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Estado de Juicio

Premio de Narrativa Jurídica Revista La Toga 2010

Aún no había amanecido. No necesitaba mirar el reloj ni escrutar la calle a través de las rendijas de la persiana para saber que todavía era de madrugada. Otra noche en vela. Mañana estaría fatigado, el estómago acusaría la falta de sueño y un terrible malhumor se apoderaría de él, y lo convertiría en un ser irascible, irritado, ventisco. No padecía este tipo de insomnio, mezcla de desasosiego y soledad, desde hacía mucho tiempo; los síntomas comenzaron con su primer destino como Juez comarcal en aquél pueblo manchego, con apenas veintisiete años, cuando hasta una simple resolución de trámite le causaba desvelo. Tal era la inseguridad que le atenazaba al principio de su carrera, motivada por la falta de experiencia, que la más mínima duda respecto de la corrección en el ejercicio de sus funciones le provocaba una zozobra que le tenía días sin dormir. Para esa faceta de la vida no le habían preparado en ninguna Facultad ni extrajo lección alguna de los libros de Derecho.

Varias décadas después, volvía a experimentar aquéllos sentimientos de duda insoportable que creía haber superado con los años de profesión y con los diversos destinos, pero que de nuevo volvían como fantasmas de un pasado que consideraba enterrado entre las anécdotas de sus inicios como Juez. Y es que en realidad nada había cambiado, pues su deseo de no errar era tan intenso que se convertía en una obsesión difícil de remediar. Ante todo quería hacer Justicia, pues no otra cosa le había preocupado durante los últimos treinta y tres años, al punto de que su inquebrantable independencia y su falta de ductilidad le habían impedido en alguna ocasión ascender en la carrera. Pero a él lo parieron así –solía decir, no sin cierto aire de solemnidad -, y no se íba a doblegar ante presiones de ningún tipo. O al menos eso creía.

El precio por la rectitud profesional era el insomnio; y, de nuevo, aquélla inseguridad que tanto le torturaba; y la obsesión por acertar de manera inapelable.

Conectar la radio para hacer una ronda por las diferentes emisoras o leer las primeras noticias de los periódicos en su edición digital, se había convertido para el Magistrado Higinio Salguero en un verdadero suplicio que agravaba aún más su estado de duda y le añadía un toque adicional de inseguridad a la decisión que debería tomar en pocos días. ¡Y la maldita televisión! con esa falta de veracidad informativa y la manipulación descarada que algunas cadenas habían hecho de todos los aspectos del juicio que, después de varias sesiones, había finalizado la mañana anterior. ¡Qué falta de sensibilidad! ¡Cuánto morbo alimentado de forma irresponsable! ¡Qué ausencia de escrúpulos en algunos medios de comunicación que presumían de tener una audiencia selecta!.

En verdad aquélla profesión no estaba bien pagada, mascullaba con frecuencia el Magistrado, y bien sabía Dios que con ello no estaba pensando en su retribución económica, sino en el reconocimiento público y social que debía merecer la figura del Juez, un reconocimiento que en los últimos tiempos se había visto minorado de forma notable debido a muchas decisiones judiciales extravagantes y a algún Juez con afán desmedido por acaparar portadas y protagonizar noticias. ¡Y para colmo aquellos periodistas tan escasamente especializados que aparentaban conocer unos intríngulis procesales que incluso en ocasiones al más avezado jurista le costaba trabajo manejar!.

¡Qué tiempos aquéllos en los que los Jueces tenían menos volumen de trabajo y, consiguientemente, más tiempo para estudiar y meditar sus decisiones!. ¡Si hasta las relaciones con los abogados eran cordiales y, ni que decir, mucho más respetuosas!, recordaba con añoranza el Magistrado.

El trabajo, entonces, le parecía más pausado, los funcionarios más eficientes y los abogados más abogados. Y jamás se sintió tan independiente como en aquéllos primeros años de profesión, quizás porque aún no había ascendido en la jerarquía y los asuntos que tenía que dilucidar carecían de la enjundia suficiente como para ver afectada su imparcialidad e independencia. Sin embargo, los de ahora eran otros tiempos, a los que le resultaba cada vez más difícil adaptarse debido a sus escasas dotes para las relaciones humanas y por su falta de mano izquierda. Sostenía con sincero convencimiento que el Juez debía permanecer ajeno a las controversias extrajurídicas para no sentir la contaminación indeseable que aquéllas comportaban, pero esa actitud lo había alejado de la realidad social que lo rodeaba y ya era tarde para cambiar de perspectiva. No en vano rozaba los sesenta y antes de que se diera cuenta estaría disfrutando o sufriendo la jubilación.

