Seleccionar página

Antítesis entre el ideario del «tecnócrata» y del abogado

La llamada de la Abogacía comporta la asunción de un elenco de valores que el devenir de la historia ha ido compilando, acrisolando, conformándola en el sacerdocio con que aflora en nuestros días, dado que ante todo es un ofrecimiento de la existencia personal en pos de la Justicia, máximo principio que debe guiar la conducta del jurista.

El jurisconsulto no sólo debe vivir, sino también advertir para qué vive.

Así se exhortan, de este penitente consagrado, virtudes como la lealtad, honestidad, probidad, pundonor, honradez, integridad, rectitud, dignidad, decoro, honorabilidad, ecuanimidad, escrupulosidad, seriedad, diligencia, veracidad y confidencialidad, ejerciendo su actividad bajo vitales premisas de independencia y libertad, teniendo por estandarte el estudio del Derecho.

Será en la peregrinación del jurista, por el sendero de su vocacional labor, cuando atisbe la axiomática dicotomía entre el mero empleador, aplicador, o acomodador de la ley, y aquél que se encuentra en inquebrantable exploración de la Justicia, como auxiliar activo e indispensable en la administración de ésta .

Precipitadamente todos concebimos el arquetipo de un «tecnócrata» y el del abogado virtuoso, de forma tal que proyectamos la alegórica representación del “operario de la ley” (por cuenta propia o ajena), despreocupado, aislado e inconexo de los problemas que le asedian, acotando su proceder al simple servicio de la norma, y percibimos a ese jurista como forjador de canales que acerquen su embarcación a la costa de equidad.

Empero nada más lejos y estereotipado del escenario en que a diario nos desenvolvemos, pues los sujetos con los que nos topamos invariablemente, suelen ser híbridos de ambos prototipos, con independencia de su ubicación y desempeño profesional, si bien, no está de más la antedicha visualización, pues nos servirá de brújula al navegar por esta disertación.

Así, y en principio, el abogado debe auspiciar el examen de las normas que se dictan, en vez de limitar su campo de actuación, sobre un preciso asunto encomendado, a hallar y suministrar la norma al cliente.

Veamos un ejemplo que nos pueda clarificar y posicionar.

Sorprende que al toparnos con una expropiación forzosa, todos los “técnicos” acudan rauda y expeditamente a los métodos que le dicta el ordenamiento jurídico, vigente al supuesto fáctico, y algunos «tecnócratas» asientan con los resultados que en ellos se reflejan sin cuestionarlos, con olvido, quizás, del fundamento del que traen su causa.

A saber, toda privación coactiva de un bien, para beneficio de la colectividad por un concreto interés general, no debe ser en perjuicio, ni, consecuentemente, en beneficio, del afectado, sino que ha presidir la idea equidistributiva, es decir, que la compensación económica (el quantum) que perciba por esa privación sea de cuantía suficiente y necesaria como poder recibir, a cambio, un bien de las mismas características o parejas de las que es desposeído, pues nadie debe ser condenado en beneficio de los demás con una especie de «donación impuesta» o «confiscación parcial» de su bien.

De ahí que un método de cálculo no deba ser más que una fórmula aritmética como medio apto que nos proporcione un resultado justo, pero si se evidencia que no fuere ecuánime ni suficiente («justiprecio»), habrá que acudir a otras formas de tasación hasta topar con el producto más acorde y ajustado al precio imperante en la sociedad, dado que dicha persona no es la causante (él y sólo él) de las expectativas que se vierten sobre el importe de un bien. Y si esto se considera lo congénito, racional y natural ¿por qué se sigue aplicando una norma técnica injusta, a sabiendas, en vez de perseguir el ideal de imparcialidad?.

El fin de la norma puede estar más o menos claro, dado que se ansía que las expropiaciones cuesten menos dinero al erario público. Empero si ello conlleva una merma patrimonial en detrimento del administrado, por el despojo singular retribuido parcialmente, en base a dicho ideal de Justicia, es por lo que no debería utilizarse ese concreto método de cálculo, por muy positivado que esté, según hemos asentado.

