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A Pepe González, que siempre estará entre nosotros.

¡En cuántas ocasiones!, a lo largo de nuestra vida, habremos oído pronunciar esa legendaria frase que hizo famosa el celuloide de: “Siempre tendremos París”. A veces, incluso, nos ha llegado a sonar a topicazo. Parece una frase, tan manoseada. ¿Verdad? Y, no obstante, amigo mío, tú sabes mejor que nadie que para nosotros nunca será así. Puri y Carmen pueden dar fe de cuanto digo, sobre todo teniendo en cuenta los buenos ratos que echamos los cuatro juntos paseando por sus calles y plazas, aquéllos días de finales de diciembre de 1980.

Pepe, ¿Te das cuenta que ya han pasado casi veinticinco años? , y, sin embargo, parece que fue ayer cuando realizamos aquel viaje. Porque recordarás que, hace apenas unos meses, almorzando en Esteban las dos parejas, volvíamos a revivir aquéllos inolvidables días que pasamos en la capital francesa. Así, hablamos de cómo nos tuvimos que tomar más de tres güisquis en el avión que nos trasladaba desde Madrid, para combatir, de alguna manera, tu animadversión a las alturas; de cómo, por tus miedos a la velocidad, también, exclamaste aquello de: “José Manuel nos vamos a poner de Le Figaro, hasta aquí”; y todo como consecuencia de que me vi obligado a tener que acelerar más de la cuenta el coche que habíamos alquilado en el aeropuerto, para poder sortear a un autobús cuyo conductor nos había dejado sin espacio material para poder pasar entre su vehículo y un revistero lleno de diarios franceses, que el dueño de un quiosco cercano había colocado sobre el asfalto de la “rue…..”. ¡Vete a saber, ahora, cómo se llamaba aquélla calle!, pero te puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que estaba sobre la Rive Gauche.

A lo largo de nuestra amistad, ¡cuántas vivencias hemos acumulado! Como costaleros del Cristo de Burgos, como béticos empedernidos, como profesores del Instituto de Estudios Jurídicos de El Monte, como abogados ejercientes en despachos distintos y, sin embargo, amigos. Y aunque mis lagrimas terminen por humedecer estas cuartillas, te puedo asegurar que nada podrá impedir que continúe rememorando sobre el papel aquéllos días que pasamos juntos en París, hace, ya, casi veinticinco años.

Porque recordarás que el 31 de diciembre, a media tarde, hasta me robaron del coche la máquina de fotos Nikon, que llevaba en una bolsa. Y te tienes que acordar, por fuerza, de la denuncia que fuimos a poner al Quartier du Commune de St. Merri y la que montaste con el comisario de policía que nos atendió, porque se le ocurrió insinuar que le íbamos a dar las uvas metidos en aquel cuchitril. Sigo pensando, que a pesar del tiempo que ha transcurrido, dio la sensación, en todo momento, que más que a mí, era a ti a quien le habían sustraído aquélla máquina fotográfica, debido, sin duda, a lo visceral que siempre has sido para las cosas que le suceden a tus amigos.

¿Y te acuerdas de aquel instrumento infernal, en forma de pito, que al soplar fuertemente debía emitir un ruido que imitaba a los pájaros?, y al que no fui capaz de extraerle ni una sola nota. Ahí te empeñaste en que yo lo tocara para regocijo y “cachondeo” de los transeúntes que formaron corrillo a nuestro alrededor en los Campos Elíseos. ¿No te vas acordar?, faltaría más. O de las de vueltas que tuviste que dar con el coche alquilado alrededor de la Plaza de la Concordia, mientras que yo iba a comprar las entradas para visitar las pinturas de los impresionistas, que por aquel entonces se exponían en el “Jeu de Paume”, y las de improperios que le largaste a Puri y a Carmen sobre mi persona por la faena, que según tú, te había hecho por dejar en tus manos aquel Renault automático. Te acuerdas también, ¿verdad? O de la fiesta de fin de año que pasamos en Le Milliardaire, en unión de tres matrimonios italianos que habíamos conocido en la entrada de esa Sala de Fiestas, mientras que todos nos cubríamos de la incipiente nevada que caía sobre París aquélla noche. Y tendrás que acordarte, por fuerza, de lo “carísima” que nos salió la cena en aquel restaurante en el que pedimos, de entrada, ostras con champagne Dom Pérignon de mil novecientos…, y la exclamación que te salió del alma.”De ese “caran san” nos va a salir por un ojo de la cara”, cuando el maître apuntó en su libreta el pedido.

Desde siempre, he tenido la impresión, como todo el mundo, de que en la película Casablanca se alude a París como un lugar para la melancolía, al que se aferran sus dos protagonistas a sabiendas de que nunca más tendrían la oportunidad de volver a vivir una experiencia similar. Para nosotros, sin embargo, siempre representará una realidad palpable e íntima para el recuerdo. Aunque no es menos cierto que ya, con tu ausencia, no volveremos a pisar juntos sus calles nuevamente, no te quepa la menor duda de que siempre que vuelva a París estarás presente, mi buen amigo.

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