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El Colegio de Abogados de Sevilla y la Real Audiencia en el Siglo de la Ilustración

El desarrollo histórico del proceso penal español durante los siglos XIII al XVIII estuvo primeramente informado por el proceso acusatorio recogido en los Fueros Municipales y ejercitado fundamentalmente por los particulares sin la intervención del Estado, lo que dio lugar a numerosos inconvenientes de los que el más principal fue el de quedar impunes muchos delitos por la falta de un acusador que estuviera presente en cada caso concreto a sostener la acusación. Se precisaba la aparición del representante del poder público que de alguna manera ejercitara el derecho preferente de perseguir a los presuntos autores de los delitos, lo que en definitiva no era sino remarcar que se hacía necesario la implantación de un procedimiento de tipo oficial, tutelado por el Estado, y ello ocurre con la aparición del llamado proceso inquisitivo.

El Derecho penal de Castilla sufrió una profunda transformación en el período comprendido entre los siglos XIII al XVIII, desde su aparición en los fueros municipales hasta la caída del Antiguo Régimen en los albores del siglo XIX. Una primera etapa comprende desde la aparición de los mencionados fueros hasta el reinado de los Reyes Católicos. En este período los Fueros Municipales, las Decretales, el Fuero Real, el Espéculo y Las Partidas fueron los cuerpos legales en que se desenvolvió el Derecho penal castellano, con una evolución posterior del mismo que llega hasta el reinado de los Reyes Católicos. Y es precisamente en el siglo XV, coincidiendo con aquel reinado, cuando el sistema de la administración de justicia cristaliza en unas formas en las que se enmarca para el futuro el ejercicio de la justicia penal en Castilla. Todas las fuentes normativas del largo periodo que indicamos, las disposiciones emanadas de las Cortes y el Derecho real, que pasaron después a Las Partidas y de ahí a la Novísima Recopilación, marcaron esta evolución del Derecho penal de Castilla, primero a través del proceso acusatorio y después tras el abandono de este a favor del proceso inquisitivo, que se va a establecer definitivamente en el largo período que comprende desde el siglo XIII al siglo XVIII .

Se puede afirmar que en el siglo XV estaba ya en Castilla plenamente establecido el proceso inquisitivo en materia penal .Su penetración en el derecho penal castellano desplazando al proceso acusatorio supuso la implantación de otros sistemas procesales, influenciados por la recepción del derecho común y la influencia a su vez del derecho romano-canónico, y muy especialmente la ejercida por Las Decretales del papa Gregorio IX, promulgadas en 5 de septiembre de 1234. Durante el pontificado de su antecesor Inocencio III, (1198-1216), para dar una respuesta eficaz y contundente a los graves escándalos públicos por los que atravesaba el clero, la Iglesia estableció en su jurisdicción con carácter de generalidad el proceso inquisitivo. Aunque Inocencio III –dice Alonso Romero- invoca pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento para fundamentar su actitud, la reforma se asienta principalmente en la llamada plenitudo potestatis pontificia y el derecho de vigilancia inherente a ella.

El proceso inquisitivo se instrumentó con base en la llamada inquisitio cum promovente, permitiendo que el denunciante interviniera en el proceso suministrando pruebas de la culpabilidad del denunciado, además de permitirle aportar su propio testimonio. Y aunque se penaba la denuncia calumniosa por parte del denunciante se le liberaba del requisito de la inscriptio, que suponía para él el compromiso que adquiría de sufrir la misma pena pretendida para el acusado en el caso de que la acusación no se pudiera probar .

Esta figura de la inquisitio cum promovente aportada por Las Decretales pontificias alcanza una relevancia importante que fue secundada por la autoridad real en la medida en que convino a esta la persecución de los delitos en averiguación de la verdad penal material, con independencia de la iniciativa particular, por medio de la figura del pesquisidor real, que más adelante se materializaría en la figura del fiscal. Con ello se aumentaba y fortalecía el poder real, que con tan formidable instrumento de persecución a su alcance lograba ser temido, y, por este camino conseguía imponer su criterio y voluntad en muchas ocasiones. El ejercicio del ius puniendi, llevado a la práctica por las nuevas ideas de justicia que comenzaban a circular entre los tratadistas del Derecho penal castellano, llevó a la definitiva consagración del proceso inquisitivo y desembocó en el nacimiento del nuevo derecho penal del Estado.

