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El Abogado ante los medios de comunicación social. Análisis juridico y deontológico

I. Introducción

“Es un crimen desorientar a la opinión pública, utilizar para una campaña mortal a esa opinión pública que han pervertido hasta lograr que delirara (…)

El caso no ha comenzado hasta hoy, pues sólo hoy, las posiciones están claras: de un lado, los culpables que no quieren que se haga la luz; del otro, los justicieros que darán su vida por que se haga. Lo dije en otro lugar y lo repito aquí: cuando se oculta la verdad bajo tierra, ésta se concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que estalla, salta todo con ella. Ya veremos si no acaba de fraguarse más adelante el más estrepitoso desastre.”

“…los ministros jugaron con las palabras, los periódicos oficiosos mintieron con vehemencia, la instrucción del caso se realizó casi a ciegas, con exasperante lentitud…”

Hemos extraído estos párrafos que en su día fueron publicados en un medio de comunicación social y a los que más tarde nos referiremos con más detenimiento, para que, con carácter introductorio, iniciemos esta sucinta exposición que pretende presentarse como la expresión de una preocupación personal y profesional sobre un tema que, muy recurrentemente, aparece analizado desde distintas posturas y perspectivas.

Nos ha parecido apropiado presentar una visión más amplia, que no esté circunscrita a los llamados “juicios paralelos”, distinta a las discusiones doctrinales sobre las posibles lesiones al derecho fundamental de la presunción de inocencia y separada también de esa realidad cotidiana que nos ofrecen las filtraciones de conocidas instrucciones procesales.

Nos centramos, por tanto, en el estudio de los efectos y consecuencias de la actividad informativa sobre los procesos judiciales y sobre el Poder Judicial. Entendiendo que esta realidad social –porque no podemos negar su existencia y su debate en la sociedad-, como otras problemáticas que nos afectan hoy día, no pueden abordarse desde un único departamento, con un único código o desde una única perspectiva, sino que, si realmente se quiere atacar el conocimiento de la problemática, ha de saberse que es una cuestión abierta en la que confluyen códigos de distinta naturaleza, es decir, normas de naturaleza legal aplicables a la cuestión (penales, civiles o administrativas) pero también códigos deontológicos o de conducta que rezuman responsabilidades profesionales de periodistas, abogados o empleados públicos, como queriendo forjar una ética global para un mundo globalizado. Estas afirmaciones se acreditan por sí mismas ante la inexistencia de una única instancia especializada capaz de abordar todas las cuestiones suscitadas.

En definitiva, nos encontramos ante una materia que se extiende a distintos niveles y en diversos grados, que parece conducirnos a crear una base de interdisciplinariedad y a la búsqueda de medidas de naturaleza transversal.

II. La eterna necesidad de conciliar transparencia y secreto

La emanación popular de la justicia que consagra el artículo 117 de nuestra Constitución, junto a la previsión de unas actuaciones judiciales públicas recogidas en el artículo 120 y coronado, todo ello, con el derecho a un proceso público, elevado a la categoría de derecho fundamental en el artículo 24, nos dibuja una Justicia necesariamente pública, al más puro estilo kantiano.

Pero todos sabemos que no sólo de publicidad vive la Justicia, sino que también es preciso preservar y defender, entre otras cosas y a toda costa, la independencia del Poder Judicial. Además, en todo proceso, existirán otros bienes jurídicos igualmente dignos de protección a través de una obligada, legítima y lícita reserva. El binomio publicidad- reserva induce a bosquejar una compleja ponderación de bienes e intereses.

Por lo tanto la deliberación pública ajena al procedimiento, es decir, el debate y el ejercicio de razonabilidad del público, destinados a hacer brotar la opinión pública, necesitan, para su génesis, la aportación de ciertos contenidos de información, sencillamente, porque, sin información, no se puede deliberar ni, mucho menos, opinar.

En este caso, si la información que recibe el ciudadano no es rigurosa, carece de veracidad o no está debidamente contrastada y no cuenta, al menos en grado mínimo, con el necesario contrapeso de la contradicción –que, como bien sabemos, sólo se alcanza plenamente a través del proceso judicial-, es obvio que la influencia y el poder que ejerzan los medios de comunicación social sobre el destinatario de la información, le conducirán a unas conclusiones distintas a la del juzgador. Sencillamente porque no es fácil llegar a conclusiones iguales por caminos distintos e incompletos.