Decidió no permanecer más tiempo en la cama dando vueltas a la cabeza y rememorando en el silencio de la noche unos tiempos ya irrecuperables.

A tientas cogió las gafas y salió de la habitación sin hacer ruido para no despertar a su esposa, Isabel, que desde hacía treinta años era su confesor en los quehaceres de la profesión y de las pocas personas que entendían su preocupación por no errar, por no fallar, por ese sentimiento que es consustancial a cualquier Juez pero que en el caso del Magistrado Higinio Salguero alcanzaba tintes patológicos. Más de una vez intentó razonar la esposa con el Magistrado Salguero, en charlas repetidas mientras paseaban los domingos, durante la preparación de un guiso o entre la ropa tendida en la azotea, haciéndole ver que era humano, que no era Dios, que no era inmune al error y que debía obrar sólo en conciencia. ¡Y sobre todo, Higinio, que no puedes estar en permanente estado de juicio! -le reprochaba la esposa, cuando las tribulaciones del Magistrado tornaban difícil la convivencia-.

Pero la simplicidad expositiva de su mujer, cargada de toda razón, resultaba en vano. El Magistrado se sabía en posesión de la verdad y estaba dispuesto a aceptar el estado de duda permanente como un componente vinculado indeleblemente a su profesión, a la gozosa y privilegiada tarea de hacer Justicia.

Una copia de las actuaciones, voluminosa, dada la extensa instrucción del asunto, aguardaba sobre la mesa del despacho, aquél pequeño habitáculo que se había hecho acondicionar en su casa para estudiar y redactar las Sentencias de su Sección, de la que era Presidente.

Los demás miembros del Tribunal seguían albergando dudas respecto del veredicto final, pero habían dejado que Higinio, con su vehemencia habitual y la sabiduría que atesoraba, les convenciera del Fallo y de los Fundamentos de la Sentencia que había que dictar. De modo que por si fuera poco, además tenía la tarea de convencer a sus compañeros de Sala, ¡como si fuera tan fácil! Menudo peso se quitaría de encima cuando todo este asunto concluyera. Pero ¿cómo concluiría? Ningún mártir de ninguna religión se había enfrentado a semejante suplicio -pensaba con su peculiar sentido del humor el Magistrado Salguero-.

Resignado, comenzó a leer las actuaciones, no de forma ordenada, sino al azar, ora las declaraciones obrantes a un tomo, luego los informes cosidos a otro, y mientras estudiaba el contenido de la causa no podía apartar de su mente la imagen del acusado durante el juicio: rostro pétreo y comportamiento hosco; a veces se movía en el banquillo de forma nerviosa, dirigiendo una mirada perdida al público que atestaba la Sala, como animal que se siente acorralado por una manada de predadores que se saben dueños de su destino. No pudo evitar un sentimiento de verdadera tristeza por lo mal que había tratado la vida al acusado, por los sinsabores que habría experimentado a lo largo de su existencia, desde que fuera abandonado por su madre el mismo día de su alumbramiento, el reformatorio y las visitas a los calabozos, el hambre, la soledad y la drogadicción. En verdad, sólo era digno de compasión y la sociedad en su conjunto la responsable de tanta desgracia e infelicidad.

Súbitamente se sintió conmovido, pues al lado de la vida de aquél desgraciado, la suya, la del Magistrado Higinio Salguero, había sido un derroche de confort, de cariño y de buena educación desde su nacimiento, de modo que no podía evitar sentir pudor por tener que juzgar a alguien que no había tenido la más mínima oportunidad de optar por otra forma de vida.

Los informes forenses, desgranando el modus operandi del asesino, le devolvieron a la realidad; era evidente que al Magistrado le inspiraba compasión el acusado, pero desde luego más dolor le producía conocer de primera mano la suerte que habían corrido sus víctimas.

Pero de nada podía servir a la Justicia lo que humanamente él sintiera o dejara de sentir, de modo que el Magistrado apartó esos pensamientos tan compasivos, que nada tenían que ver con la lógica jurídica, y trató de concentrarse en la lectura.