La única finalidad importante del proceso inquisitivo radicaba en conseguir pronta y plenamente el ejemplar castigo del culpable. Los pesquisidores llevaban mandatos especiales para conseguir esa finalidad y si a esto añadimos la práctica del tormento, la tortura era un medio legal de prueba, añadido a la ejecución inmediata de la pena con facultad para el juez a su arbitrio de denegar la apelación, eran mínimas o ningunas las garantías que se ponían a disposición del reo para ejercitar el sagrado derecho a defenderse. La máxima de a mayor peligrosidad del delito menores garantías para el reo, fue la característica más singular del Derecho penal de la época. La figura del juez, a medida que transcurrió y avanzó el tiempo, se fue agigantando hasta convertirse en verdadero señor del proceso, constituyéndose en juez y parte, si tenemos en cuenta que el mecanismo procesal le aseguraba la participación en las costas del proceso, proporcionándole en muchos casos una recompensa económica al par que un mérito en su carrera al servicio de una justicia cruel y represiva. La presencia de este auténtico absolutismo judicial, como algún autor le ha llamado, unido a la presunción inicial de culpabilidad de los reos, como otra característica esencial del proceso inquisitivo, con el despiadado ejercicio de la tortura, como medio de obtener la confesión del reo y su culpabilidad, fueron los pilares sobre los que se asentó este proceso penal arbitrario y despiadado.

Después de la Conquista de Sevilla por Fernando III, por un Privilegio de 15 de junio de 1250, al parecer después de las Cortes celebradas en Sevilla por el Santo Rey, acontecimiento con el que no se encuentran conformes algunos historiadores, concede este a Sevilla y a sus moradores comunalmente el Fuero de Toledo, con cuya concesión el Reino de Sevilla entra en la organización territorial a través de la influencia del Fuero Juzgo, recopilación legal ordenada por Alfonso VIII de todo el derecho consuetudinario que regía en Castilla la Vieja. San Fernando mandó establecer las leyes visigóticas y ordenó la traducción del Fuero Juzgo o Liber Iudiciorum al romance, lengua vulgar hablada en Castilla. Después el Rey interpoló para Sevilla dentro del Fuero Juzgo el Fuero de Toledo, utilizando la frase en el documento de concesión “damosvos a todos los vezinos de Sevilla comunalmente fuero de Toledo”. Esta medida judicial del rey dio lugar a la constitución del primer tribunal de justicia que se crea y organiza en Sevilla. La vigencia del Liber Iudiciorum es evidente que permaneció a través de la decisión fernandina como ley territorial de la ciudad durante mucho tiempo. Baste decir que por Real Cédula de 1778 del Consejo de Castilla, a causa de consulta de la Real Chancillería de Granada sobre vigencia de textos legales, se dijo:

Y por cuanto dicha Ley del Fuero Juzgo no se halle derogada por otra alguna, deberéis igualmente arreglarse a ella en la determinación de este y semejantes negocios, sin tanta adhesión que manifestáis a las Partidas.

Posteriormente, al recopilarse por Alfonso X todas las leyes en el ordenamiento legal de Las Partidas, tanto la organización judicial como el Derecho penal pasaron a este cuerpo de leyes.

La aparición del movimiento ilustrado a finales del siglo XVIII, que en el Derecho penal se produjo concretamente a partir de la publicación del libro Tratado de los delitos y de las penas, del italiano marqués de Beccaria en 1764, va a producir en el Derecho penal una actitud contraria a la inhumanidad del procedimiento penal castellano, y a pesar de ello la reforma del proceso penal no se consiguió en el siglo ilustrado. Sin embargo, la presencia del derecho penal castellano y su aplicación en el Antiguo Reino de Sevilla va a dar a nuestra ciudad una singular importancia en la lucha que contra el proceso inquisitivo va a producirse en el movimiento ilustrado de mediados del siglo XVIII. Al menos tenemos que referirnos a las aportaciones de dos abogados sevillanos, adscritos ambos al Colegio de Abogados de Sevilla, que van a dejar oír su nombre en el concierto ilustrado en la lucha contra el instituto de la tortura dentro del proceso penal y cuyo eco tendrá también reflejo en otros dos ilustrados que por aquellas fechas ocupaban en la Real Audiencia de Sevilla cargos importantes como cualificados funcionarios judiciales.