En consecuencia, no debe extrañar a nadie que una cierta decisión judicial sorprenda porque se aparte de las conclusiones apriorísticas y valoraciones que el ciudadano de a pie, ajeno al proceso pero creyéndose puntualmente informado, ha obtenido después de reflexionar sobre lo publicado. Pues el juzgador ha resuelto sobre la base de una información infinitamente más amplia, apoyado en la inmediación de la práctica probatoria y desde la experiencia y cualificación que otorga su posición y las misiones encomendadas.

Por ello, con la prudencia y la cautela que el tema requiere, debemos detenernos y pensar, no vaya a ser que, en ese ánimo de acercar la Justicia al pueblo, pueda ocurrir un día que, sin darnos cuenta, rebasemos ciertas líneas que no deben cruzarse y acabemos separándola en lugar de propiciar un acercamiento.

Recordemos que el 16 de abril de 2002, el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó, con la unanimidad de todos los grupos parlamentarios, la Carta de Derechos de los ciudadanos ante la Justicia, de la que extraemos -para el concreto aspecto que comentamos- que el ciudadano ha de recibir información general y actualizada sobre el funcionamiento de los juzgados y tribunales, sobre las características y requisitos genéricos de los procedimientos judiciales, y se reconoce el derecho a recibir información transparente sobre el estado, la actividad y los asuntos tramitados y pendientes de todos los órganos jurisdiccionales de España(1). Todo ello, según recoge el propio documento, debía ser canalizado a través de un Plan de Transparencia Judicial.

Más adelante, la tercera parte de la Carta de Derechos se ocupa del marco deontológicamente correcto que debe presidir la relación de confianza que liga al Letrado con su cliente, del que subrayamos, por la correspondencia que guarda con nuestro modesto propósito investigador, el derecho del ciudadano a la protección de los datos e informaciones que los clientes revelen o confíen a su Abogado. Un derecho que se protege –como sabemos- a través de la exigencia de un riguroso secreto que debe guardar el Abogado en esta materia y en el ejercicio de sus funciones(2).

Transcurridos tres años y medio desde la aprobación de la mentada Carta de Derechos, mediante Resolución de la Secretaría de Estado de Justicia, se publicó el Plan de Transparencia Judicial(3) y encontramos que, entre los principios de dicho Plan, se recoge que: “visto el carácter de derecho fundamental que se otorga a la publicidad del proceso y los objetivos que la publicidad de los juicios trata de cumplir, no debe olvidarse tampoco que la protección del derecho de los justiciables y la necesaria imparcialidad de los jueces puede aconsejar la reflexión colectiva de la sociedad acerca de los límites de las libertades de expresión e información en determinados supuestos, al no existir en España protección especial alguna frente a los juicios paralelos más allá de las acciones que puedan ejercitarse al amparo de lo establecido en la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen o, en el orden penal, de las acciones por delitos de injurias o calumnias o las acciones para perseguir los delitos cuando los datos o imágenes de las personas para su posterior difusión se hayan obtenido ilegalmente. La transparencia judicial, pues, en su vertiente de publicidad del proceso, no debe perder de vista la necesaria protección de derechos e intereses legítimos que puedan verse afectados por la falta de autorregulación de los medios de comunicación sobre los límites que no han de sobrepasarse en una sociedad avanzada.”(4)

En nuestra opinión, este párrafo pone el dedo en la llaga y nos permite identificar tres importantes puntos de apoyo para el análisis del tratamiento informativo de las actuaciones judiciales, como problema que, finalmente, afecta a la sociedad en su conjunto.

Primero, la necesaria reflexión acerca de los límites de la libertad de expresión y de información. Una reflexión que debe conducir, previamente a la fijación precisa de límites, a la proclamación de la necesidad y a la investidura de la legitimidad democrática y ética de la existencia de aquellos límites. Es así como debe calar en la conciencia de quienes difunden la información. Una conciencia que no es otra cosa que la aprehensión interior y reflexiva de la concurrencia y, consiguientemente conciliación, de otros derechos y libertades personales o colectivos también necesitados de tutela y protección. En definitiva la lección del profesor Tomás y Valiente en su obra “La conciencia del límite”(5) que, en este Plan, se materializa en “la protección del derecho de los justiciables y la necesaria imparcialidad de los jueces”, pero que no son los únicos bienes jurídicos necesitados de protección a través de los límites invocados. Por eso, más adelante, el propio Plan nos dice que la transparencia judicial, como vertiente de publicidad del proceso, no debe perder de vista la necesaria protección de otros derechos e intereses legítimos.

