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El Juez de Cercanía

La Justicia, la Administración de Justicia, va de mal en peor, vamos a reconocerlo. Este pobre Poder del Estado a duras penas resiste la voracidad del poder ejecutivo, que es al mismo tiempo, no nos engañemos, poder legislativo. Más que poder independiente, cada vez más es instrumento del que gobierna, o al menos eso es lo que va sucediendo, si no se ponen pies en pared.

Asistimos a la última intentona de instrumentalización: la anunciada creación del Juez de Cercanía. Se trata, bucólica y virtualmente, de acercar la Justicia al pueblo. En realidad, como en años anteriores, lo que se pretende es desprofesionalizar (¡vaya palabro!) al Juez y hacerlo cada vez más dócil.

Yo he vivido y he sufrido Jueces Municipales, muchos de ellos de “pata blanca”, licenciados en Derecho que, después de una guerra, se hicieron militares unos y jueces otros. Después vinieron los Jueces de Distrito, que acogieron los restos de la Justicia Municipal, y después, habiendo hecho una oposición más benévola, fueron ascendidos, por arte de birlibirloque, a Jueces de Primera Instancia. Ahora, “cuidadín”, vienen los Jueces de Cercanía, que también podrán ser un día recibidos en el seno de los “Pata Negra”.

Se nos dice en algunos medios que la figura es tradicional y cumple un fructífero cometido en pleitos y causas de poca entidad, y se nos pone el ejemplo del Juez de Paz, existente en poblaciones pequeñas.

Aunque así se nos diga, ese juez de cercanía no va a parecerse al juez de paz. No va a ser nombrado por el Poder Judicial, sino por el Ayuntamiento. No va a ser un probo vecino de un pequeño pueblo, dedicado a las conciliaciones, sino que va a invadir los grandes municipios como Sevilla, en la que el partido que tenga en la mano la vara de Alcalde, dará con ella el espaldarazo a los correligionarios y amigos.

El Juez de Paz es otra cosa. Normalmente era o es un cargo casi honorífico, que daba/da más trabajo que dinero, pues tengo entendido que cobraba/cobra una cantidad casi simbólica. Nadie vive de ese cargo.

El Juez de Paz suele ser persona honorable en el pueblo, muchas veces el boticario o el médico. Ayuno de toda erudición jurídica, bandea los actos procesales con el sentido común, fiándose muchas veces del profesional que acude a ellos.

Con humor debo terminar estas reflexiones, que me traen a la memoria un sucedido real que ya es leyenda, porque las gentes del Derecho lo sitúan en tiempos y lugares distintos, aliñando el hecho con aditamentos varios, como hago yo.

El Juez de Paz de aquel pueblo era “del campo” de profesión, o “propietario”. Una fría mañana, arrebujado en la ropa de una camilla, bajo la cual un brasero de picón “bombeando”y una azuzadora badila mantenían en las espinillas de Su Señoría las cabrillas (acepción 4 DRAE) en todo su esplendor, se celebraban juicios de su competencia (curiosamente, los juicios “se celebran”, como los funerales y otros muchos actos en los que no se festeja nada).

Manuel, que también era “del campo” y echaba en los atardeceres su partida de dominó con el Juez en una cutre sala del casino, entre los cirros y nimbos emanados de los “caldos de gallina”, había sido denunciado por invadir su cabrero con sus semovientes la haza del vecino, con la simiente a la sazón cuajada.

Manuel entró en el despacho desparramando la vista, después de haber sido voceado su nombre por el agente, y no antes de ser vencido en su resistencia a destocarse. Avanzó con la manida gorra entre sus manos hasta la camilla y dijo:

— “Güenas, Paco: Parece mentira que me llames con un papel que no se entiende, cuando todos los días nos vemos en el casino.-

Sin que transcurrieran unas décimas de segundo, el Juez le atajó:

— Mira, Manuel: Te advierto que yo aquí soy Su Señoría, no soy Paco.

Como si nada, Manolo “acertó” a decir:

— Bueno, bueno, vale, Paco…A ver que es lo que se te ofrece.-

— ¿Es cierto que tus cabras han entrado en la haza de Picha Seca? – (lo siento, pero así moteaban en el pueblo al vecino).

— ¡Yo qué sé, Paco!…Tu sabes tan bien como yo que las cabras ven un verde y se vuelven locas, con la sequía que hay…

— Sí, Manuel, pero yo no tengo más remedio que ponerte una multa de cincuenta pesetas por cabeza de ganado… Así que ya lo sabes.

Manuel, con la parsimonia acumulada por los años y el transcurrir monótono de los días del pueblo, puso la gorra encima del tapete de hule que fue blanco y que cubría la camilla; llevó sus manos a los bolsillos de la ajada pelliza, sacando una petaca y un librito de papel Jean. A continuación vertió sobre la palma de la mano izquierda una porción de picadura, extrayendo del librito un papel que, extendido entre los dedos de la mano derecha, recibió de la otra el tabaco, que debidamente repartido, fue enrollado con hábiles movimientos de los dedos y elevado hasta la lengua, sobre la que, en movimiento veloz, pasó el filo engomado del papel. Por fin, dobló el papel en una de las puntas del cigarro, llevando el otro extremo a la boca para ser humedecido con un leve chupetón.

El Juez, que permitía fumar en “la sala”, a todo esto asistió paciente, respetando la ceremonia del “liado”, hasta que, ya un poco molesto, espeto al reo:

— Bueno, Manuel:… que tienes que pagar la multa, que monta en total mil pesetas…Tu dirás…

Manuel, con el cigarro en la boca, se acercó a la camilla, apoyó en ella sus manazas, e inclinándose hacia el Juez, le dijo:

— Mil pesetas, mil pesetas…¡Trae pacá candela, Mil Pesetas!

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