Las horas iban pasando a lo largo de aquélla madrugada silenciosa y fría, y la angustia del Magistrado empezaba a causarle un profundo malestar por la incertidumbre y las dudas que rodeaban a aquél caso, un malestar que siempre se aferraba a sus intestinos. En tales circunstancias, los años le habían enseñado a controlar sus propios miedos personales y el remedio se le había ofrecido en forma de análisis introspectivo; para ello, el Magistrado aceptaba la certeza de un destino trágico, incontrolable, y eso le permitía abordar con relajación el problema que se le presentaba, de forma que en aras del cumplimiento de un deber, asumía el martirio que dicho deber llevaba aparejado. El remedio –reconocía para sí- era tan infantil como dramático, pero funcionaba.

De esta forma, aceptado el “fin trágico” que le podía aguardar tras una Sentencia poco acertada para el común de los mortales, se concentró en el análisis frío de las interioridades del caso. Y así, empezó a razonar.

Durante las sesiones del juicio, el acusado de aquéllos crímenes tan espeluznantes, apodado “el nublao”, había mantenido una actitud de absoluta frialdad, de ausencia, de indiferencia a todo cuanto se desarrollaba a su alrededor. Sin embargo, un intermitente parpadeo parecía indicar una gran incredulidad por lo que le estaba sucediendo. Se diría que no acababa de despertar de una terrible pesadilla que ya duraba dos años. En ocasiones se le veía perdido, a tientas en un mundo oscuro; se frotaba los ojos permanentemente, tratando de obtener una imagen real de la tragedia a la que se enfrentaba. Es lo que el Magistrado Higinio Salguero había creído descifrar en el rostro y en algunas tímidas reacciones del acusado, a pesar de que su impasibilidad hacía imposible cualquier apreciación clara.

En principio, las pruebas practicadas durante la fase de instrucción, entre las que estaba la declaración del acusado, en la que se autoinculpaba de los crímenes, no dejaban un margen demasiado amplio para la duda. Las demás pruebas inculpatorias, que había aportado la Policía Científica, y los antecedentes delictivos -aunque menores- del acusado, habían forjado un Auto de prisión, otro de procesamiento y una opinión pública favorable a su condena.

La instrucción había sufrido las demoras propias de un asunto técnicamente complejo, lo que además se vio agravado cuando “el nublao” hubo de ser hospitalizado una semana antes de que dieran comienzo las sesiones del juicio, a consecuencia de una afección hepática que le tuvo incapacitado varios meses.

El abogado defensor, designado de oficio muy a su pesar, había estado francamente bien, no sólo en las cuestiones previas que planteó al Tribunal, sino igualmente en sus interrogatorios y en sus conclusiones finales, donde había puesto el acento en determinados aspectos oscuros de aquél asunto que hacían albergar dudas respecto de la culpabilidad del acusado. Pero eran dudas pasajeras. Diríase que al abogado le faltó mayor énfasis y le sobró asepsia. El Fiscal estuvo claro e implacable, pues su acusación venía arropada de pruebas, indicios, sospechas y una ola de desprecio general hacia el acusado que degeneraba en sed de venganza pública por los terribles hechos que había confesado cometer.

Pero la decisión última le correspondía a Higinio, y antes de condenar a prisión de por vida a aquél infeliz lo pensaría mucho. Una vez más estaba solo consigo mismo y con la pesada carga de acertar para hacer justicia; o para evitar una injusticia.

En el juicio el acusado había modificado su versión inicial y, donde hubo en su día una autoinculpación clara, ahora exhibía una declaración de inocencia, un cambio radical motivado, posiblemente, por la toma de conciencia de la gravedad de los hechos por los que se le juzgaba. Pero incluso aquella alteración exculpatoria se efectuó de manera automática, desapasionada, poco convincente.

Las fotografías que obraban a las actuaciones así como los informes forenses revelaban una maldad y un sadismo extremo en la ejecución de los crímenes que el Magistrado no había sido capaz de reconocer en el acusado durante las cinco sesiones del juicio. Por el contrario, la persona que había tenido enfrente aparentaba una tosquedad y una pusilanimidad tales que resultaba difícil imaginarlo cometiendo los delitos de los que estaba acusado.