Segundo, la falta de regulación jurídica de que adolece España más allá de la citada Ley Orgánica 1/1982 o de las –también nombradas- acciones penales por delitos de injurias, calumnias o por captación ilícita de datos e imágenes, y a las que nosotros nos permitimos añadir que un Abogado que revela indebidamente datos del sumario, puede llegar a sufrir una corrección consistente en una multa que oscila entre 250 y 2500 pesetas (sic).(6)

Y tercero, la ausencia de autorregulación de los medios de comunicación social como mecanismo de señalamiento de los límites que no ha de sobrepasar una sociedad avanzada.

Consideramos necesario detenernos brevemente sobre este tercer punto al coincidir en la necesidad de la existencia de esos límites; porque una sociedad abierta y avanzada sabe dónde acaba la información y dónde empieza el espectáculo y la especulación tendenciosa. Pero estamos hablando de regular derechos fundamentales y la autorregulación, por mucha trascendencia pública que le otorguemos, no puede tener encomendada la tarea de establecer límites a aquellos derechos fundamentales que aparecen en esta temática. Pues, la complejidad ética y técnica de la materia, la necesidad de contar con el experto para establecer las normas reguladoras, no puede conducirnos a la paradójica e irónica situación de que “los conductores nos autorregulemos los límites de velocidad o los índices de alcohol en sangre. Como no debemos confiar en que las industrias por sí solas controlen ellas mismas sus vertidos y sus emisiones al exterior”. Se quiere decir, que la autorregulación no puede ignorar al Estado ni los principios y valores que el Estado está obligado a salvaguardar.

Que la autorregulación se fragüe en la sociedad –mejor dicho, en determinados sectores sociales- no significa que con ello queden garantizados todos los derechos e intereses de la sociedad en su conjunto y de todos los individuos que la integran(7).

III. Las intervenciones de los abogados en los medios; razones y finalidades

¿Cómo debemos iniciar el estudio del tratamiento informativo que ha de otorgársele a los asuntos de justicia desde la perspectiva del ejercicio de la abogacía? ¿Por dónde iniciamos nuestra investigación para conocer qué está permitido o qué no está permitido en nuestras relaciones con los medios de comunicación social?(8)

Desde un punto de vista normativo, la cuestión se resuelve fácilmente: pues la Constitución consagra, en su artículo 20, el derecho a emitir y recibir información veraz por cualquier medio y el propio precepto, en su apartado cuarto, establece como límites el respeto a los derechos que se reconocen y se garantizan a lo largo del Título Primero.

Por otra parte, ni en el resto del ordenamiento jurídico, ni en los Códigos Deontológicos de la Abogacía Española y de los Abogados en la Unión Europea, encontramos expressis verbis una prohibición, limitación o recomendación deontológica relativa a la aparición o intervención de los abogados en los medios de comunicación.

Pero todos sabemos que una cosa es el límite de lo exigible, cuyo borde exterior, una vez superado, nos sitúa asomados a la negligencia y otra bien distinta es la legítima pretensión de alcanzar la máxima calidad. En definitiva, no se trata de caminar por el borde de lo permitido en equilibrio estresante, sino por el contrario, alejarnos de él y alcanzar las más altas cotas de calidad, de excelencia y, por ende, de tranquilidad. Porque aquí reside, a nuestro juicio, el basamento de la ética profesional.