En esta conjetura, ese fin, sí justificaría el medio empleado (“menor coste en las adquisiciones coactivas”), pero dicho objetivo es, en sí mismo y “ab initio”, injusto.

El problema que subyace, entonces, es el desconcierto que discurre entre las avenidas por la que transita nuestra profesión, dado que ya, de por sí, encontrar la norma de aplicación es una ardua labor, y jamás se desvía uno tanto como cuando cree conocer el camino. Es más hoy con la atropellada porfía y furor de engendrar nuevos cuerpos legislativos , parece decaer y soslayar el aforismo, y a la vez precepto, según el cual la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento , pues resulta casi quimérico conocer, concebir y analizar todas las normas que manan .

No obstante, el Jurista no puede ni debe quedarse ahí, en la simple localización del precepto que presumiblemente sea de aplicación, propio del hipotético e irreal paradigma antedicho de «tecnócrata», sino que habrá de perseguir y desenmascarar la elucidación más acorde a dicho ideal de justicia del asunto sometido a su consideración, como erudito del derecho.

Es ahí cuando entra en juego la trama de la formación y el estudio, tanto en su vertiente individual, como colectiva, que debieran forjarse sempiternos y forzosos.

Partiendo de la concepción singular, privada y personal, exponer que algunos, por desgracia, abogan por idolatrar el adagio según el cual, “lo importante no es saber, sino tener el teléfono del que sabe”. Sin embargo, este proceder conlleva, indefectiblemente, el declive del pseudo-profesional, pues dicho obrar se convierte en hábito, lo consuetudinario en ordinario, y lo usual torna en ordinariez. Es sintomático que «el saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan» (Arturo Graf). Nuestro refranero ya lo reconoce al prescribir que «libro cerrado, no saca letrado», aunque ello tiene enmienda, pues «en la mayoría de los casos la ignorancia es algo superable» (Huxley). Pero no deja de sorprender que algún «tecnócrata» (o aparente profesional), exponga, en puntual reunión, abierta y ligeramente,…, “bueno de esta materia no tengo ni idea, pero yo entiendo que…”. ¿Cómo pretende asesorar a un cliente, sin merma de los axiomas que deben regir su proceder y de la imagen del colectivo al que pertenece, si se ignora la materia sobre la que se discute?. No es lo mismo vivir del cliente, que prestar un recto y leal servicio al cliente.

Exponía Aristóteles que «todos los hombres desean por naturaleza saber», si bien, y atreviéndonos a alterar el verbo “deseo”, por el de “necesitar”, podremos acotar parte del núcleo central de la presente alocución, dado que todos los profesionales del derecho estamos motivados por una exigencia, toda conducta es realizada por la carga de satisfacer cualquier impulso que sea o pueda resultar satisfactorio. Entonces, si basamos nuestra visión desde esa perspectiva, podemos decir, que el hombre necesita saber por naturaleza, y en el supuesto del abogado ello se precisa superlativamente, pues el saber te modifica como individuo, el saber transforma tu quietud emocional, el saber te forja, el saber te hace existir, el saber te hace ser humanista y persona.

Resulta importante destacar que el aprendizaje es una tarea, en principio, personal, en la que nadie nos puede suplantar y a la que debemos dedicar un tiempo razonable que nos permita modernizar y optimizar los conocimientos. Resulta desalentador cuando escuchamos: «yo ya estudié todo lo que tenía que estudiar».

También es cierto que a mayor estudio, mayor certeza de la ignorancia, pues contra más preparación se adquiere, se incrementa correlativa y progresivamente la evidencia del vasto campo que resta por descubrir, y lo que debe forjar al Abogado debería ser, no tanto el saber, sino el encanto de dudar, indagar, reflexionar, optimizar y pulir. Hay que estudiar mucho para saber poco. De ahí que la investigación y la curiosidad sean como la Luna, pues cuando no crece mengua, eso sí, sin desdeñar que “un pedante es un estúpido adulterado por el estudio” (Miguel de Unamuno).