En 1776 se traduce por primera vez al español el libro del marqués italiano, que produce dentro y fuera de España encontradas actitudes y polémicas ocasionadas por los partidarios del sistema penal vigente y en defensa de sus dos pilares fundamentales, la tortura y la pena de muerte. El Consejo Real, dice Tomás y Valiente, que es autor de la cita que sigue, aunque autorizó la edición de la traducción, trató al mismo tiempo de contentar las actitudes tradicionales, y en su primera página se estampó lo siguiente:

Nota. El Consejo conformándose con el parecer del señor Fiscal ha permitido la impresión y publicación de esta obra solo para la instrucción pública, sin perjuicio de las leyes del Reino y su puntual observancia, mandando para inteligencia de todos, poner en el principio esta Nota.

En 1770 se publica en Madrid un libro del que es autor el abogado sevillano Alfonso María de Acevedo y Bravo de León, cuyo título es Ensayo acerca de la tortura o cuestión del tormento, que era un furibundo ataque contra la tortura y coincidía con Beccaria en el extremo relativo a la eliminación del tormento en la mecánica del proceso penal. Acevedo había causado alta en el Colegio de Abogados de Sevilla el año 1768 y cuando se publica el libro referido pertenecía a las listas del Colegio de la capital andaluza. Ya antes, con fecha 13 de noviembre de 1761, había leído en la Academia Sevillana de Buenas Letras una disertación titulada La importancia de la brevedad en los pleitos, libro que debieran consultar muchos abogados para que les sirviera de guía en su actuación ante los tribunales, donde la brevedad es tan necesaria como el discurso. Unos años después, el canónigo sevillano Pedro de Castro, combatiendo la tesis del letrado sevillano, publica en Madrid, en el año de 1778, un libro con el título de Defensa de la tortura, libro que sufrió diversas vicisitudes hasta que vio la luz en dicha fecha. Importante es señalar, aparte de la polémica suscitada entre ambos penalistas, la postura que en defensa del libro de Castro tomó el Colegio de Abogados de Madrid, el mismo año de su publicación, que opinó contra la tesis del colegiado sevillano, manifestando que la tortura era una prueba “justa, útil y necesaria”, cuyo mayor beneficio consistía en que “fueron y han sido muchos los malvados que experimentaron por él -el tormento- su merecido castigo”, y terminaba agradeciendo a Castro la impugnación que había hecho de la tesis de Acevedo. Otro abogado del Colegio de Sevilla, Antonio Xavier Pérez López, alta en 30 de septiembre de 1762, que escribió el Discurso de la honra y la deshonra legal, se manifiesta igualmente como ilustrado y se muestra partidario como su compañero Acevedo de la abolición del tormento. (Continuará).

Ocupaba la Fiscalía sevillana por aquellos años Juan Pablo Forner, y en un proceso en el que hubo de intervenir dirigiendo la acusación se opuso expresamente a la tortura, no en el caso particular en el que acusaba, sino como tesis general, desarrollando ampliamente su punto de vista, y en el informe que evacuó ante el tribunal tomó como modelo a rebatir el libro del canónigo Pedro de Castro. Postura que no era exclusiva del fiscal sevillano, el poeta y jurista Juan Meléndez Valdés, fiscal también de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, en los últimos años del siglo XVIII, atacó el uso del tormento en sus actuaciones ante los tribunales. Vizcaíno Casas, fiscal asimismo de la Real Audiencia de Galicia, se pronunció en el mismo sentido. Sin embargo, un espíritu al parecer tan ilustrado como Bruna, regente interino y oidor decano de la Real Audiencia de Sevilla, es denunciado por practicar el tormento para obtener la confesión de reos y testigos en un célebre proceso que siguiera en Sevilla a causa del contrabando que se practicaba en la Real Fábrica de tabacos el año 1764, por parte de su administrador José Antonio Losada .