En el año 2007, en una mesa redonda celebrada en el Consejo General de la Abogacía Española –en adelante CGAE-(9), se expusieron afirmaciones como que:

“en ocasiones los abogados intentan presionar para publicar una u otra información, puesto que puede influir en el proceso(10) ”; que:

“…muchos abogados ”(11);

o que: “…es normal que los abogados acudan a los medios de comunicación para intentar ganar sus casos ante la opinión pública porque así es más fácil lograr una victoria en los tribunales”.(12)

Sobre la base de estas palabras podemos intuir tres ejes de progresión hacia el conocimiento del asunto: en primer lugar, podemos entender que el abogado utiliza su intervención en los medios de comunicación social como plataforma gratuita de promoción de su despacho, en cuyo caso tendrá que ser muy prudente en sus manifestaciones para no revelar datos que figuran en el sumario y que no deben ser difundidos –hipótesis menos peligrosa a tenor de la insignificante respuesta sancionadora vía artículo 301 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal-, pero también tendrá que ser cauteloso y prudente para no revelar datos y aspectos que sólo ha podido conocer a través de las conversaciones con sus clientes –hipótesis muy peligrosa en cuanto que, un desliz, supondría la quiebra del secreto profesional- o también que el cliente no se muestre receloso con el protagonismo mediático del asunto que, si bien pudiera otorgar un minuto de gloria a su Letrado, no satisface de igual manera a la víctima, al acusado o al ciudadano parte de un litigio.

En segundo lugar, pudiera entenderse que la intervención en los medios de comunicación social forma parte de la estrategia de defensa del Letrado al utilizar la capacidad de persuasión del tratamiento informativo del asunto como palanca multiplicadora de los efectos de sus tesis en beneficio de su cliente. En definitiva, conseguir nivelar -a través del denominado “efecto mediático”- unos resultados que en la contienda legítima del estrado hubiera presentado serías dudas de éxito. Aquí radica, a nuestro juicio, la esencia del perfil más perjudicial de los llamados “juicios paralelos” y, si en éstos participa el Letrado, es preciso recodar que la defensa que el ordenamiento jurídico atribuye al Abogado, ha de ejercerse desde la ciencia y técnica jurídica y no mediante el empleo de otros medios(13).

Este efecto negativo, o efecto colateral, padecido por la actividad juzgadora que recae en el Poder Judicial, producido por la actividad informativa, que ejerce, legítimamente, el denominado “cuarto poder” (no previsto como tal poder en la organización del Estado, pero del que no podemos negar su incuestionable papel mediador, fiscalizador y de contrapeso del resto de poderes) es un efecto muy difícil prever y regular.

Si pudiéramos crear una regulación jurídica de alta precisión, podría delimitarse la cuestión con las suficientes garantías como para que otras áreas vitales no resultaran afectadas. Pero al no disponerse de un bisturí tan fino, lo principal es delimitar con claridad un área de máxima protección que tutele principios tan decisivos como la igualdad de armas, la inmediación y, sobre todo, el principio de contradicción. Estas zonas de especial resguardo -que el bien común y el interés general aconsejan mantener y reforzar continuamente- se deslindan mediante el Derecho. Pero también a través de la cohesión moral, una especie de ética compartida, que, creemos, puede lograrse a través de la multidisciplinariedad y a través del conocimiento mutuo.

El tercer y último eje de progresión al que aludíamos, es la posibilidad de que el Letrado, cargado de buena fe y ávido de verdad, justicia y equidad, acuda a los medios de comunicación para intentar remediar en lo posible, la desinformación relativa a su asunto. Es un acto no sólo lícito y legítimo, sino plausible y admirable, por el noble intento de curar o remediar una confluencia de verdades incompletas y de hipótesis inadmisibles. Aquí el Letrado ejerce una defensa a ultranza del derecho a recibir información veraz.

Creemos que no será un camino exento de obstáculos porque se encontrará con la dificultad real, práctica, del ejercicio del derecho a difundir información veraz en condiciones de igualdad.

No olvidemos que los medios de comunicación también son empresas que, sobre la base del beneficio y encaminándose hacia el legítimo objetivo del lucro, otorgan más importancia o alcance a unas declaraciones más espectaculares, más impactantes, más trágicas o más morbosas que a otras. Lo inquietante es que – no infrecuentemente- la selección de las intervenciones o las declaraciones que se publican se hace amparados en la libertad de expresión y de información o enarbolando la bandera de la necesidad de contar con una sociedad bien informada.

Por una parte, el derecho fundamental a la información invita a pensar que todo debe ser publicado. Y no faltan razones para ello. Desde un punto de vista eminentemente kantiano, toda pretensión jurídica contiene la posibilidad de la publicidad, porque sin ésta no hay Justicia, pero tampoco habría Derecho, y -según Kant- éste se otorga desde la Justicia. Por lo que la capacidad de publicación, la publicidad, debe residir en toda pretensión jurídica.