Es de suma utilidad recordar el método empleado por los bushi (hombres de guerra) o samuráis del Japón, ilustrados y cultos . Al samurái se le enseñaban dos artes marciales primordiales: la esgrima, o “Ken-jutsu” (del que procede el “Kendo”) y la lucha de manos vacías, denominada “Ju-Jitsu” o su anterior y más antiguo “Yawara-jutsu”. Por estos samuráis se aprendía la técnica de esas artes marciales, para después, una vez ésta aleccionada, dejar fluir instintivamente sus movimientos. Es decir, ya interiorizada la técnica, ponían en armonía hemisferios derecho e izquierdo del cerebro (estado “alfa”) al objeto de percibir mayor información del adversario (la racional y la intuitiva).

Esta técnica puede ser utilizada por el jurista, por cuanto una vez vencida la batalla de la averiguación y concebido el contexto de las normas aplicables al supuesto de hecho presentado ante nuestro impávido rostro, es cuando debemos alejarnos del árbol para divisar el bosque en su integridad, y consagrar a nuestro discernimiento el que fluyan las bases, fundamentos y raciocinio que deben aprovecharse en favor del objeto de nuestro análisis, encauzado bajo al albor de la Justicia.

Esa praxis es la que ha de llevar a este afanoso arqueólogo del Derecho a entrometerse y profundizar en la norma, que no limitarse a emplearla, y llegar a percibir donde los demás no ven. De tal forma que el éxito del profesional vendrá determinado por la realización progresiva de un objetivo a la luz del crisol de la Justicia, debiendo gozar con el camino, más que con el resultado.

«Hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir nunca ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río; si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa» (José Saramago).

Asimismo debe presidir el paradigma de la permanente actualización y formación «porque uno nunca termina de saber las cosas que debería saber y no solo porque los legisladores y los autores de reglamentos deciden modificarlos cuando los anteriores llevaban escaso tiempo en vigor» (Luis Díez-Picazo). Innovaciones normativas que padecemos y que flaco favor prestan a la sociedad al vedarse, de facto, al administrado de un, al menos, exiguo y preciso coto de seguridad jurídica.

No está de más citar aquí a Marguerite Yourcenar cuando aseveraba que «las leyes cambian menos rápidamente que las costumbres; son peligrosas cuando quedan a la zaga de éstas y aún más cuando pretenden precederlas», que es lo que parece acontecer en nuestros días.

Los crónicos y copiosos cambios legislativos que se van produciendo en las diversas ramas del derecho, la exigencia cada vez mayor de profundizar en los diversos campos del ámbito jurídico, acabarán casi inexorablemente en la especialización profesional del abogado, y, consecuentemente, ello hace prácticamente irrefutable la necesidad de la formación continua de los mismos.

El legisperito debe continuar aleccionándose de manera constante, perseverante y periódica; una formación que le mantenga al día en sus conocimientos, y conserve y aumente su eficacia jurídica. La práctica no nos depara más que la afiliación a lo automático, mecánico e irreflexivo de lo que repetimos cotidianamente, pero no la sapiencia para hacer frente al caso que surge cuando estamos tan incapacitados y tan bisoños como cuando nos empezaba a brotar la barba.

Si bien, puntualicemos que la continua formación no sólo pretende el provecho de nuevas enseñanzas, conocimientos y teorías, sino el decidido afianzamiento de los ya adquiridos.

Todo abogado debe poner al día, reponer y acrecentar, de forma corriente y continuada, sus conocimientos. Esta exigencia de actualización y ampliación es intrínseca al propio ejercicio profesional y, consecuentemente, no es exclusivamente responsabilidad individual del letrado, sino que lo debe ser, además, del propio Colegio al que pertenece, el cual debe facilitar los medios para lograr dicho fin . Así, se hacen imprescindibles los programas de formación interna colegial (actualización jurídica, ponencias, curso y seminarios de otras disciplinas), como la oportunidad de asistir a congresos y seminarios nacionales e internacionales, para impregnarnos de las diversas visiones y matices de nuestra profesión en el resto de países de nuestro entorno.

