honor que nos concedéis, porque si de algo está orgullosa nuestra Facultad es de los hombres y mujeres en ella formados durante cinco siglos que defienden el Derecho día a día con esa herramienta cotidiana.

NOTAS

1 . Rhet. ad Her., III, 15, 27.

2. Cicerón, De inv., II, 45, 189.

3. Quintiliano, Inst. orat., VI, 2, 26.

4. J. M. Díez Borque, Aproximación semiológica a la “escena” del Siglo de Oro, en J. M. Díez Borque – L. García Lorenzo, Semiología del teatro (Barcelona, Planeta, 1975), p. 86 y ss., con eco en C. Guillén, Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada (ayer y hoy) (Barcelona, Tusquets, 2005), p. 186 y n. 36 (en p. 411).

5. Cfr. Pomp. enchir., D., 1, 2, 2, 38 y la contextualización de A. Schiavone, Ius. La invención del derecho en Occidente (Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2009, trad. G. Prósperi), pp. 196, 571 y n. 413; por mi parte, De Roma a Europa. Un itinerario por los fundamentos romanísticos de la tradición jurídica occidental y su modelo científico (Sevilla, El Giraldillo, [2016] 20172), p. 46 y n. 174.

6. Vid., si se quiere, De Roma a Europa, cit., pp. 82, 106 y nn. 358, 492-493; sobre ese paso progresivo desde depósitos más vitales de sabiduría ibíd., pp. 38, 66 y nn. 132, 279.

7. “Nuestros códigos civiles actuales se presentan como un tejido de reglas de origen casuístico” ante todo en las ramas “que más fielmente conservan su contenido normativo romanista” (“derechos reales y obligaciones, sobre todo”), para lo que vid. C. A. Cannata, Historia de la ciencia jurídica europea (Madrid, Tecnos, 1996, trad. L. Gutiérrez Masson), p. 64. Ello es igualmente rastreable en el ámbito sucesorio codificado: vid. De Roma a Europa, cit., p. 175 y n. 907.

8. Extraigo este pasaje entrecomillado y lo que sigue de mi Prólogo a AA.VV., Acceso a la Abogacía, I. Materias Comunes (Madrid, Tecnos, 2018, coord. P. Díaz Pita), p. 31 = ‘Greges togatorum’: ‘orator’, ‘togatus’, ‘advocatus’, en Index. Quaderni camerti di studi romanistici. International Survey of Roman Law, 46 (Nápoles, Jovene, 2018), p. 633.

9. Cicerón, De orat., I, 45, 200; cfr. también, para el peso medular de la casa del hombre de derecho en el contexto ciudadano, Tusc., V, 38, 112.

10. Plinio, Epist., I, 22, 4; sobre el jurista y abogado que vibra ahí, Ticio Aristón, cfr. ibíd., V, 3, una figura que condensa la ejemplaridad del jurista integral de todas las épocas, la del desaparecido don Manuel Olivencia en nuestros días.

11. Hay un mapa reproducido, con explicación, en F. J. Lomas – P. López Barja de Quiroga, Historia de Roma (Madrid, Akal, 2004), p. 165. En todo caso, cfr. F. Millar, The Crowd in Rome in the Late Republic (Ann Arbor, University of Michigan Press, 1998).

12. Juvenal, Sat., I, 128: forum iurisque peritus Apollo.

13. Extraigo también este último pasaje entrecomillado y lo que antecede de Prólogo, cit., p. 31 = Greges togatorum, cit., p. 633, con otra bibliografía.

14. L. I. Kahn, The Room, the Street and Human Agreement, en a+u (Tokio, enero de 1973).

15. X. Monteys, La calle y la casa. Urbanismo de interiores (Barcelona, Gustavo Gili, 2017), pp. 8-9, con expreso eco de Kahn.

16. R. E. Park, The City (Chicago, University of Chicago Press, 1925), p. 2.

17.  Cicerón, De orat., III, 33, 133.

18.  C. 2, 7, 11.

19. C. A. Cannata, op. cit., pp. 21, 141; cfr. sobre ese aspecto espiritual de la ciencia jurídica, en su contexto europeo, F. Wieacker, Historia del Derecho privado de la Edad Moderna (Granada, Comares, 2000, trad. F. Fernández Jardón), p. 34.

20. Vid. F. Cuena Boy, Sistema jurídico y derecho romano. La idea de sistema jurídico y su proyección en la experiencia jurídica europea (Santander, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria, 1998), p. 14 y por mi parte Un pasado de Europa. Elementos para una historia de la ciencia jurídica europea, de Roma a nuestros días, 1. Roma (Sevilla, El Giraldillo, [2009] 20102), p. 37 y ss.

21. Sobre el ius controversum, propiamente no una expresión romana para designar una realidad que hondamente sí lo fue (vid. M. Bretone, Ius controversum nella giurisprudenza romana, en Atti della Accademia Nazionale del Lincei, anno CDV, Classe di Scienze morali, storiche e filologiche, memorie, Serie IX, volume XXIII, fascicolo 3 [2008], pp. 755-882, en especial 763 y ss., que ha circulado como extracto independiente [Roma, Bardi editore – Editore commerciale, 2008]), cfr. Cicerón, De orat., I, 56, 238 (y al respecto mi Cicerón y la jurisprudencia romana. Un estudio de historia jurídica [Valencia, Tirant lo Blanch, 2010], pp. 111-114, 392, 427): inter peritissimos homines summa de iure dissensio.

22. Conviene destacar este hecho una y otra vez a la menor oportunidad porque suele desconocerse: Cernuda ingresó en la Universidad de Sevilla en otoño de 1919 con diecisiete años para realizar el curso preparatorio, donde le dio clase de Lengua y Literatura Pedro Salinas, que le dio solo aprobado (conservándose incluso algunas papeletas de notas suyas) y se licenció en Derecho en 1925. Profesor de su última asignatura (Práctica Forense) fue Adolfo Cuéllar Rodríguez, Decano luego del Colegio entre 1961 y 1963, que le dio sobresaliente, abuelo del Vicedecano electo del Colegio, Adolfo Cuéllar Portero, profesor también en la Facultad. Vid., por todos, J. Valender, Cronología, en Entre la realidad y el deseo: Luis Cernuda 1902-1963 (Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales – Residencia de Estudiantes, 2002, ed. J. Valender), pp. 112-114 y J. M. Barrera López, Luis Cernuda: una juventud sevillana 1919-1928, ibíd., pp. 185-188.

23. Vid. el apunte de F. J. Díez de Revenga, Las traducciones del 27. Estudio y antología (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2007), p. 46.

24. “Le pain naïf, l’outil de tous les jours,/ l’intimité des choses familières,/ qui n’est capable de les laisser pour/ un peu de vide où pire l’envie prospère?”; “ou pire: la clôture qui défend”. Vid. sobre ellos L. Forster, The Poet’s Tongues: Multilingualism in Literature (London, Cambridge University Press, 1970), pp. 65-67 y C. Guillén, op. cit., pp. 304-305, cuya versión castellana asumo.

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