Otro personaje relevante, jurista notable y escritor ilustrado, Gaspar Melchor de Jovellanos, alcalde del Crimen y oidor de la Real Audiencia de Sevilla ( 1767-1768 ) y alcalde de Casa y Corte en Madrid en esta última fecha, escribió siendo alcalde del Crimen en Sevilla en el año 1773 un drama titulado El delincuente honrado, donde el ilustre jurista expresó su opinión en relación con la practica del tormento:

La tortura. ¡ Oh nombre odioso ! ¡ Nombre funesto ¿Es -posible que en un siglo en que se respeta la humanidad y en que la filosofía derrama su luz por todas partes, se escuchen aun entre nosotros los gritos de la inocencia oprimida?

El hecho histórico importante de la proyección que lo sevillano vaya a tener durante el siglo ilustrado quizás haya que buscarlo en el concurso de tres personalidades no nacidas ninguna de ellas en Sevilla, dos de ellas ni siquiera en Andalucía, que coincidieron en la capital andaluza por causa de sus destinos profesionales como servidores de la justicia, justo a la mitad del siglo XVIII: Bruna, Jovellanos y Olavide. Los dos primeros oidores y alcaldes del Crimen de la Real Audiencia y el tercero asistente de la ciudad y de los cuatro Reinos de Andalucía, un personaje singular y curioso. Como curiosa es la circunstancia de los dos primeros, pertenecientes ambos a la Real Audiencia, que asimismo va a tener un papel muy destacado en la vida sevillana en toda esta mitad del siglo XVIII e incluso todo el XIX, porque a su alrededor, en el entorno de sus oidores, sus fiscales, sus magistrados y también sus regentes, se va a perfilar y escribir un capítulo muy notable de la vida cultural, social y política de Sevilla. Podríamos añadir que este período es justamente medio siglo, comenzando por la aparición de Bruna en Sevilla en 1746 hasta la designación de Forner como fiscal de la Real Audiencia en 1792. Olavide desempeñó la Asistencia desde 1767 a 1776 en que fue preso por la Inquisición. Jovellanos fue nombrado alcalde de la Cuadra de la Real Audiencia y tomó posesión de su cargo en 1768, permaneció en él hasta que ascendió a alcalde del Crimen en 1778, en que fue designado alcalde de Casa y Corte, lo que le obligó a dejar Sevilla para trasladarse a Madrid.

El influjo de la personalidad de estos hombres es indiscutible en el naciente despertar del siglo y la impronta de sus respectivas aportaciones a la cultura sevillana y a la influencia ejercida al socaire de sus respectivas personalidades es innegable. Dos de ellos, Bruna y Olavide, han sido estudiados en sendas monografías por Romero Murube y Aguilar Piñal, no así Jovellanos, que no lo ha sido ni siquiera de manera parcial u ocasional, aunque se haya intentado rastrear a través de sus escritos judiciales en la Audiencia sevillana la importancia de su personalidad como jurista. Nada mengua, sin embargo, la reciedumbre cultural y jurídica de su particular personalidad, y hay que destacar en todos ellos el valor histórico y social que en aportación a la cultura sevillana ilustrada suministraron durante su permanencia en la ciudad.

Por edicto de la Inquisición de 20 de junio de 1777 se prohibía en España el libro del marqués de Beccaria. El grupo ilustrado que rodeó a Carlos III no logró convencerle para que iniciara una reforma penal, ni siquiera moderada. En 1776 se intentó una compilación de las leyes penales pero no se llevó a efecto y la legislación penal continuó estando en la misma situación y estado, como asegura Tomás y Valiente, aclarando que ello tal vez pueda atribuirse al valor que en España mantenía la tradición sobre el escaso circulo de los ilustrados. Hay que recordar también que en el reinado de Carlos IV, en 1805, se publica la Novísima Recopilación, que contiene en esencia las mismas leyes penales vigentes durante todo el siglo anterior. La odiosa figura jurídica de la tortura fue abolida muy posteriormente, lo fue por primera vez en la Constitución de Bayona de 1808, y posterior y definitivamente por el decreto de 22 de abril de 1811, emanado de las Cortes de Cádiz, que pasó a ser el artículo 303 de la Constitución de 1812, la famosa “Pepa”, y con posterioridad por una Real Cédula de Fernando VII de 25 de julio de 1814, dictada con el fin de restablecer la Constitución que él mismo había derogado por el cuestionado decreto de Valencia de 4 de mayo de 1814.