El mundo se ha empequeñecido, «la distancia muere» (Francess Cairncross), interrelacionándose económica, social y políticamente (la “aldea global” según McLuhan). Las locuciones de «abogado europeo» y «abogado internacional» se hacen más factibles y cotidianas. La libertad de establecimiento, no fácilmente aplicable a los abogados teniendo en cuenta la disparidad y divergencia de sistemas y organizaciones, sin embargo es ya una realidad en Europa.

Tal es la preocupación por la constante formación y preparación de los profesionales de la Abogacía, que se refleja explícitamente en textos internacionales (como, por ejemplo, en los Principios Básicos sobre la Función de los Abogados –VIIIº Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente -, o la Directiva 2003/59/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de julio de 2003 ), e incluso llegando a pronunciarse una recomendación por parte del Consejo de la Abogacía Europea (CCBE en 2003) en la que positivamente se hace alusión a “la formación continua”, aprobando un «modelo marco» para la misma (2006). En el mismo sentir, nuestro legislador estatal trata de cubrir esta necesidad detectada, si bien lo acota al ámbito empresarial (o laboral) .

La formación profesional continua y el reciclaje profesional de todos los juristas, se erige como indispensable exigencia en orden a conseguir los objetivos permanentes de eficiencia, eficacia, productividad y modernización que contribuyen al desarrollo de una economía basada en el conocimiento.

Entonces nos podríamos cuestionar, ¿qué es la formación permanente?. La define el profesor Jaime Rodríguez-Arana Muñoz, con el siguiente tenor: «No es más que el desarrollo del potencial humano de las personas, a través de un proceso de apoyo constante que estimule a las personas a adquirir nuevos conocimientos, habilidades y comprensión de las cosas que van a necesitar, y para saber aplicarlas con creatividad en cualquier circunstancia con la que puedan encontrase», y añadiríamos, “con el fin de evitar la desactualización”.

Tal formación permanente es reconocida hoy por nuestro ordenamiento jurídico como derecho-deber del abogado «para mantener un nivel adecuado de capacitación técnica y profesional en el ejercicio de su profesión y con ello prestar un mejor servicio a los clientes» , si bien no se contempla con carácter imperativo.

La necesidad de una formación continuada, regular, periódica y específica de los letrados en activo, se hace ineludible y evidente y, sin lugar a dudas más tarde o más temprano, se hará necesaria la implantación y regulación legal de la misma, por la que se sancione su capacidad jurídica y su oportuna adaptación a los cambios legislativos (por ejemplo, en Portugal la formación continua es obligatoria con un mínimo de 20 horas al año). Así en los colegios de Flandes (Bélgica) el que no se somete a la formación continua es excluido del colegio. Otros países de nuestro entorno en donde se requiere de dicha formación continuada, con un número mínimo requerido que oscila entre las 16 y las 20 horas, aparte de las citadas, son: Finlandia, Escocía, Inglaterra, Holanda, Alemania y Francia.

Del mismo modo, en Estados Unidos, en 1992 se formuló un informe sobre el estado de la educación legal y la formación postuniversitaria de los miembros del Colegio de Abogados, en el que se encuentra un inventario detallado de las destrezas fundamentales y los valores profesionales necesarios para el ejercicio idóneo, así como un plan maestro que instruye a los nuevos miembros de la profesión sobre la forma de adquirir tales destrezas y valores. Y, al menos, cuarenta de los Estados requieren que los abogados reciban regularmente educación jurídica continuada como condición para mantener la licencia.

En la capacitación, no sólo se ha de llegar, sino que se ha de mantener.

Si bien, esta formación puede entroncarse desde varias vertientes, ya sea desde la óptica de la impartición de conferencias en cursos o jornadas, pues «si quieres aprender, enseña» (Cicerón), o bien con la percepción de algunas de esas charlas. Y ante la omisión del cumplimiento de esta instrucción, se podrían arbitrar medidas disciplinarias, que pudieran llegar al supuesto de perder, incluso, su titulo o su capacitación para poder ejercer la Abogacía (tal y como acaece en Alemania). No en vano, la imagen de prestigio que irradia nuestro colectivo en la sociedad, no es más que el cúmulo de las que se proyectan individualmente. Por lo que tenemos que vigilar a cada miembro, en aras del bien común, para difundir un perfil fiel de lo que se nos exige desde la sociedad.