Por otro lado, su dependencia a las drogas y su analfabetismo le alejaban aún más del perfil que exigía la minuciosidad y la premeditación que tales crímenes habían requerido para su comisión, de forma que las dudas del Magistrado, lejos de disiparse, se le estaban acumulando.

¿Qué había sentado realmente al acusado en el banquillo? se preguntaba el Magistrado, procurando alejarse del componente inhumano de aquellas atrocidades, procurando juzgar a la luz de las pruebas y de la técnica jurídica, procurando -en suma- elevarse por encima de la presión mediática e intentando introducir en su razonamiento una asepsia que aliviara sus dudas y su conciencia cuando emitiera el fallo.

Analizó las actuaciones una vez más, leyó los informes policiales con suma atención, visionó las sesiones del juicio y volvió a oir los testimonios de algunas de las personas que habían depuesto tan sólo unos días antes.

La conclusión siempre era la misma: salvo la declaración inicial inculpatoria ante la Policía y, posteriormente, ante el Juez Instructor, que era tan simple y escueta que dejaba abierta la posibilidad a conjeturar hasta el infinito, no existía ninguna otra prueba con solidez suficiente como para colegir la culpabilidad del acusado.

Parecía como si aquélla confesión inicial, realizada bajo aparentes síntomas del síndrome de abstinencia, según el informe del médico que asistió al acusado en las dependencias policiales, hubiera bastado para dejar de investigar en ninguna otra dirección. La confesión se había revelado como un regalo caído del cielo para los mandos policiales, el subdelegado del Gobierno y hasta el propio Ministro del Interior, que se veían cada día más acuciados a ofrecer unos resultados a una sociedad soliviantada en extremo por tan horrendos crímenes.

¿Cómo se había llegado, pues, a este punto? El acusado nunca alegó presiones ni coacciones por parte de los investigadores y desde luego la declaración ante el Juez de Instrucción fue tan simple y espontánea como la realizada en las dependencias policiales. Luego ¿por qué se confesaba culpable una persona de crímenes que bien pudiera no haber cometido? ¿Acaso Higinio Salguero, Presidente de la Sección 9ª de la Audiencia Provincial, en su afán por no incurrir en una injusticia, no estaba tratando de buscarle las tres patas al gato, cuando tenía la solución delante de sus narices?

Las noches resultaban interminables en esta fase del invierno y la oscuridad y el silencio de la casa hacían compañía a la sensación de soledad que rodeaba al Magistrado. ¡Maldita sea! exclamó desesperado, era la primera vez en todos sus años como Juez que un acusado no ponía más interés en defender su inocencia que una mera declaración exculpatoria de última hora.

Suspiró hondo, mientras se llevaba las manos a una cabeza poblada de canas, y trató de concentrarse una vez más.

Leyó las notas que había tomado durante el juicio:

«La policía duda. No es rotunda en sus conclusiones. Hay datos inconexos relativos a fechas.»

«El laboratorio no puede ofrecer una respuesta concluyente a todas las interrogantes que plantea el abogado del acusado. El Fiscal se ciñe en su interrogatorio al contenido de los informes previos».

«Dios mío ¿de donde ha salido este testigo? ¡Qué pérdida de tiempo!»

«El forense no aclara si, dada la complexión del acusado, éste podía haber realizado o no algunos actos relacionados con el traslado de los cadáveres. Reconoce que el problema visual del acusado dificultaría la ejecución de muchas acciones».

«El especialista propuesto por la defensa sostiene que el acusado padece en ambos ojos un glaucoma crónico de ángulo abierto, lo que disminuye su visión periférica y central a consecuencia de una lesión del nervio óptico. El cuadro está muy avanzado. No puede precisar el estado que presentaba la enfermedad hace tres o cuatro años, pero entiende que no es ni mucho menos una enfermedad reciente. Considera que es crónica, pero no puede determinar si en el 2007 estaba muy avanzada».

«El Fiscal rehúye preguntar al especialista y omite cualquier referencia a la enfermedad del acusado en sus conclusiones finales».

«El abogado del acusado da una clase magistral de oftalmología. Debo indagar».

El Magistrado relee los primeros folios de la causa, los informes policiales y las primeras diligencias del Instructor; con letra picuda y elegante esboza en un cuaderno de notas un resumen de lo que considera más importante, poniendo en orden un conjunto de datos e impresiones que entiende esenciales para fundamentar después un Fallo.

