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Apellidos

Es tan variopinto el trozo de la Humanidad…

Es tan variopinto el trozo de la Humanidad que traspasa los umbrales de los Juzgados, son tan dispares las situaciones que se producen, es tan amplio el catálogo de actitudes, son tan disímiles las reacciones, es tan rico el muestrario de términos y expresiones, es, en fin, tan ancho y hondo el mundo de sentimientos y temores que se mueve en torno a la Justicia, que es inevitable que, junto al drama que viven muchos de los que, muy a su pesar, son protagonistas de los procesos, broten las inocentes florecillas de los episodios jocosos. La colección de estos últimos es lo que constituye una de mis aficiones, que, mientras la autoridad colegial lo permita, me placerá seguir compartiendo con mis compañeros a través de esta “Contraportada”.

A las veces, la situación divertida tiene su raíz en algo tan poco estimulante para el humor como los apellidos de las personas. Cierto es que hay algunos apellidos que, por su especial significado en el orden normal de la vida, mueven a la sonrisa. Otros, en cambio, por su raridad o difícil pronunciación, más bien provocan asombro e incluso puede que hasta cierto enojo, si uno se ve en el trance de reproducirlo y se le resiste. Y la verdad es que la concurrencia, en un mismo acto o situación, de más de un apellido de los que podríamos llamar “raros” da lugar a lances tan peregrinos como el que me propongo referir hoy.

Tengo dicho y repetido que, con escasas salvedades, en esta página no mencionaré nombres propios. Los protagonistas de los sucedidos que aquí se relatan son siempre, o casi siempre, innominados. Ello empero, esta vez -aunque no sea la primera ni posiblemente vaya a ser la última- se va a producir una excepción, y es obligado que se produzca porque, en otro caso, tendría que romper el papel y empezar otra historia. El quid del relato está precisamente en los apellidos de quienes pasivamente lo protagonizaron. Y éstos fueron dos queridos compañeros que aquí van a figurar con sus nombres y apellidos, para lo que cuento con su anuencia, expresa la del uno y tácita la del otro; tácita, pero segura.

Ocurrió en una Sala de nuestra Audiencia Provincial. Se iba a celebrar una vista para enjuiciar la conducta, presuntamente delictiva, de un súbdito del Rey de Marruecos. Además del fiscal, iban a intervenir dos letrados, uno asumiendo la defensa del presunto y otro ejerciendo la acusación particular. Actuaba un secretario de Sala recién llegado a Sevilla, que no había tenido tiempo de conocer a los profesionales de nuestra ciudad.

Todo dispuesto para comenzar el acto supremo del plenario, el secretario se aprestó a encabezar el acta, a cuyo fin preguntó al reo cuál era su nombre.

– Mohamed Al Adjamad Diqia Redham.

El buen hombre, ante aquel mareo de letras, hubo de rogar al morito que deletreara su gracia y la compaña. Claro es que la torpe dicción del moreno y su nada despejado caletre contribuyeron a hacer especialmente penosa la transcripción de su nombre. Por eso fue perceptible el suspiro de alivio que escapó de los labios del secretario cuando terminó aquella tarea. Ya sólo le restaba trasladar al papel los nombres de los abogados, labor que se prometía tan sencilla como era habitual.

– ¿Me dice el letrado su nombre, por favor? –inquirió de uno de ellos.

– Maximiliano Pflüger Riejos.

La desolación se dibujó en el rostro del secretario al oír lo que oyó. Sabía que cualquier intento de reproducir aquellos apellidos sería vano, por lo que de nuevo acudió a la súplica:

– ¿Será tan amable de deletrear su nombre?

Ya sólo faltaba consignar la presencia de un letrado. El fedatario lo miró a la cara y pensó para sus adentros que por fin aquél se llamaría López Martínez o Pérez Sánchez, o algo parecido. Se dirigió a él, totalmente confiado.

– ¿Su nombre, por favor?

– Enrique Rotllán de Zbikowski.

Antes de que el pobre secretario comenzara a mesarse los cabellos, nuestro colega, generosamente, le ofreció:

– Ánimo, que le voy a deletrear.

Es verdad que algunos apellidos o son poco comunes…

Es verdad que algunos apellidos o son poco comunes o encierran especiales reminiscencias. Recuerdo el día en que un grupo de compañeros esperábamos turno, a la puerta de una Sala de Vistas, para asistir a los juicios en los que habíamos de usar nuestras mejores armas dialécticas para que las Compañías de Seguros que defendíamos pagaran lo menos posible o no pagaran nada. Como era habitual, se congregaba allí un buen número de personas, entre justiciables y testigos, que, con su incesante cháchara producían un ruidoso run-run. El agente judicial los iba llamando a medida que debían ir pasando al interior de la Sala. Por ignavia o por comodidad, sólo los convocaba por el nombre y el primer apellido, siempre con voz potente y clara:

– ¡José Santisteban!

– ¡Rafael Martín!

Así sucesivamente, elevando su voz sobre el rumor que se extendía por todo el vestíbulo. Nadie, excepto el interesado, prestaba atención a las llamadas, hasta que tocó el turno a un nuevo justiciable o testigo.

– ¡Francisco Franco! – gritó el agente.

El rumor cesó en el acto. Todos los presentes enmudecieron. Incluso la lividez asomó a algún rostro.

Volvió a dejarse sentir el run-run de las charlas cuando un señor corpulento, con la pelleja tostada por todos los soles del campo y abrigado con recia pelliza, respondió con cierta timidez:

– ¡Servidor!

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