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El Toro de Osborne

A punto de comenzar el rosario de ferias andaluzas (Sevilla, Jerez, Sanlúcar de Barrameda, El Puerto de Santa María, Córdoba y un largo etc.) séanos lícito divagar de toros y, particularmente, de un Toro majestuoso y evocador, de un Toro más que de hierro acerado, de valor armado, un Toro que, por sus hechos y hechuras, ha trascendido lo taurino para caer en lo jurídico. Dejémosle, pues, que campee y nos guíe por entre estas líneas siendo nuestro fiel introductor.

Corrían las últimas décadas del siglo XVIII cuando Thomas Osborne Mann, VIII señor del Condado de Yalbourne, decide abandonar las grises y frías tierras de Exeter (Inglaterra) en busca de las arreboladas alboradas de las costas gaditanas. Desde entonces, Osborne se dedica a la crianza y comercialización de vinos y brandies, pero fue en la década de los 50 cuando Osborne encargó a su Agencia de publicidad la creación de un símbolo representativo para su conocido brandy VETERANO. El colaborador habitual de esta Agencia, el artista D. Manuel Prieto Benítez, natural de El Puerto de Santa María, fue el autor de esta evocadora obra plástica, cediendo a Osborne todos los derechos de propiedad intelectual que sobre la misma recaían, a salvo, claro está, el reconocimiento de su autoría.

Muy poco después, Osborne procedió a la inscripción registral de este signo gráfico como marca para distinguir una amplia gama de productos, y en la actualidad el Toro de Osborne ha trascendido su originario significado, pasando a distinguir no ya un producto concreto o una gama de ellos, sino la imagen corporativa de un Grupo de empresas del sector de la alimentación, condensándose en esta marca emblemática todo el esfuerzo empresarial atesorado a lo largo de su larga trayectoria comercial.

La singularidad de este afamado signo comenzó a principio de los 90 con la publicación del Reglamento General de Carreteras, que amenazaba con la retirada de la Valla del Toro del paisaje español. Inmediatamente miles de ciudadanos e instituciones clamaron por la preservación de la afamada Valla publicitaria, toda vez que por aquel entonces ya suscitaba fuertes vínculos de identidad. Ante la presión social, el entonces Ministerio de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente optó por demorar la retirada de la Valla publicitaria de los márgenes de las carreteras españolas, a la espera del pronunciamiento de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo que, finalmente, aseguró su permanencia. Desde entonces, la Valla publicitaria y la marca, de la que aquella es sólo una de sus reproducciones artísticas, han convivido en fecundo maridaje, cada una de ellas cumpliendo la función a la que está llamada.

A raiz de la citada Sentencia, Osborne advirtió con sobresalto cómo en algunos establecimientos comerciales ubicados en el centro de Sevilla se ofertaban al público artículos de souvenirs y abalorios en los que aparecía reproducida la figura de “su” toro, sin contar con la anuencia o autorización de la propietaria de los derechos.

Debidamente prevenidos por Osborne e informados de la criminalidad de su conducta atentatoria contra los derechos de propiedad industrial e intelectual, se les instó a la retirada inmediata de los mismos bajo el apercibimiento de emprender acciones penales. Ni que decir tiene que la mayoría de comerciantes procedieron con solícita diligencia cesando en la actividad, mas algunos comerciantes decidieron, en resolución celosamente cultivada y añadiendo a la contumacia protervia, terciar alabarda, trabar combate, probar ventura y dejar correr la suerte por donde mejor la encaminare. Mas no les aprovechó la traza de sus deseos tanto como les dañó su atrevimiento, pues el Toro cuya acometida habían encelado, se arrancaba y embestía contra ellos burlando sus esperanzas. Su instinto se lo demandaba.

Pero antes de continuar, permítaseme hablar de Tauromaquia. Cuentan que para dominar y templar la terrible embestida de un astado, para echarle la cara al suelo y hacerle humillar, -“humus”, tierra, suelo- sometiendo su natural instinto de defensa, que no otra cosa es la bravura, el diestro dispone de una única arma: el conocimiento exhaustivo y encliclopédico del toro que ha de lidiar. Conocimiento al que sólo se llega mirándole a los ojos, zahondando en los hondones de su encaste para inquirir las trazas de su nobleza; sus querencias y sus resabios; si es pronto o tardo en la arrancada; si se amengua o se crece, y, en definitiva, si acusa bravura y acometividad. Este bello animal tiene su porqué, un porqué al que sólo se llega tras un análisis riguroso e inquisitivo pues, en lo acertado del diagnóstico estriba la complejidad y la dificultad de la suerte y, en justa medida, el éxito de la lidia.