Con un punto de vista más flexible y sosegado, el propio Código Deontológico Europeo de la Profesión Periodística reconoce que “desde la empresa informativa la información no debe ser tratada como una mercancía sino como un derecho fundamental de los ciudadanos”(15). Y más adelante señala que “en el ejercicio del periodismo, las informaciones y opiniones deben respetar la presunción de inocencia principalmente en los temas que permanecen sub judice, excluyendo establecer juicios paralelos.”(16)

En conclusión, la multidisciplinariedad y el conocimiento mutuo permitiría compartir, a nuestro juicio, una conciencia ética de los límites, valores propios de una sociedad abierta y plural, donde cada actividad –abogacía, periodismo, Administración de Justicia- produzca los bienes y servicios que están llamados a aportar a la vida común con exquisito respeto a los derechos y libertades de todos los ciudadanos. Así, el ciudadano percibiría el auténtico servicio público que le presta tanto el tercer poder como el “cuarto poder”.

A propósito de todo ello, los párrafos que ofrecíamos al inicio de este análisis fueron publicados en el periódico parisino L´Aurore. El primer entrecomillado forma parte de la conocida carta abierta de Émile Zola al Presidente de la República Francesa, titulada “J´Accuse” de fecha 13 de enero de 1898. El segundo fue publicado el 16 de julio de aquel año, en el mismo periódico y por el mismo autor.

Tal vez formen parte del primer juicio paralelo o, acaso, no responda de manera ortodoxa al concepto de “juicio paralelo” porque, aquí, primero se dejó hablar a la Justicia. Pero sea una cosa u otra, el conjunto de estas publicaciones lograron que M. Dreyfus, un Oficial de Artillería francés, un inocente condenado a cadena perpetua, fuera puesto en libertad. Abandonó –gracias a lo publicado- la celda inmunda que ocupó durante cinco años en la Isla del Diablo (Guayana francesa)(17).

Notas

1. Derecho número 1 y 2 de la Carta.

2. Derecho número 36.

3. Aprobado por Acuerdo de Consejo de Ministros de 21 de octubre de 2000 (BOE núm. 261 de 1-nov-2005).

4. Pág. 35732 del BOE. El subrayado es nuestro.

5. Tomás y valiente, Francisco. A orillas del Estado. Madrid. Ed. Taurus. 1996. Págs. 112-113.

6. Artículo 301 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

“Las diligencias del sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral, con las excepciones determinadas en la presente Ley. El Abogado o Procurador de cualquiera de las partes que revelare indebidamente el secreto del sumario, será corregido con multa de 250 a 2.500 pesetas.”

7. En este sentido Vid. Esteve Pardo, José. Autorregulación. Génesis y Efectos. Aranzadi. Navarra. 2002.

8. En palabras de Sánchez Stewart, Nielson. “Qué puede un abogado contar a un periodista (y qué no puede…)”. En: Abogados. Revista del CGAE. Nº 63. Nov. 2010. pág. 38.

9. Vid. “La presunción de inocencia y el poder de los medios de comunicación, a debate” En: Abogados. Revista del CGAE. Nº 47. Dic. 2007. pág. 13.

10. Ibid. Palabras atribuidas a Ángel Expósito, director de Europa Press.

11. Ibid. Declaración del ex presidente del Consejo de la Abogacía Europea y antiguo decano del Colegio de Abogados de París, Bernard Vatier.

12. Ibid. Declaraciones del presidente de la Comisión de Relaciones Internacionales del Consiglio Nazionale Forense italiano, Aldo Bulgarelli.

13. Sánchez Stewart, Nielson. Op. Cit. Pág. 39.

14. Kant, Immanuel, Sobre la paz perpetua. Tecnos. Madrid 2008. Pág. 61.

15. Este Código deontológico fue aprobado unanimidad el 1 de julio de 1993, mediante Resolución La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. Este contenido se encuentra inserto en el Principio 15.

16. Ibid. Principio 22.

17. “Victimización Policial: Prolegómenos a un estudio crítico pionero en su género” Mikunda-Franco, E.; en: Manual de victimización policial de Rodriguez Carrillo, L. Edit. CEP, Madrid 2004. Pág,s 11-15.

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