La detención del acusado se produce en la tarde del 22 de mayo de 2.008, cuando se le encuentra en las inmediaciones de un polígono industrial, en las afueras de un pueblo cercano a la capital, bajo la influencia de bebidas alcohólicas, arrastrando un carrito de supermercado repleto de cajas de cartón vacías. No hay resistencia a la detención.

La policía lleva tiempo sospechando que los cuatro asesinatos tienen un móvil concreto y convencional, esto es, que la muerte de las víctimas no es el fin primero y último de su autor, pues todas han sido desvalijadas antes o después de ser salvajemente acuchilladas, alguna incluso presenta amputación de dedos de la mano para extraer las joyas que porta. Luego, -opina la policía- no es un psicópata que tiene como único objetivo matar, sino que es un vulgar ladrón que remata la faena acabando de forma inmisericorde con sus víctimas, en un festival sangriento que denota una absoluta falta de respeto por la vida humana y por el dolor o el sufrimiento ajeno. Luego, –concluye la policía- buscan a un ladrón sin escrúpulos.

Un objeto robado a una de las víctimas –una esclava de oro con iniciales y fecha de nacimiento- le es intervenida a un trapicheador de hachís de poca monta, conocido de la Policía y confidente, en ocasiones, de ésta. El camello les asegura que la joya se la compró por diez euros al “nublao”, un vagabundo que recoge chatarra en el barrio marginal de la ronda norte, y al que apodan así por la dificultad que tiene para ver bien, por la frialdad y opacidad de su mirada. Reconoce el camello que en más de una ocasión le han dado un billete de cinco euros como si fuera de diez y ni se ha enterado. El camello refiere que se trata de un tipo muy extraño, bastante hosco y agresivo cuando está bebido. Consume heroína, pero se la administra algún yonqui del poblado donde mora, porque el “nublao” no acierta con la aguja. Puede tener treinta años o cincuenta, a saber.

La Policía da crédito a la declaración del camello, al que conoce de largo y no responde al perfil de asesino que se busca. Además ofrece coartadas sólidas, pues cuando se cometieron dos de los crímenes investigados, el camello estaba en prisión preventiva por el atraco a una gasolinera en el que se vio involucrado.

Las pesquisas, discretas para no alertar al “nublao”, se realizan en el poblado chabolista por el que aquél se acerca habitualmente. Los miserables que habitan las chabolas coinciden en las rarezas del vagabundo, en su agresividad, en su adicción a las drogas. Las sospechas iniciales empiezan a tomar cuerpo y las autoridades policiales y los políticos del Ministerio están deseosos de ofrecer una detención a la ciudadanía que, espoleada por los medios de comunicación, se siente asustada, alarmada y está perdiendo la confianza en las instituciones que deben velar por su seguridad.

Al “nublao” se le interviene un cuchillo de grandes dimensiones, que se envía a analizar inmediatamente. Se le incomunica mientras se realizan otras pesquisas. En un primer momento el detenido sostiene que el cuchillo lo utiliza para cortar los cartones en pedazos más pequeños y para sus labores de chatarrero, aunque también manifiesta que lo tiene en su poder desde hace tan sólo unos días, cuando lo encontró tirado bajo uno de los puentes que cruzan el río, liado en una prenda que en ese momento no puede precisar. A escasos metros encontró también la esclava de oro que dice haber vendido a un conocido que le pasa la droga.

Se inspecciona la zona designada por el detenido, donde efectivamente se encuentran restos de una prenda ensangrentada que también se envía a analizar. Pero nada más.

La Policía intensifica el interrogatorio, apurando el límite legal de la detención y consigue a duras penas vislumbrar alguna contradicción en las manifestaciones del detenido.

Llega el informe del laboratorio tras el examen del cuchillo y de la prenda encontrada que concluye que en los objetos analizados se detectan restos de sangre que pueden asociarse con una de las víctimas, la más reciente, una joven de quince años que regresaba del gimnasio sobre las ocho de la tarde, a finales del mes pasado. El detenido no ofrece una respuesta a la evidencia que le muestran los investigadores, sencillamente porque no la tiene, y porque está encantado de que por primera vez en su vida muchas personas le dediquen tanta atención. En realidad no sabe de qué robos y de qué asesinatos le habla la policía, pues no tiene por costumbre leer periódicos ni ver u oir informativos. Es lo que tiene vivir en la calle entre cartones; es lo que tiene no ver bien, es lo que tiene vivir ajeno al mundo que le rodea.