Al respecto, referiré un simpático sucedido. Cuenta el célebre crítico taurino D. Gregorio Corrochano que en un tentadero presidido por D. Eduardo Miura estaba Joselito que, por entonces, no era más que un chiquillo, tras del burladero observando la tienta que hacía su hermano Rafael “El Gallo”, impaciente por intervenir. Vista la becerra en el caballo, le dijo D. Eduardo a Rafael: “Déjale a tu hermanillo que la toree de muleta”.

Salió del burladero Joselito y, sin vacilar, se fue con la mano izquierda. Sin embargo, la becerra apenas se dejaba torear. Rafael dijo entonces a su hermanillo: “José, ¿no ves que te achucha por el lado izquierdo?. ¡Toréala por la derecha!”

“¿Con la derecha? -exclamó extrañado el pequeño José- Anda y toréala tu”

Y en dando la muleta a su hermano mayor, salió Rafael con el engaño en la mano derecha y ciertos asomos de arrogancia en la izquierda cuando, nada más dar el primer pase, la becerra le derribó. Su hermano José le hizo el quite, tras de lo cual, interrogaron al pequeño:

“¿Por qué habías visto que no se podía lidiar con la mano derecha?”

“Pues porque desde que salió hizo cosas de estar toreada. No pueden haberla toreado nada más que en el herradero, y como los muchachos que torean al herrar las becerritas torean con la derecha, comprendí que si achuchaba por el lado izquierdo, por el derecho no se podría ni tocar. Y ya lo han visto Vdes”.

Entonces todos cayeron en la cuenta de que, efectivamente, la habían toreado los muchachos del herradero. Don Eduardo, siempre que relataba el suceso, admirado de la natural intuición y exhaustivo conocimiento de las reses que el muchacho atesoraba a tan temprana edad, exclamó en tono castizo y con el rostro en pliegue de extrañeza: “Parece que al niño lo parió una vaca”.

El diestro que ignore la condición de su enemigo, trasladando la intuición requerida en lo taurino al mundo del Derecho, actuará con “ceguera jurídica”, atinado concepto acuñado por el Ministerio Fiscal en un Informe Oral literalmente reproducido por su valía en la Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de febrero de 1998: “(…) actúa con ceguera jurídica, no queriendo ver o pretendiendo cerrar los ojos para no conocer el antijurídico proceder de su actuar.” Entonces el diestro descubrirá en ese trance supremo su fatídica ignorancia, su imposibilidad para doblegar al adversario. El desarme y la fatalidad sobrevienen de inmediato.

Pues bien, tras la apertura del correspondiente procedimiento penal, la tesis sostenida por estos comerciantes en su defensa, estribaba en la consideración de las Vallas publicitarias del Toro de Osborne como un Bien de interés cultural, -como patrimonio nacional llegó incluso a calificarse- al amparo de la Orden de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía de 13 de noviembre de 1996 por la que, ciertamente, se declaraban las 21 Vallas del Toro de Osborne de las carreteras andaluzas Bien de interés cultural integrante del Patrimonio Histórico Andaluz y, en consideración a ello, sostenían la libre disponibilidad de este afamado signo, tan libre y disponible como el aire y la luz que ilumina su librea. Además, esta tesis esgrimida por las defensas parecía albergar cobijo en la STS de 30 de diciembre de 1997 que consagró su interés estético y cultural frente al interés publicitario de Osborne, decantándose, finalmente, por el llamado “indulto del Toro” al prevalecer dicho interés cultural y, en atención a ello, justificaba su preservación y conservación. Ni que decir tiene que, de aceptarse judicialmente esta tesis, el camino franco a su libre comercialización estaba servido, con la secuela de dinamitar una institución básica para hacer posible la economía de mercado, como es la figura de la marca.

Y, ciertamente, no se nos puede ocultar que el interés cultural y artístico del Toro de Osborne es innegable. Sobrados ejemplos acuden a la memoria. El Toro de Osborne fue la “sombra del guerrero” de nuestro Ejército en Oriente Medio; ha circunnavegado mares y océanos a bordo de navíos de nuestra Armada en misiones internacionales. El número monográfico que la revista “The New York Times Magazine” dedicado a España el 27 de agosto de 1972 reproducía en su portada como único emblema de la españolidad la imagen del Toro de Osborne recortada contra el cielo español y, por poner un ejemplo aún más representativo ha “suplantado” al escudo nacional en numerosos acontecimientos culturales, religiosos y deportivos, en los que España ha tomado parte, fiel reflejo de los sentimientos, ideas y asociaciones que genera en la España toda y más allá de sus fronteras.