La profesión del abogado está basada en principios y dogmas, que deben ser actualizados periódicamente, instituyéndose la formación continua como una de las mejores inversiones que puede realizar cualquier organización, un método de fiscalización y una herramienta esencial en el progreso de la carrera profesional.

No podemos dejar de citar la loabilidad del empeño de los Colegios de Abogados en facilitar dicha enseñanza a sus miembros, si bien no todos se nutren de esas, o alternativas, fuentes del conocimiento , quedando anclados en el pasado. De ahí que desde estas líneas aboguemos por instar a que la Abogacía española regule la «formación continua obligatoria» del miembro en ejercicio, y reglamentar las condiciones precisas para la expedición de certificados acerca de las especialidades e ilustración de sus colegiados .

A mayor abundamiento, al menos hipotéticamente, se erige como motivo latente de la «obligatoriedad» , en gran medida, el dato empírico, generalizado en el ser humano, de carestía en la perseverancia y asiduidad, lo que en nuestro supuesto se trasladaría en la insuficiencia en la tarea de instrucción individual. Como dijera Doris Lessing «no escasea la inteligencia, sino la constancia». Y el mal proceder de uno, gesta una mengua de la reputación “gremial”, lo que de suyo conlleva nefastas secuelas en los axiomas, arriba enunciados, demandados a nuestra profesión, y en nuestra imagen del colectivo.

Premia, por ende, una reforma que implique, por un lado, desarrollar más la actitud y la capacidad de aprender, que beneficiará las destrezas profesionales. Por otro, estatuir un verdadero sistema de conocimiento profesional, organizando un proceso de actualización profesional continua obligatoria supervisada, ya fuere impartida o acogida, al objeto de adaptarse al versátil escenario, y progresar en el sentido ético y social de la profesión, desterrando las adulteraciones.

Al mismo tiempo, hemos de reivindicar que para dicha labor aleccionadora, se debería favorecer el empleo de la ofimática y el resto de nuevas tecnologías al amparo de la Sociedad de la Información, patrocinado el acceso universal y continuo de sus miembros. Hoy, si cabe, su necesidad es más apremiante dada la vertiginosa metamorfosis de los conocimientos y de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Y a medida que avanza la tecnología, deberá avanzar también la forma en que se ofrece la educación jurídica continuada. Quienes la suministran deberán replantearse constantemente métodos innovadores para ofrecer a los abogados mayor y mejor acceso a esta educación.

Entre todos los profesionales de la Abogacía, debemos trabajar en estrecha colaboración activa, al objeto de instaurar una sólida cultura del aprendizaje en nuestro colectivo, facilitar el acceso a todos los juristas y llevar a cabo una adecuada asignación de los recursos mediante la puesta en marcha de sistemas de aseguramiento de la calidad y el logro de la excelencia en la formación continua obligatoria supervisada.

Esta dual visión de la renovada educación (particular y general), sólo conformaría el primero de los ineludibles peldaños para encumbrarnos hasta el balcón de la Justicia, pues una cosa es formarse, y otra bien distinta sería la de descifrar y dilucidar esa información al cobijo de la enunciada visión imparcial y ecuánime. Es decir, que no basta sólo con el adiestramiento, no obstante imprescindible, sino que además hay que abrazar la dedicación y la visión que nos provee la Justicia. «Hay cosas que para saberlas no basta con haberlas aprendido» (Lucio Anneo Séneca). Y para ello no hay nada mejor que asimilar las lecciones que nos proporcionan nuestros hijos, los cuales afanosamente cuestionan todo acto o pensamiento que tratamos de inculcarles, no concediendo validez apriorísticamente a nada.