Los investigadores empiezan a perder la paciencia, se vuelven coléricos y, finalmente, el detenido se derrumba y confiesa los crímenes, con indiferencia, de forma desapasionada, cansado tal vez de un interrogatorio que le impide fumar, dormir. Lo hace por agotamiento, por desidia, porque su vida no ha sido sino un cúmulo de desgracias y carencias de todo tipo desde que nació, porque no tiene en ese momento miedo a nada, porque desconoce la alarma social que hay creada por los crímenes que le imputan, y porque ignora la que se le avecina en los próximos días, cuando su rostro aparezca en todos los medios de difusión, asociado a hechos terribles, y expuesto a la ira y a la condena pública.

La identidad del “nublao” no tarda en conocerse, pues no queda amparada por unas simples iniciales, de tal modo que su nombre y su segundo apellido (de más fácil difusión que el primero) pasan a formar parte del contenido diario de periódicos, emisoras de radio e informativos de televisión de ámbito nacional. Los periodistas (y los que simulan serlo) que participan en algunos programas televisivos encuentran un filón en el caso del “nublao”, olvidando que detrás de la detención de éste existen unas víctimas y unos hechos execrables. A veces, algunos de esos periodistas aparentan tanta indignación y acaloramiento en sus intervenciones que no se les ocurre pensar en ningún momento, siquiera remotamente, en la presunción de inocencia. El espectáculo está servido, al menos durante algunas semanas, para complacencia general.

Con la detención del “nublao” se tranquiliza a la ciudadanía, se conceden algunas condecoraciones y se disimulan garrafales fallos en la política de seguridad ciudadana. Ahora hay que volver a la tranquilidad y poner a buen recaudo al asesino confeso, pues la maquinaria gubernativa, aunque tarde, ha conseguido detener al criminal y ha puesto fin a su historial delictivo.

Pasan los meses y el “nublao” tan sólo aparece ya de forma ocasional en la prensa local, en relación con algún aspecto de la instrucción del sumario, tan lejos quedan su detención y todo el escenario mediático creado en torno al mismo. La gente se olvida de los crímenes, pues ahora duerme tranquila.

Hasta que llega el juicio y de nuevo la fotografía del “nublao” abre las ediciones de los periódicos y ocupa los primeros planos de los medios de información, que redescubren un filón en un asunto casi olvidado.

La Sentencia está “cantada”. Y aunque hay que celebrar un juicio, con todos sus trámites, pruebas y conclusiones -pues faltaría más en un Estado civilizado- no es menos cierto que todos quieren la cabeza del “nublao” al que se condenó hace ya dos años, cuando se le detuvo.

El fallo de la Sentencia, por tanto, es harto evidente para la ciudadanía, ya que no es concebible sin una condena. Pero el Magistrado disiente de esa condena.

Higinio detiene la lectura de los autos. Se frota los ojos, legañosos de las pocas horas de sueño que ha disfrutado y calcula cuanto tiempo necesitará para redactar la resolución, pues a las seis de la mañana, y tras realizar un análisis minucioso, el Magistrado está convencido del sentido que debe dar a su veredicto.

En cuanto a la motivación, en teoría no debe ser especialmente compleja. Las pruebas del Ministerio Fiscal, una vez que el acusado se desdijo de su declaración primera, tienen poca solidez, como se encargó de recordar una y otra vez el Letrado del acusado, que puso de manifiesto en sus conclusiones todas las lagunas de la acusación; ¡aunque se le podría haber sacado más jugo a aquél informe!, piensa el Magistrado.

La Sentencia debía ser, por tanto, absolutoria. Mira por donde la presunción de inocencia y el in dubio pro reo, principios tan manoseados a diario en los Juzgados y Tribunales, y que se utilizaban como tabla de salvación en todos los casos perdidos, resultaban de plena aplicación en este asunto. Porque desde luego la culpabilidad quedaba lejos de haberse demostrado, al menos de forma rotunda e innegable. Por el contrario, eran numerosos y pesados los argumentos de la defensa, pues también eran numerosos y pesados los vacíos de la investigación y los interrogantes que se desprendían de las “posibilidades criminales” del acusado.