Debe de precisarase que la STS recayó en un ámbito exclusivamente administrativo-sancionador, en el que el supuesto de hecho analizado lo constituía única y exclusivamente si fuera de los tramos urbanos de las carreteras estatales podía permanecer la publicidad de las Vallas del Toro de Osborne visibles desde su zona de dominio público o si, por el contrario, debía de optarse por su demolición. Como señalaba esta importante Sentencia, y aquí se ve con toda nitidez cuáles fueron los dos términos -publicidad frente a interés estético- a los que se contraía la controversia judicial suscitada ante el TS: “El punto álgido sobre el que se ha centrado el debate, es si la estructura metálica, que configura la silueta de un toro de color negro, erguido y estático, que se observa desde la carretera, constituye o no publicidad y, por lo tanto, si es o no correcta la sanción que se ha impuesto a la entidad recurrente”. Adoptando finalmente el Tribunal Supremo la salomónica y feliz resolución conocida popularmente como el “indulto” del Toro de Osborne al señalar que: “Es verdad, y ello no pasa desapercibido para esta Sala, que la imagen entra en el concepto europeo de publicidad encubierta o subliminal, entendida como exhibición verbal o visual de la marca de un productor de mercancías o un prestador de servicios con propósito publicitario (Directiva 97/36/CE). Si así no fuera, no se explicarían los gastos de mantenimiento de la valla que se costean por la entidad recurrente (Osborne), e incluso la interposición de este recurso, en cuanto a impedir su demolición. Ahora bien, por encima de este factor, en la pugna de dos intereses en juego, debe prevalecer, como causa que justifica su conservación, el interés estético o cultural, que la colectividad ha atribuido a la esfinge (sic) del toro, en consonancia con el artículo 3o del Código Civil, conforme al cual las normas se interpretarán según “la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de las mismas”.

Efectivamente, no debemos perder de vista que la STS de 1997 se pronunció, exclusivamente, sobre dos intereses en juego. Por un lado, el interés publicitario de Osborne en mantener instalada la Valla publicitaria en forma de toro, de dimensiones 11,50 x 5,40 metros a una distancia de 365 metros, visible desde la zona de dominio público en la A-8, autopista del Cantábrico, tramo Gijón-Avilés, frente al P.K. 16,800, en su margen derecha. De otro, la sanción económica de 1.000.001 de las antiguas pesetas impuesta por el Consejo de Ministros a Osborne por infracción del artículo 24.1 de la Ley 25/1988, de 29 de julio y la demolición de la citada Valla publicitaria.

La dimensión cultural del Toro de Osborne no deja de ser una adherencia, un adyacente ocasional, un aspecto singular consecuencia de una escaramuza fronteriza librada en otro campo de batalla que ni resta ni amengua su dimensión marcaria e intelectual, sino que colorea sus perfiles con una nota cromática ciertamente pintoresca, que lo enseñorea y distingue frente al resto de marcas afamadas en las que no concurre esta singular circunstancia.

Sin embargo, se pretendía de contrario, desnaturalizando los Fundamentos de la meritada Sentencia, aplicar unas consecuencias jurídicas a unas causas o supuestos de hecho distintos de los contemplados por el Tribunal Supremo. Se mezclan así dos realidades claramente parceladas, pues las cuestiones atinentes a la Propiedad Intelectual y a la Propiedad Industrial de la marca del Toro de Osborne no integraron el supuesto de hecho ni, consecuentemente, fundamentaron el Fallo de esta significativa Sentencia.

Pues bien, la trama era sencilla. Bastaría con aferrarse a uno de los términos de la ecuación sobre la que se pronunció el TS; el interés estético o cultural de la Valla publicitaria como uno de los símbolos que sintetizan la esencia de lo español para, desnaturalizarlo, alzaprimarlo y proyectarlo a un contexto distinto de aquel en el que se fraguó, cual es el relativo a los derechos legítimos de Osborne en el plano marcario y de Propiedad Intelectual sobre la citada obra artística, pretendiendo con ello la expropiación de facto de los derechos exclusivos de explotación económica ostentados por Osborne y la banalización de la fe pública registral respecto de la práctica totalidad de las marcas que reproducen el denominado “Toro de Osborne”, pese a haberse probado fehacientemente su titularidad y vigencia, con la consiguiente violación del principio de legitimación registral como fundamento del orden, la paz y la seguridad jurídica.