Veamos, como se expresaba el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados ( II. p. 90 ):

Las Cortes generales y extraordinarias, con absoluta conformidad y unanimidad de todos los votos, declaran por abolido el tormento en todos los dominios de la Monarquía española, y la practica introducida de afligir y molestar a los reos por los que ilegal y abusivamente llamaban apremios, calabozos extraordinarios y otros cualesquiera que fuese su denominación y uso, sin que ningún juez, tribunal o juzgado por privilegiado que sea, pueda mandar ni imponer la tortura, ni usar de los insinuados apremios bajo responsabilidad y la pena por el mismo hecho de mandarlo de ser destituidos los jueces de su empleo y dignidad, cuyo crimen podrá perseguirse por acción popular, derogando cualesquiera ordenanzas, leyes, órdenes y disposiciones que se hayan dado y publicado en contrario.

Sin embargo, fue en la práctica judicial, como ocurre siempre, donde se mostró con mayor eficacia el cambio de las nuevas ideas que cuajaron en la mente de los jueces y de los demás hombres del Foro, y por esta vía se fueron desterrando del uso y de la práctica judicial muchas penas crueles e infamantes, como la tortura, la mutilación o la vergüenza pública. Sírvanos como ejemplo bien manifiesto lo que ocurría en las causas que en Comisión tenía señaladas el oidor de la Real Audiencia de Sevilla José Olmeda y León, uno de los jueces de bandidos, instruidas el año de 1778, en que se dice textualmente:

Como porque sacamos poca ventaja en el uso de esta pena, – se refiere al tormento- que debe excusarse cuanto sea posible, pues quita de todo punto el pudor, y las personas que la han sufrido como que nada les queda que perder se hacen incorregibles, y arrestan después a mayores atrocidades. Alcanza también el reato a muchos inocentes que viven en perpetua confusión y bochorno por haber tenido en su familia quien por sus perversas inclinaciones, necesidad o mala compañía criminal o delincuente; y por estas y otras razones se va proscribiendo el uso de esta pena en los Tribunales de España, y señaladamente en la sala de Corte y en algunos de los Reinos extranjeros se haya del todo abolida por modernas disposiciones .

Y nuevamente, ya entrado el siglo XIX, cuando por fin cuaja aquel afán recopilador de las leyes penales, máxima aspiración de aquellos ilustrados, fue Sevilla otra vez la que marcó la hora penal de España en 1822. El primer código penal, el Código Penal de 1822, se publicó en Sevilla. Calatrava y los demás autores de dicho código estuvieron ciertamente influidos por Beccaria, pero también e incluso con mayor eficacia por Benthan y por Filangeri, en gran parte seguidores del marqués italiano, según sostiene Antón Oneca .

En resumen de cuanto se ha expuesto y en conclusión podemos decir que desde el siglo XVI, los Reyes Católicos apenas legislaron en materia penal, fue la práctica judicial de los tribunales la que en ocasiones y a veces contra legem se constituyó en fuente del Derecho en esa época. El siglo XVII, de marcada decadencia económica y subido absolutismo político, ante la ola de delincuencia que la misma situación social y política crea, legisla apoyado en leyes que proceden del mismo poder absoluto real, como pragmáticas, reales cédulas, autos acordados, nunca leyes dadas en Cortes y empleando una doctrina jurídica favorecedora de sus propios intereses. En el siglo XVIII la situación sigue más o menos igual, pero el levantamiento económico va a influir en el cambio con los nuevos modos que se tratan de implantar por los partidarios de la Ilustración. En este contexto y en este siglo ya hemos visto como en el concierto nacional Sevilla, en el entorno de su Real Audiencia y bajo los auspicios de su Colegio de Abogados va a marcar una punta de lanza avanzada en todo el siglo que finaliza ya entrado el siglo XIX con la publicación del Código Penal de 1822, el primer cuerpo de leyes que ordena definitivamente el caos de la legislación penal vigente hasta entonces, la humaniza y sienta las bases definitivas de las garantías procesales necesarias para una buena y justa administración de justicia. Y es que Sevilla ha tenido siempre, desde la implantación por San Fernando del primer tribunal de justicia en la ciudad, después de la Conquista, una clara y decidida vocación por la justicia.

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