¿Se había demostrado de forma indubitada la culpabilidad del acusado, la autoría de éste en los crímenes? ¡NO!, se preguntaba y se respondía al mismo tiempo el Magistrado. Luego, en tales condiciones, no podía condenar. Porque si dictaba una Sentencia condenatoria al socaire de una opinión pública ávida de revancha y de unos deseos gubernativos no menos explícitos, no sólo provocaría una degeneración del Derecho, sino que estaría dictando una resolución en contra de sus propias convicciones como hombre y como Juez.

Y no es que estuviera plenamente convencido de la inocencia del acusado, pero menos lo estaba de su culpabilidad. Y en tal razonamiento mezclaba técnica y conciencia.

Pero ¿y la opinión pública? ¿y los políticos y las autoridades policiales? ¿cómo reaccionarían frente a una Sentencia absolutoria? El Magistrado era consciente de que la ciudadanía y sus dirigentes exigían la cabeza del acusado, tan convencidos estaban, a saber por qué, de su culpabilidad.

Pero ¿acaso correspondía a los ciudadanos emitir una Sentencia, juzgar unos hechos, cuyos detalles sólo conocían por la información sesgada que le suministraban los medios de información? ¿Acaso no habíamos evolucionado desde los tiempos en los que el pulgar del emperador romano, movido por la voluntad popular, decidía la vida o la muerte de un ser humano? ¿Acaso tenía que dejar de presidir un Tribunal de Justicia para convertirlo en un Tribunal de satisfacciones ciudadanas o de complacencias al político incapaz?

A todos los interrogantes, el Magistrado tenía una respuesta directa y clara, pero también sabía que por no ser verdugo habría de convertirse en víctima cuando se hiciera pública la Sentencia. Porque la absolución, no sólo daría al traste con el ansia de venganza popular sino que además pondría en solfa a la policía y a las autoridades que tan aliviadamente habían respirado con la detención del “nublao”. No en vano, el acusado llevada dos años cautelarmente privado de libertad, de modo que una Sentencia absolutoria no la iban a entender ni se la iban a perdonar al Magistrado Salguero.

Sabía lo que debía hacer, pero a pesar de sus años y de su larga experiencia como Juez, le angustiaba la repercusión mediática del fallo y le entristecía que la opinión pública de una sociedad teóricamente avanzada no llegara a comprender las razones de una Sentencia que, en definitiva, iba a suponer un ejemplo de civilización. Lo contrario, esto es, condenar a aquél desgraciado sobre la base de prejuicios indeseables, representaría un acto ciego de venganza que nos devolvería a los tiempos más oscuros de la Historia. No podía dejar de pensar en aquélla definición de Justicia de Kelsen que había hecho suya y que trataba de aplicar en su quehacer profesional:

“La justicia es para mí aquello bajo cuya protección puede florecer la ciencia, y junto con la ciencia, la verdad y la sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia”.

Sabía, por tanto, lo que debía hacer, pero ¿compartirían su decisión los demás miembros de la Sección que presidía? Esperaba que en ese sentido los obstáculos fueran menores, aunque no las tenía todas consigo.

Sabía lo que debía hacer, pero ¿sería compartida y entendida esa Sentencia en el mundo jurídico y, especialmente, entre los miembros de la judicatura? Probablemente no fuera compartida por algunos miembros del Ministerio Fiscal, tan dirigido y politizado, pero albergaba la esperanza de que la mayoría de los juristas con sentido de la Justicia e inspirados en principios penales “civilizados” sabrían entender la absolución del acusado.

De esta manera el Magistrado trataba de aliviar sus preocupaciones y al mismo tiempo le reafirmaba en lo acertado de su decisión, pues no de otra manera podía entender el ejercicio de la facultad de juzgar en un sistema que le había dotado de los instrumentos legales y los principios doctrinales propios de una nación moderna y avanzada. Por ello, y aún a costa de sufrir la incomprensión y la ira oficial, debería hacer aquello que, en otras circunstancias, siempre se hubiera esperado que hiciese: impartir recta Justicia y no rendir su fallo a las preferencias políticas o a las de una sociedad que con venganza pretendía conjurar su propio miedo.