Como recientemente ha puesto de relieve la Sección 1a de la AP de Sevilla: “La cuestión a dilucidar es si el reconocimiento como símbolo de interés cultural, que no se discute, sino al que también ha contribuido en su promoción la entidad recurrente, tiene virtualidad de anular también su primigenia función marcaria. (…) Pues bien, lo que no resulta admisible es que esta circunstancia implique un genérico desapoderamiento de todos los derechos que tiene como titular del derecho de explotación exclusiva de la marca registrada. (…) La pugna de los intereses en juego (…) fue resuelta en la Sentencia antes citada en el sentido de que debe prevalecer, como causa que justifica su preservación, el interés estético o cultural, y sin perjuicio de que esta decisión nos pueda servir de referencia para la resolución de la cuestión ahora planteada, de la misma no puede desde luego deducirse la pérdida de todos los derechos que respecto a este signo marcario tiene la recurrente”.

En el mismo sentido, la Ilma. Audiencia Provincial afirma: “Piénsese que respecto a lo que hemos denominado “culturización” del signo marcario conocido como Toro de Osborne, la entidad recurrente –es decir, Osborne- se ha visto envuelta en una dinámica que, de alguna manera, puede entenderse que ha devenido imparable para la misma, pues si bien inicialmente fue provocada, al recurrir la sanción administrativa impuesta por no haber retirado la Valla publicitaria con la efigie del Toro, ha sido fundamentalmente la presión mediática, social y política, unido al valor incuestionable de la citada marca, la que ha contribuido al reconocimiento de la dimensión cultural del signo marcario. Pero si bien esta circunstancia ha sido consentida por la entidad recurrente asumiendo las correlativas obligaciones impuestas por la Administración derivadas de este reconocimiento, no puede este implicar un desapoderamiento de sus derechos como titular de la marca”.

Por otro lado, señala: “La denominada vulgarización de la marca supone que un signo o denominación se convierta en la denominación o designación usual de una categoría o género de productos, lo que implica que ya no pueda cumplir con una de las funciones más importantes de la marca, como es la de indicar el origen empresarial de un determinado producto o servicio, circunstancia que no ha concurrido respecto al signo marcario conocido como Toro de Osborne”.

Efectivamente, como contempla la SAP de Sevilla cualquier persona tiene todo el derecho de dibujar y comercializar cuantas figuras del toro de lidia desee en cualquiera de sus inagotables representaciones artísticas, debiendo valorar el mundo artístico el mérito de su creación. Más aún, cualquier persona puede, en uso de esa misma capacidad artística y sin ánimo de lucro, reproducir el Toro de Osborne como medio de expresión artística y cultural. Sin embargo, la Ley veda la reproducción y comercialización del Toro de Osborne cuando estas actividades estén presididas por el ánimo de lucro en perjuicio de tercero, como así refleja la citada Sentencia, al señalar que la actividad lucrativa era la que presidía el ánimo de los ahora condenados, en cuanto que comerciantes.

Ello es así porque si bien la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, tiene como fin destinar los bienes integrantes del Patrimonio Histórico al servicio de la colectividad y facilitar el acceso a la cultura, en cumplimiento del Art. 44 de la propia Constitución Española al “Disfrute democrático a la cultura” de los bienes de interés cultural, de ello no debe inferirse, bajo concepto alguno, la libre comercialización mercantil por terceros sin autorización de estos bienes cuando con ellos convive un derecho de Propiedad Industrial –marca- o Intelectual vigente. El sentido de la declaración de interés cultural más bien casa con la finalidad de destinar bienes al servicio de la colectividad y facilitar el acceso a la cultura. Pero de ahí a la libre comercialización del Toro de Osborne media la distancia entre lo lícito y lo ilícito.

Evidentemente, como así lo reconoce la Sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Sevilla, la intención que albergaban los condenados distaba de la promoción cultural de sus dotes artísticas; antes al contrario, estaba presidida por la avidez del lucro comercial, malsano en la medida en que lo hicieron a sabiendas y en detrimento de unos derechos reconocidos y tutelados por la Ley. En definitiva, el ius in re aliena que confiere el Legislador a terceros no titulares a fin de que se promueva la cultura no puede exceder el umbral de lo cultural.