De tal forma que al enfrentarnos al análisis de una norma impuesta, al igual que cuando a un hijo le decimos algo y nos demanda esclarecimiento de los motivos que encierran tal dictado, suscitando un batallón de incógnitas (por qué, cómo, cuándo, a quién, etc.), debería el letrado en ejercicio, de forma análoga, afrontar el reto de su actuar, pues no todo precepto o cuerpo legislativo atiende al enunciado criterio de ecuanimidad, ni a una escrupulosa sistemática, ni a una coherencia intrínseca, y menos aún cuando asistimos a la desenfrenada carrera por dictar el mayor número de disposiciones, en vez de reflexionar sosegadamente sobre las que se van a dictar.

Dado que los hechos hablan más alto que las palabras, es por lo que debemos ir más allá de la mera indagación y aplicación de los preceptos, repudiando el apócrifo e hipotético «tecnócrata» denostado de nuestra fábula, para ir tomando cuerpo y notoriedad la prestigiosa imagen que debe percibir la sociedad de los juristas, cual celosos custodios que atesoran las máximas y virtudes antedichas en el monasterio humanista del Derecho reconfortado al abrigo de la Justicia.

Todo lo cual conlleva dos aptitudes, aparentemente adversas, pero cruciales, que han de concurrir en el ejerciente de la Abogacía, cuales son el cambio y la inmutabilidad.

Acoger el cambio, como máxima de nuestros días, supone aceptar la mutabilidad de la Ley y la necesidad ilustrativa del profesional para su erudición. A pesar de preconizarse la vigencia indefinida de las normas, la variación de las mismas es incesante, lo que debe ser asumido para poder tolerar el lance del estudio como una constante vital.

Por su parte, se ha de cobijar la inmutabilidad como haz que debe regir nuestros enfoques desde la lente de la Justicia. Las leyes cambian, la Justicia permanece. Las leyes regulan, la Justicia fundamenta. La Ley puede ser inútil, la Justicia imprescindible. La Ley es la forma, la Justicia el fondo. La Ley es el adjetivo, la Justicia el sustantivo.

No tiene por qué estar la justicia en las palabras de la ley, sino que ha de ser su fundamento. La Justicia no sólo es ética, equidad y honradez. Fue evocada con el siguiente tenor: «es la Justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia» (Hans Kelsen). Si bien, tal y como aquí la concebimos, la Justicia, es aún más, pues la consideramos como valor y fin del Derecho, pudiendo sostenerse que es «aquel conjunto de valores, bienes o intereses para cuya protección o incremento los hombres recurren a esa técnica de convivencia a la que llamamos Derecho» (Norberto Bobbio). Por ende, todas las virtudes que debe atesorar el letrado, deben estar comprendidas en el ideal de Justicia, dado que es su cúspide. Ahora bien, «mejor que el hombre que sabe lo que es justo, es el hombre que ama lo justo» (Confucio).

La fórmula tautológica aquí seguida, sólo trata de enfatizar que el abogado sea un profesional en su consumada acepción, en contraposición del maltrecho y ficticio «tecnócrata» arriba descrito, y, consecuentemente, se preste al estudio, a la reflexión, al cultivo de los valores que se reconocen como consustánciales a nuestra profesión, a una sólida formación axiológica, alcanzando con ello uno de los baluartes de la ideal prestigiosa imagen que perseguimos y anhelamos como colectivo. No seamos esclavos de la Ley, sino seguidores de la Justicia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Colaborar en LTD

Colaborar en LTD

Si quieres escribir un artículo en nuestra revista, envíanos un mail y si es de interés para el colectivo, lo publicaremos.

Suscríbete a nuestro
Newsletter

Recibe el mejor resumen de contenidos.
Artículos, información legal, actualidad, formación y mucho más.
Compromiso de contenidos de primer nivel.

El Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla tratará los dato que nos facilite con el fin de enviarme información exclusiva relacionada de La Toga Digital. Tiene derecho a acceder a sus datos, rectificarlos y suprimirlos, así como a otros derechos. Más información en nuestra política de privacidad