Creía en la rectitud de su juicio, pero también era consciente del linchamiento público al que sería sometido tras la emisión del Fallo, pues a partir de ese momento, los diferentes medios de comunicación se lanzarían en picado sobre el Magistrado, al que tratarían de aguijonear al amparo de la libertad informativa y de expresión, todo ello a cambio de una porción de audiencia y del favor de un público que no dudaría en echar al Magistrado a la misma hoguera en la que ardían las andanzas de un cantante de moda o de una aristócrata senil.

Y qué decir de los políticos, tan oportunistas y tan correctos ellos, cuando se vieran deformados frente al espejo de la estulticia y la ineficacia, cuestionados, junto al sistema inocuo de seguridad ciudadana que habían creado, por un hidalgo de la judicatura que tenía la osadía y la inconsciencia de impartir recta Justicia.

¡Qué Dios me coja confesado! suspiró el Magistrado, decidido a inmolarse con una Sentencia absolutoria, en aras de sus propias convicciones.

El ruido de los vehículos al pasar por la avenida anunciaba el amanecer.

Fue ese ruido, cada vez más intenso y molesto, el que le sacó de un sueño profundo, antes de que sonara el odioso ring del pequeño despertador. Lo desconectó y permaneció inmóvil durante unos minutos, con los ojos cerrados, repasando las actividades del día que tenía por delante. Porque, por fortuna, el juicio del “nublao” había finalizado, pero los señalamientos se sucedían en la agenda de su Sección.

Estiró las extremidades y sintió a su lado el cuerpo cálido, aún dormido, de Isabel.

De repente experimentó una terrible inquietud, pues en su mente se agolparon como un torbellino todos los pormenores del juicio del “nublao”, la angustia surgida del deseo de no errar y de las fauces de una opinión pública dispuesta a arrastrarlo hasta las profundidades de un mar de incomprensión. E inmediatamente respiró tan aliviado como si hubiera emergido a la superficie desde lo más hondo de ese terrible mar y con ello hubiese encontrado el perdón y el reconocimiento. ¡Menuda pesadilla había tenido por cuenta del “nublao”!, pensó malhumorado y avergonzado por su propia obsesión.. ¡Si la gente supiera lo que un Juez puede llegar a sufrir por ejercer sus funciones como es debido!, pensó irónico el Magistrado.

Aliviado al comprobar que toda su zozobra había sido fruto del onírico inconsciente, abandonó la cama y se dirigió a su despacho.

Una copia de las actuaciones permanecía intacta encima de la mesa, junto al ordenador portátil, tal como las dejó la tarde anterior. Tuvo la ridícula tentación de acercarse y abrir el primer tomo de las actuaciones, para conjurar así la pesadilla sufrida, pero enseguida desechó la idea y se alejó de la habitación, convencido al fin de que todo había sido un mal sueño.

El tiempo apremiaba, sobre todo si quería observar esa puntualidad que le había hecho célebre entre sus compañeros de Sección y de la que incluso alguno hacía chascarrillos a sus espaldas. Debía asearse para un nuevo día de rutinario trabajo; La Justicia sería lenta, pero desde luego también era inexorable- se decía, y con ese convencimiento afrontaba otra jornada de dudas y cavilaciones para no errar, para ser justo.

Se miró en el espejo y vio a un sesentón al que el tiempo no le había concedido prórroga, desgreñado y poco agraciado con el aspecto que presentaba a esa hora de la mañana. Se preguntó a qué tipo de sacerdocio estaba dedicando su vida que no le permitía un rato de sosiego, que le tenía firmemente asido a un estado de permanente vigilia, incapaz de sentarse a ver pasar la vida con serenidad. ¡Pero qué más daba! ya era tarde para cambiar y para enderezar los márgenes tortuosos de su personalidad!.

Pese a todo, esa mañana se sentía relajado o, desde luego, menos tenso de lo habitual. Volvió a suspirar, esta vez con más resignación. Menuda nochecita –pensó- y, sonriendo al espejo, mientras comprobaba la espesura de la barba que se disponía a rasurar, no pudo por menos que sentir una carcajada interior, silenciosa y burlona, que le recordó que su pesadilla había pasado por alto algo fundamental: un Jurado Popular sería el encargado de decidir la suerte del acusado.

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