Por otro lado, se pretendió de contrario conferir a la Valla publicitaria y a la marca por aquella reproducida, una titularidad colectiva o socializada, valiéndose para ello de la Orden de 13 de noviembre de 1996 de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía que declaraba las Vallas publicitarias conocidas como “Toro de OSBORNE” Bien de Interés Cultural, con la categoría de monumento. Sin embargo, esta declaración administrativa, amén de ser promovida y auspiciada por OSBORNE como principal valedora, no supone otra cosa que la atribución y reconocimiento de un claro significado cultural y artístico y, por lo tanto, no supone que el bien pase a integrar el patrimonio de la Administración Pública, sino una declaración que consagra su valor estético e impone a su titular, es decir, a la propia Osborne, la carga de unos específicos deberes de conservación y mantenimiento.

Como refiere esta novedosa Sentencia de la Audiencia hispalense, la declaración de interés cultural y estético de las Vallas publicitarias operada por la Orden de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía de 1996, así como por la STS anteriormente referida, no supone, bajo concepto alguno, merma de los derechos legítimos de Osborne en el plano marcario y de propiedad intelectual sobre la citada obra artística, que permanecen incólumes e inmaculados, y que son ejercitables frente a aquellos terceros que pretendan lucrarse indebidamente de la fama, prestigio y alta reputación alcanzada por este emblemático signo distintivo.

Si la función principal de la marca estriba en identificar del origen empresarial de los productos con ella signados, esta reciente Sentencia de la Audiencia hispalense ha precisado que el Toro de Osborne posee una indudable fuerza identificadora, de modo que al contemplarla sobre un producto o servicio, un consumidor identificará de inmediato su origen empresarial. Pero lo realmente significativo estriba en el hecho de que dota a la marca de un alcance tuitivo total, calificándola de renombrada, y extendiendo su haz de protección “a cualquier género de productos, servicios o actividades” tanto más diferentes cuanto mayor sea el grado de conocimiento de la marca, debiendo recordar que aquella figura se sigue denominando “Toro de Osborne”, expresión que incluso se utilizó en las resoluciones judiciales y políticas que proclamaron su interés cultural y estético. El Toro y Osborne van cogidos de la mano en un mismo predicado.

Finalmente, debemos de reparar en un hecho que no cabe perder de vista. Las marcas constituyen derechos otorgados por el Estado que recaen sobre bienes inmateriales; esto es, bienes sin existencia perceptible, mientras que la Valla publicitaria del Toro de Osborne sita en las carreteras españolas constituye una reproducción corpórea (corpus mechanicum) de aquella, ciertamente aprehensible por los sentidos en la medida en que se compone de 70 chapas de acero de 90 x 190 cm. y 2 mm. de espesor unidas entre sí por cerca de mil taladros con tornillos de doble tuerca y con un anclaje compuesto por 4 torretas metálicas con basamento de 4 zapatas con 6 metros cúbicos de hormigón. Síguese de lo anterior que los lances que afecten a la dimensión cultural de las Vallas publicitarias del Toro de Osborne no deben incidir en el ámbito jurídico de la marca registrada y en los derechos de propiedad intelectual, al tratarse de dos realidades jurídicas claramente parceladas. Corpórea una, incorpórea otra.

En definitiva, los lances que lidió el Toro de Osborne al poco de nacer no engendraron la esencia de su ser, sino que ésta su condición, su encaste de toro bravo y combativo, fueron el soplo vital que los dioses instilaron entre las carnaduras y pliegues de su alma en el hermoso prólogo de la gestación. De lo contrario, tendríamos que admitir que el ruiseñor, a causa de padecer de insomnio, y para sobrellevar el tedio de su aburrimiento, terció a cantar, de donde le sobrevino, de súbito, un inopinado y sorpresivo atributo melódico.

Como ocurre en el campo con el becerro a las pocas horas de nacer, muestran ya, aún sin poder tenerse apenas en pié, el natural instinto de acometer, acusan el febril ardimiento de topar y derrotar, de embestir al viento, acometiendo con tanto más tesón cuanto mayor es el hostigamiento que lo provoca. Nacen con bravura ingénita, ancestral, atávica, escasa aún, pero indomable. El tiempo sólo lo fortalece.

Plaza de Toros de la Real Maestranza de Sevilla. Quinto de la tarde, de buena solera y Bodeguero de nombre. Con su nobleza conjuró la muerte y el ganadero salió a hombros de la Plaza. Entonces desde la barrera evoqué la hermosa estampa de su recortada silueta y dije para mis adentros: el que no tenga la suficiente gallardía y determinación para embridar la temible embestida de tu armada almenada, que ceda los trastos a mejor espada, que el retirar no es huir, ni la contumacia cordura, cuando el peligro sobrepuja la esperanza.

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